Víctor Balcells reseña Magistral, de Rubén Martín Giráldez.
“Magistral”, de Rubén Martín Giráldez
Una conferencia de Albert Serra me permitió comprender cómo podía empezar esta reseña. En su tono enfático y a lo largo de una hora de monólogo ininterrumpido, reveló de forma explícita su poética. De entrada, Serra se refirió a Amos Vogel, teórico del cine, en concreto a su libro Film as a subvertive art (1974), para introducir el concepto de “imagen inédita”. La idea de “imagen inédita” podría ser el reverso del “lugar común”, aquello que habiendo expatriado (o por lo menos deformado) el molde consensuado explora terrenos inexplorados. Ponía este ejemplo: si debemos rodar una escena romántica, encontraremos multitud de escenas románticas en las que basarnos a lo largo de la historia del cine. Casi todas ellas ofrecerán puntos en común que, con el tiempo, se han convertido en “el molde” consensuado. En otras palabras, “lo que el espectador espera de acuerdo con lo que conoce”. Sin embargo, dijo Serra, una situación hipotética: ¿qué pasaría la primera vez que alguien, salvados todos los obstáculos de censura e imposibilidad de emisión, rodó con vocación artística, por ejemplo, un parto? Supongamos que ocurrió a principios de los años sesenta. Nos podemos imaginar a la persona encargada del rodaje accediendo en primer lugar a un archivo de películas. Lo vemos abandonar la tarea abatido porque no hay una “historia del cine de partos” todavía, y vemos cómo esa misma tristeza se transforma primero en miedo y luego en ansiedad creadora cuando comprende que será el primero en establecer una posible “forma de rodar un parto”. En esta situación, las decisiones que tome acerca de los planos podrían sentar las bases iniciales de lo que sería el molde. Suponiendo que su película tuviera mucho éxito y fuera vista y estudiada, podemos suponer también que ese molde podría llegar a fijarse en lo canónico a través de sucesivos abordajes de lo mismo. Y así, a lo largo de los años, se formaría un molde claro y una expectativa de lo que “se espera ver cuando se ve un parto filmado”.
Esta imagen inédita inicial, con el tiempo, tiende a perder su carácter inédito en el contexto del colectivo. Es asimilada y la asimilación le resta extrañeza y fuerza. Asimismo -espero no estar cometiendo un gran atentado intelectual; fabulo- podemos encontrar un efecto parecido de desgaste por exceso de uso y presencia de determinadas imágenes con pretensión poética como “pesa menos que una pluma” y etc: los lugares comunes. Según creo, el mito es el único vehículo que mantiene el sentido de lo inédito en el molde (curiosa paradoja, habría que pensar en ello).
Puede decirse por otro lado que, desde que existen los archivos, existen también los cazadores de imágenes inéditas. Es una vocación moderna. Albert Serra se definió a sí mismo como tal. Su película Historia de la meva mort es un ejemplo. Rodada originalmente en 4:3, con una composición pensada para ese formato, se proyectó finalmente en formato 2:35. Pocos días antes de la presentación, el director tomó la decisión de cambiar el formato contra el consejo de los directores de fotografía, que habían pensado todo el film en 4:3. El resultado es sorprendente: todas las composiciones de plano parecen escindidas en dos y el espectador, habitualmente, debe jugar con el fuera de campo (por arriba y por abajo) de forma intensiva y, además, debe desdoblar su atención en las asimetrías del formato resultante. Así, en Albert Serra, la concepción general ya adopta presupuestos que buscan la imagen inédita. Si repasamos escena por escena encontraremos en los diálogos, en el decorado, en el propio montaje, elementos que exploran ese aspecto. Cuando enfrentamos este tipo de cine, se dificulta el visionado y entendimiento por parte del espectador, pues uno debe reinterpretar lo visto de una nueva forma (o menos conocida): éste no puede dejarse llevar en el molde “de lo que conoce” (y que le permitiría incluso no pensar para yacer ahí, a la espera del desenlace, conceptualizando en esencia el cine como un entretenimiento repetitivo y, a lo sumo, como un acertijo), y debe enfrentar, todo el tiempo, “la extrañeza” formalizada en un extraño formato, tempos insólitos, extravagantes diálogos, elementos sutilmente simbólicos de escenario, etc.
En mi opinión, Magistral, de Rubén Martín Giráldez (Jekyll & Jill, 2016), debe leerse en esta clave. Lo que será pensado y percibido al acercarse a esta novela no tiene mucho que ver con lo que uno, comúnmente -no hace falta definirlo otra vez-, espera y percibe al leer una novela al uso. De entrada, debemos aceptar que no hay una trama, no hay un espacio, no hay personajes claramente dibujados. Hay una voz que elucubra. Esta voz nos habla de una novela titulada Magistral que, al parecer, ha sido determinante, decisiva, profundamente traumática para el castellano y nuestra cultura en general (de modo que el tema es el mundo literario, pero fantásticamente extrapolado a un todo inefable y claro por la vía del lenguaje imaginativo). La reveladora obra (el propio autor confiesa que “no decía nada”, construyendo así sólidamente la divertida paradoja que conforma este texto) ha conducido al colapso de lo conocido y ante nosotros sólo se abre el turbulento -pero en verdad dichoso- camino del misterio de la decadencia, la figura del ocaso que antecede al vuelco de paradigma. Esta voz construye una forma contemporánea del comentario; la novedad reside, creo, en la puesta en escena de su propia contradicción: así Magistral combina la flagelación con la auto-flagelación, destila su propia vanidad para sucumbir finalmente ante ella, declara su novedad para declararse finalmente epígono de alguien todavía más grande y presenta en última instancia el indisoluble problema entre tradición y progreso (la voz dice, casi corrigiéndome, pero, según creo, parafraseándome: lo mío es más bien elaborar comentarios sobre el límite borroso entre problema y solución).
Hay un comentario de Italo Calvino a una obra de Manganelli (Nuovo commento. Por cierto, Manganelli es citado en Magistral no por casualidad) que parece adaptarse mágicamente por la vía de la tergiversación (cortando aquí y allá, lamento decirlo) a lo que sentí al leer Magistral. Cuando leí -con parcialidad y todavía bajo el influjo del libro de Rubén- las palabras de Calvino, quedé francamente perturbado por la correspondencia (estaba en un Ferrocarrils de la Generalitat, de regreso de Sabadell, y atravesábamos el bosque):
Se comienza diciendo: he comprendido todo, un comentario a un texto que no existe, cómo hará para mantenerlo sin ninguna narración […] luego, cuando ya no lo esperamos, llegamos a cierto umbral en el que la iluminación inesperada nos alcanza: pero ¡es verdad, el texto es Dios y el universo! ¿Cómo no he podido entenderlo antes? Entonces lo leemos desde el principio conscientes de que la llave es el texto, es el universo como lenguaje, discurso de un Dios cuyo único significado es la suma de los significantes, y todo se sostiene de forma perfecta.
Aunque un crítico ha dicho que Magistral “no se parece a nada que nadie haya leído nunca”, mi impresión en las primeras páginas fue exactamente la contraria. Hay muchos elementos que remiten a un tipo de literatura que, en general, suele incluso disgustarme y aburrirme. Podría aventurarme a llamarla la estirpe de los Textos para nada de Beckett. La condición sine qua non para que este tipo de obras no me aburran tiene que ver con el estilo y con su capacidad para nombrar. En primera instancia, uno diría que Magistral tiene algo muy Lobo Antuniano (por citar a uno inter pares); puede leerse con la voluntad de construir un todo u, omitiéndolo, sencillamente se puede proseguir a la espera de las iluminaciones que el autor deposita en la mente de quien lee. No tengo claro que esta obra necesite ser comprendida en su conjunto, puesto que su voluntad parece, como característica propia del comentario, aforística. La comprensión del conjunto, en este caso, lleva a la paradoja y al Ouroboros mental, según he comprobado. De modo que pasajes como:
Había muerto la diferencia, por no hablar de la distinción. El criterio tuvo tanta culpa como los perpretadores de opinión: habíamos llevado el idioma al cero, habíamos vuelto la lengua castellana muelle y fantocha. Me habían elegido a mí como podrían haber elegido a cualquiera, Magistral presidía una tontomaquia puesta en marcha en quién sabe qué copetín infame, pero (y esto era lo peor) bienintencionado.
me bastaban para incendiar mi ánimo y ensalivar mi boca por lo general seca (estoy muy cansado de leer literatura, así lo digo y así lo lamento) y para seguir adelante con renovado brío. El texto crece y, tal y como De Chiricho decía de sus cuadros, existe una especie de ejercicio similar al de pelar una alcachofa en sus sucesivas capas, un deseo repentino de llegar al corazón y la consecuente decepción final (que el autor ha orquestado a propósito, se entiende): en el centro de la alcachofa no hay nada.
