El relato de Eduardo Halfon Mejor no hablar demasiado (Biblioteca bizarra, Jekyll & Jill 2018), en El Periódico de Guatemala.
«Eduardo Halfon, uno de las principales voces de la narrativa latinoamericana actual, fue galardonado la semana pasada con el Premio Nacional “Miguel Ángel Asturias” 2018. Autor de un consistente cuerpo narrativo que viene construyendo desde 2003, con la publicción de “Esto no es una pipa, Saturno”, ha publicado importantes obras como “El ángel literario” (2004), “El boxeador polaco” (2008), “La pirueta” (2010), “Monasterio” (2014), “Signor Hoffman” (2015), “Duelo” (2017) y “Biblioteca bizarra” (2018), que han sido traducidas al inglés, portugués, alemán, neerlandés, francés, italiano, croata y japonés.»
usto después de publicar mi primera novela en Guatemala, a mediados de 2003, me tomé una cerveza con el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya, quien estaba viviendo unos años en el país. Nos juntamos en un viejo bar llamado El Establo. Al nomás verme entrar, Castellanos Moya alzó su botella de cerveza, me felicitó, sonrió una ligera sonrisa de diablo y me advirtió que huyera de Guatemala lo más pronto posible.
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Mi entrada al mundo literario había sido tan inesperada como accidental. Yo tenía entonces treintaidós años y no había publicado nunca, nada. No sólo sabía muy poco del ambiente literario en Guatemala, sabía aún menos de Guatemala en general. Había salido del país en 1981 –el día después de mi décimo cumpleaños– con mis padres y hermanos, a Estados Unidos. Crecí en Florida y luego estudié ingeniería en Carolina del Norte.
En el colegio siempre fui el niño matemático. Nunca leí libros. Nunca me gustaron. Y en 1994, al terminar la universidad, finalmente volví a Guatemala, un país que ya apenas conocía, y con un español muy rudimentario. Me puse a trabajar como ingeniero en la empresa de construcción de mi padre y poco a poco empecé a encontrar mi camino de vuelta a mi país y a mi lengua materna, aunque siempre invadido por un profundo sentimiento de desasosiego o desubicación, un sentimiento de no pertenecer. Hoy comprendo que aquella angustia existencial es más o menos normal a esa edad, al salir de la universidad, pero en aquel entonces me sentía como un hombre sin país, sin lengua propia, sin profesión (estaba, literalmente, en la de mi padre), sin un sentido real de quién era ni qué debía hacer. Y esa frustración continuó creciendo en mí durante los próximos cinco años. Hasta que decidí buscar ayuda. Pero mi concepto de ayuda, siendo tan metódico y tan ingeniero, fue buscar respuestas no en la psicología ni en la religión, sino en la filosofía. Fui a una de las universidades de la capital, la Universidad Rafael Landívar, a preguntar si era posible inscribirme en un par de cursos de filosofía, creyendo que quizás así encontraría algún tipo de respuesta. Pero en Guatemala, como en otros países de Latinoamérica, la carrera es doble: Letras y Filosofía. Si uno quiere estudiar una, debe también estudiar la otra. Y eso hice. Y en pocas semanas caí enamorado de la literatura, de los libros, de la ficción. Y en menos de un año había renunciado a mi trabajo como ingeniero y estaba viviendo de mis ahorros y leyendo ficción a tiempo completo, un libro al día, como una especie de junkie de la literatura.
Un año después empecé a trabajar en la universidad –primero como asistente, luego como profesor de letras–, mientras al mismo tiempo, tímida y secretamente, intentaba escribir ya mis primeros cuentos. Todos muy malos, claro. Quería escribir un cuento entero antes de poder escribir una buena oración. Aún no entendía que teclear no es escribir, que escribir está mucho más cercano a la música, a respirar, a caminar sobre el agua. Pero tenía hambre de aprender, y tuve la suerte de encontrarme con los instructores correctos, en especial con dos: Ernesto Loukota y Osvaldo Salazar, ambos filósofos y colegas míos en la universidad. Ernesto Loukota me enseñó la artesanía del lenguaje. Me pedía que escribiera una línea sobre algo –un árbol, un perro, una silla– y al día siguiente nos juntábamos en la universidad para comentar esa línea, su gramática y puntuación. Luego él me asignaba otra línea sobre otra cosa para el día siguiente. Y así. Una sola línea, todos los días. Como si fuera nuestro propio ejercicio zen. Pasó al menos un mes antes de que me permitiera escribir dos líneas. Osvaldo Salazar, en cambio, me enseñó a ser mi propio lector. De vez en cuando, yo le entregaba alguna cosa que había escrito y la estudiábamos juntos, la desmenuzábamos, editábamos no su lenguaje, sino su estructura, su desarrollo y sus temas y su contenido en general. Si Ernesto Loukota me enseñó la artesanía del lenguaje, Osvaldo Salazar me enseñó cómo ser mi propio y más exigente lector.
Yo pasaba aquellos días dando clases, y leyendo libros al igual que un viciado, y aprendiendo a escribir como si mi vida dependiese de ello (quizás mi vida sí dependía de ello), y antes de darme cuenta ya había publicado mi primer libro. Así nomás. Casi por accidente. