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Damián Tabarovsky recomienda Distraídos venceremos en el diario Perfil (Argentina)



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Damián Tabarovsky recomienda Distraídos venceremos, de Andrea Valdés, en el diario Perfil (Argentina).

«Bien de nuestro tiempo también es un libro de hermoso título: Distraídos venceremos, de Andrea Valdés (Jekyll & Jill, 2019). Nacida en Barcelona en 1979, el libro de Valdés —cuyo subtítulo es Usos y derivas en la escritura autobiográfica— tiene más de un aspecto interesante. El primero reside en tomar como objeto de reflexión una constelación de autores latinoamericanos que reúnen dos condiciones: la mayoría de ellos son poco (o nada) conocidos en España, y también la mayoría de ellos están entre los mejores escritores latinoamericanos contemporáneos: Héctor Libertella, Carlos Correa, Héctor Viel Temperley, María Moreno, Jorge Barón Biza, entre los argentinos (a los que Valdés le suma a un por supuesto no contemporáneo, pero clave en esa línea, como Lucio V. Mansilla), y brasileños como Carlos Sussekind y Conceiçao
Evaristo, entre otros. De entrada, Valdés declara: «Muchas veces me he preguntado si la idea de Sudamérica con la que yo crecí no la habrán diseñado unos cuantos desde su despacho». Valdés traza ese otro mapa singular, ajeno a cualquier lugar común sobre lo latinoamericano for export, con el que muchas veces trabajan las grandes editoriales multinacionales con despachos en España. Libro sobre la escritura autobiográfica, Valdés no se priva de jugar con su primera persona. A veces en exceso, aunque no es nada que erosione un libro que se lee con placer.»

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Teoría del acensor de Chejfec en el diario Democracia (Argentina)



Sergio Chejfec Foto: Lisbeth Salas
Sergio Chejfec. Foto: Lisbeth Salas

 

El escritor Juan Becerra escribe sobre Teoría del ascensor de Sergio Chejfec en el diario Democracia (Argentina):