Pero, ¿qué es lo que tiene este texto que se eleva por encima de tantas otras obras de caracter metaliterario, elucubrador y aforístico? Ahora desenfundo, como quien dice, una pistola y me apunto frente al espejo. Así veo yo la labor del crítico literario. Me entristece por Rubén que se le haya tildado -justamente- de genial sin haber postulado una teoría completa de su genialidad (en alguna reseña incluso se ha juntado tontamente eso de abtruso + genio; en otras se ha dado efectivamente la audacia de la hipótesis titubeante, cosa que es de celebrar, y, supongo, habrá la todavía más tonta y dominante combinación de comentarios que venga a decir: “abtruso + pretensión = nunca genio”, emitidos supongo por los tontilocos que aborden la lecutra sin pensarla. Diría incluso que podrían sacarse nuevas variantes y que Magistral se amoldaría felizmente a todas, siendo la sombra que proyecte sobre ellas siempre más poderosa en su carnavalesca disposición). Me parece que la propia obra exige del exterior comentarios y audacias de ese estilo más que juicios, pues ella misma contiene su propio juicio. De modo que aventuremos una hipótesis de bardólatra. Magistral es una obra poderosa porque nombra con precisión. Rara avis español. No hay que desestimar la grave decadencia del Nombre en nuestra lengua. Puesto que existe una relación estrecha entre el sonido de cada palabra y lo que representa efectivamente, una fijación histórica de los significados en sus sucesivas mutaciones, no ser preciso al nombrar nos expulsa al triste mundo de lo endeble (mani di pastafrolla, se diría en italiano de un escritor flojo en el Nombre). Están equivocados los escritores si creen que lo esencial es otra cosa. Eso es lo esencial en términos de fuerza y de eso depende y se destila, creo, lo que vagamente se llama el alma del propio texto (en cualquier molde posible). Los etimologistas son personas mucho más audaces de lo que creemos (Me imagino a Corominas solitario en medio del pirineo, en medio de una ventisca y perseguido por osos, consagrado a la caza de la variante y el matiz en el significado de cada palabra, pueblo a pueblo, vieja a vieja) y su trabajo no debe ser olvidado. Este fragmento ejemplifica la precisión en el nombrar:
Nuestra palabra ya no es de libelista, que qué es eso y qué vale, sino de traductores, y así nuestra palabra es ley y pirula y todo lo que a ella escapa, aventura, picadillo palare y fabla rucia y bable gramática parda; la equis ha tachado al rey Alfonso el Sabio, ya no opina nuestra lengua, ¡que va!, sino que vierte, vuelca y derrama -y, si la apuran, glosa-, es coreuta, derviche arcano, ringleader, arcipestre, cognoscenti, cantora, cantatriza, porque si en la literatura española la claridad está prohibida, en la traducción el esoterismo triunfal es… la norma.
También podemos ver en él otros elementos. Recuerdo un texto de James Wood en el que se comenta un pasaje sensual de Philip Roth en El mal de Portnoy. En aquel pasaje que ahora no tengo a mano se pone de manifiesto que, además del nombrar, existen otros elementos que pueden vigorizar un fragmento. Tanto en ese caso, como en este que he transcrito, se construye una tensión entre disparidades de grado, pero no de orden. Además de la precisión, el lector se siente elevado y lanzado contra el suelo varias veces dentro del mismo pasaje debido, pienso, a la combinación de estratos de lenguaje de las más diversas procedencias que mueven del oscurantismo a la claridad para representar, en efecto y en la técnica, el propio concepto del que se habla. A mí esto me parece un logro asombroso. Diríase casi que uno debe re-configurar la clave de su percepción varias veces en la misma frase. Eso sin duda es un truco al alcance de pocos. De dominarlo, como es el caso, el escritor se convierte en hipnotista. Por otro lado, fíjense en la puntuación y en el ritmo que se desprende de la misma. Recuerdo un antiguo volumen de prosodia (impreso en 1890) que sustraje a una librería de viejo en la que trabajaba. En la primera página el autor dice:
No habiendo libros buenos de prosodia a que acudir, se perpetúan muchas malas prácticas de los más fecundos versificadores. Los versos se hacen por todos al oído, dejándose ir los poetas por la gravitación cuyas leyes rigen la métrica española; pero, ignorantes de esas leyes y sin pautas fijas a que atenerse, suelen infringirlas o desdeñarlas; a veces con buena fe; a veces con perversión de oido; a veces conociendo que obran mal, pero consintiendo en el error por no existir, impresos, códigos sancionados de PROSODIA y de VERSIFICACIÓN cuyos artículos en la mano pudiera acusarlos de lesa métrica la crítica severa y razonada.