Para prestar servicio a las máquinas

En su asombroso último libro, “Teoría del ascensor” (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2016), Sergio Chejfec se interna a fondo en paisajes, objetos, recuerdos y lecturas, de las cuales la de un libro de entrevistas a W.G. Sebald publicado en inglés lo obliga a detenerse en una respuesta, en la que Sebald dice —la glosa es de Chejfec— que “si uno instala en su casa un sistema de circuito cerrado, tendrá la impresión, al ver las imágenes, de que la gente vive para prestar servicio a las máquinas”. La observación es reveladora porque descubre aspectos trillados pero al mismo tiempo invisibles de la vida cotidianCUBIERTAS DESHIELO BOLSILLO.indda dominada por los artefactos, sobre todo los alimentados con energía eléctrica.
Supongamos que una persona de clase media y mediana edad, habituada a sentir como extremidades íntimas a los artefactos vinculados a la aceleración de los procesos que sostienen la cultura en la que vive, se levanta de la cama un día cualquiera. ¿Qué hace? Una secuencia posible sería: se despierta con la alarma de su teléfono, abre Whatsapp, Facebook, Twitter e Instagram para leer y ocasionalmente escribir (en todo caso también vigilar las cuentas de las personas que la obsesionan); va a la cocina sin abandonar el teléfono, abre la heladera, se sirve café de la cafetera, tuesta el pan en la tostadora, saca de la heladera la manteca o la mermelada y enciende el televisor para ver el reporte del tiempo y las noticias mientras sigue exprimiendo el teléfono y levanta la taza para tomar el primer trago del día.
Todo eso ha sucedido en poco más de media hora y ha implicado una relación con seis artefactos y varios sistemas. La experiencia es la de la robotización naturalizada. Esa persona no sabe lo que está haciendo, ni que lo que hace sea posiblemente lo mismo que hacen sus vecinos. Pero lo que siente es que la mañana le ha dado una primera satisfacción a la sed de supervivencia (las tostadas con manteca y el café con  leche calman a las fieras) y la ilusión de una individualidad panperceptiva.
Por cuestiones de antropocentrismo, es decir, de narcisismo colectivo, no creemos que les prestamos servicios de esclavitud a las máquinas sino que las máquinas son nuestro valet. La presión evolutiva de la cultura empuja sobre las máquinas para obtener de ellas más servicios. El resultado inadvertido es una dependencia que sólo se asume en modo catástrofe cuando… se corta la luz.
Vivimos una ciudad en la que los cortes de electricidad han comenzado a crear rutinas de claroscuros, pero cuando eso sucede trayendo consigo efectos mágicos (ahora lo ves, ahora no lo ves), la oscuridad nos ofrece un viaje en el tiempo que hay que aprovechar. Retrocedemos hacia escenas rembrandtianas: la luz de una vela en la oscuridad. ¿Qué se puede hacer? Personalmente me pasa que leo compulsivamente a la luz oscura de las velas. Leer me parece la consecuencia natural de un corte de electricidad, no porque sea lo único que se puede hacer sino porque es la escena perfecta para hacerlo. La vela es el objeto precursor de la tecnología ambiental. En “La casa: historia de una idea”, de Witold Rybczynski, se cuenta que la vela fue inventada por los fenicios hace 2400 años. Si bien su luminosidad era inestable y mortecina -cien velas iluminan menos que una bombilla de 60 watts-, no fue superada por las lámparas de aceite (Leonardo Da Vinci fracasó en su perfeccionamiento) hasta que en 1783 Ami Argand inventó la lámpara Argand, una mecha protegida por un cilindro de vidrio.
La luz eléctrica probó su eficacia en el alumbrado público de París en 1877, luego en Londres y, en 1882, en Nueva York, donde Edison tendió una red de cables subterráneos de 2,5 kilómetros a la redonda para abastecer a 200 millonarios entre los que se encontraba el protofinancista J. P. Morgan, cuyos sucesores les están dando tantas satisfacciones a la economía argentina que no para de crecer.
El contacto con el libro de Rybczynski nos empuja a irnos por las ramas. Pero, en resumen, la vela y todas las fuentes de luz artificial que se sucedieron después de Gütemberg tuvieron como principal objetivo iluminar la lectura nocturna de libros de papel, una experiencia de interiores que entre 1920 y hoy fue obligada a competir con la radio, la televisión, la PC y los smartphones con los resultados irreversibles ya conocidos.
En un texto de 1959 llamado “De la plusvalía a los medios masivos”, Norman Mailer le apunta a la cabeza del orden capitalista. Empieza con una frase demoledora de la que nadie puede decir que no sostiene la existencia de una verdad pura sin una gota de pérdida: “Nadie puede abrirse camino a través de ‘El Capital’, de Karl Marx, sin grabarse en la mente para siempre el conocimiento de que la ganancia debe provenir de la pérdida: con la energía perdida de un ser humano pagando por la comodidad de otro”. Es muy impresionante descubrir, como si fuera un planeta nuevo que siempre estuvo ahí, la correcta inversión del lenguaje que produce Mailer. Se supone por obra del cliché capitalista que el que paga lo hace con dinero, por lo que el concepto de pago sucedería exclusivamente en términos de economía monetaria: vos trabajás y yo te pago. Sin embargo, Mailer sostiene que el pago es en energía, es decir, en pérdida de fuerza humana (digamos vida) destinada al trabajo que sostiene la comodidad de los otros.
Luego dice que el precio del jugo de naranja envasado obedece al cálculo inconsciente del empresario que lo fabrica y que sólo tiene en cuenta la comodidad del consumidor en relación a todas las molestias que evita: no hacer él mismo el jugo mezclando polvo con agua, no exprimir él mismo las naranjas, etc. Estamos frente a lo que Mailer llama ya en 1959 “la manipulación psíquica del ocio”, que vale para el jugo de naranjas pero también para el resto de los artefactos que aceleran los procesos de producción con el propósito de darnos un falso tiempo libre que no es otra cosa que un tiempo cautivo de consumo parecido a la experiencia de lobotomía. Si el capitalismo del siglo XIX fue una máquina de destruir cuerpos, el del XX (ni hablar del siglo XXI) “apunta a destruir la mente del hombre civilizado” del que depende la estabilidad de la economía. Y todo sucede en el tiempo de falso ‘dolce far niente’ que llamamos descanso y que empleamos para la contemplación viciosa de pantallas, por donde entra en nosotros una realidad en forma de “ficción organizada”.
Todos, más o menos, estamos bailando la misma milonga. Encontramos en la masividad, paradójicamente, la aparente individualidad del “uno más” (el sujeto numérico reversible, invento ontológico del capital, ya sea para hacernos trabajar o consumir). Entonces, tienen razón Sebald, Mailer y también Chejfec, que encendió la mecha de estos párrafos: vivimos al servicio de las máquinas a tal extremo que no dejamos de servirles tanto en los niveles más íntimos de la vida como en el trabajo. Comemos conectados a las máquinas (y hacemos cosas peores) y las horas productivas son invadidas por la manipulación psíquica del ocio, donde la información en red nos quema literalmente la cabeza despertando en nuestro interior un menú de reacciones intratables. Conclusión: no hay descanso.
Lo que traen las máquinas con pantallas, a las que servimos mucho más tiempo que a las tostadoras y las cafeteras, son manifestaciones híbridas de realidad, donde la tasa de realidad varía de acuerdo a la tasa de ficción que la acompañe, y que siempre es alta porque la realidad es un fenómeno compositivo. Detrás de la relación del hombre con las máquinas de “contenido” parece vibrar la vieja estructura que sostiene la fe en todos los campos en los que aparece. Compuestos o no, los contenidos de las pantallas pulsan el botón de la credulidad o el rechazo frente a la ilusión de totalidad que representan. Pero faltaba algo. Superado el desafío de tener  al alcance de un pase de digitopuntura el Aleph de la calle Garay en la alquimia de 4G y smartphone, la máquina va en busca de la conexión con el más allá.
En el Mobile World Congress 2017 que se realizó en Barcelona hace unos días, la empresa Elrois Inc. de Corea del Sur presentó una aplicación llamada With Me destinada a las necroselfies. La espeluznante prestación ofrece fotos y conversaciones con muertos que hayan tenido la suerte terrestre de quedar en los smartphones en imágenes 3D, es decir, como avatares. La información almacenada es sometida a una inteligencia artificial que sube la imagen viva de la persona muerta al encuadre donde su deudo lo espera para el ¡click! y una charla corriente sobre cómo siguen las cosas en este mundo. Buenas noches. Que duerman bien.
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Magistral de Rubén Martín Giráldez