No cito el pasaje para decir a continuación que Magistral satisfaría a dicho autor, sino para señalar precisamente un signo contemporáneo de la obra: parece que “la voz” actúe “a veces con perversión de oído” y “a veces conociendo que obra mal”, y otras veces al revés. En eso puede residir uno de los niveles de la bufonada. Existe una oscilación entre pasajes muy ceñidos a la regla y pasajes libres y atonales. En todo caso, resulta difícil demostrar una intención de estas características sin un análisis minucioso que no puedo acometer aquí, pues sería equivalente a introducirse en el inefable problema euclidiano de las paralelas.
Sigo con algunos comentarios menos interesantes acerca de la estructura y de su relevancia para el conjunto. Lo dividiría en tres partes (esta elección tripartita es gustosa para mí, pues en el 3 y en el 7 existen los rasgos más herméticos) que corresponden con dos tomas de aliento del narrador. El autor de Magistral deja entrar, poco a poco, a Ben Marcus, escritor referente del que, en cierta medida, se declara deudor en varias ocasiones (“¿devasto a Marcus o me convierto en su director de propaganda?”). La tercera parte, precisamente -si no he entendido mal-, es un pasaje donde habla el mismo Marcus para juzgar al autor de Magistral y a su lengua (“Más despacio, avanzo a base de singultos, te supero, me necrofollo tu idioma por el agujero de las oes…” / “Tenías muy presente que si jugabas con la voz, la voz buscaría la manera de apuñalarte”). Ni siquiera sabemos si habla Ben Marcus. Puede que sea Ben Marcus, dice esa misma voz, “a lo mejor soy una persona”, añade, certificando que una voz podría no ser nada. En cualquier caso Ben Marcus es recibido por nosotros como un ente superior todavía más hábil que quien creíamos el más hábil. Puede encarnar fácilmente ese papel porque se trata de un autor norteamericano que ha llegado muy poco por la vía de la traducción (como otros autores y obras inclasificables cuyo proceso de traducción y edición se constituye en una pirrónica empresa) y que por tanto se enviste fácilmente con la potencia de “el otro”, la figura paterna que juzga y fagocita, Saturno que simboliza la tradición y que engulle a sus hijos. La última frase, donde por primera vez se pronuncia el nombre de “Rubén” dislocando finalmente toda la estructura que uno pudiera haber concebido en una babel de capas mentales, será el tormento de los exegetas del futuro. Iba a citarla pero no lo hago (de todas formas, confío que a estas alturas todos los lectores hayan abandonado y quedemos aquí unos cuantos trasnochados todavía dispuestos a lanzar al ruedo hipótesis cada vez más endebles y truculentas; los ociosos de la ebriedad).
En todo caso, al cerrar el libro la cabeza de uno hierve de ideas y posibilidades. Conseguir este efecto es arduo para el escritor, pues habitualmente el caldo se concibe, cocina, come y digiere dentro de la misma obra, de forma que cuando uno termina de leerla queda exonerado de tener que pensarla. Que aquí ocurra exactamente lo contrario es de celebrar. El construir para sostener un efecto que se prolongue más allá de la lectura es signo de que la obra se inserta en el poco frecuentado ámbito de quienes rinden tributo a la imaginación (la más exacta de las ciencias, cuidado). Por otro lado, hay algunas cosas que reprochar. La prosa de Rubén me ha inspirado la suficiente confianza como para exigirle que incluyera, también, muestras de esa obra titulada Magistral de la que todo el tiempo se habla y que fue definitiva para nuestra cultura. Entiendo el juego que supone su ausencia, pero precisamente esa ausencia me parece tópica y falta de audacia en el contexto de una posible tradición en la que podríamos encuadrar el texto (quizá se contrarresta con la irrupción devastadora de Marcus al ser una grandeza que cubre otra grandeza, pero debería haberse intentado ese añadido). Sea como sea, está claro que desde hace ya varias líneas el terreno es pantanoso en este texto-comentario, el scroll ha descendido mucho hacia abajo sin claridad y el propio comentario del comentario pierde su fuerza, si es que la ha tenido. De modo que lo dejo aquí con la esperanza de haber impulsado a alguien hacia la lectura de este magnífico libro.
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