Magistral en la revista Otra parte – Argentina



Magistral de Rubén Martín GiráldezJosé Ignacio González reseña Magistral, de Rubén Martín Giráldez en la revista cultural argentina Otra Parte:

El más famoso título de Henry Miller, Trópico de Cáncer, empieza avisando: “Esto no es un libro. Es un libelo […] un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del arte, una patada en el culo a Dios […]”. Magistral, de Rubén Martín Giráldez, es una filípica furiosa, una invectiva, una rara avis necesaria de las que agitan nuestras letras cada cierto tiempo. Su leve excusa argumental gira alrededor de un libro imaginario y justamente homónimo, pero no para ocuparse de su crítica (como en Sartor Resartus, en los cuentos de Borges o en La literatura nazi en América), sino para que el propio autor explique su recepción: la inteligencia de este constructo es tal que contiene, anticipa y acaba por desactivar sus posibles reseñas desfavorables.

Los temas que se ensayan bajo esa sátira desatada enmiendan la totalidad de la actual creación española a través de una apología esforzada del impulso al lenguaje castellano, que Giráldez considera perdido desde el tiempo de Gracián, y así está en Magistral el intento valiente de encontrar una voz singular, pero también la denuncia al lector narcotizado y a la crítica adocenada, el cuestionamiento de un idioma inutilizado (que en realidad va dirigido a los que no lo usan ni se atreven a expandirlo), los problemas de la traducción para trasladar los avances que se producen en las nuevas escrituras allende nuestras fronteras idiomáticas (qué decir donde pone too fart) y, por encima de todo, una profunda indignación ante los heraldos locales que osan proclamar la muerte de la Novela mientras que en Norteamérica están publicando autores de la talla gigante de Ben Marcus. Precisamente la epifanía que para el narrador supone la lectura de la obra de Marcus Notable American Women lo impele a incluir en el libro no sólo fragmentos de aquella, sino también las tapas y las primeras páginas, aunque con ligeras variantes con respecto al original que corrigen políticamente el título (Notable North American Women) o expresan la imposibilidad de que llegue incólume tras su translación (hay volcadas partes en inglés y otras en que se elige la cacofonía frente al significado, como traducir dates por dátiles).

Lo que queda claro en esta denuncia es que mientras el idioma anglosajón tiene una tradición de ruptura que empieza por Sterne y sigue con Joyce, Beckett, Burroughs o Burgess, y que el francés lo transgredieron Rabelais, Blanchot, Jabès o Genet, el español literario es para Giráldez una lengua muerta sostenida por burócratas acomodados y de la que nadie se preocupa desde Julián Ríos: Cela no es Céline igual que la opereta no llega a ópera, y carecemos de manifiestos como el de Ginsberg contra el conformismo de su generación. Consigue Magistral retorcer el habla y acuñar nuevos términos cuando estos no existen o no son suficientes, pero sin acudir al épater de las vanguardias, al galimatías babélico de Ríos o a la aliteración interna de Cabrera Infante; el autor sabe que del Verbo surge el mundo, y justamente ha logrado levantar un Golem y crear un castillo propio hecho de palabras como “cadaverítica” o “mezzosopranía”.

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«Del enebro» en EdeLIJ, Espacio de Literatura Infantil y Juvenil (Argentina)


Reseña del libro Del enebro en el boletín de octubre de EdeLIJ, Espacio de Literatura Infantil y Juvenil (Mendoza, Argentina), por Silvina Juri.
Del enebro de Jacob Ludwig y Wilhelm Karl Grimm, ilustrado por Alejandra Acosta y prologado por Francisco Ferrer Lerín. Edición bilingüe. Traducción de Jessica Aliaga Lavrijsen (Jekyll & Jill, 2012).

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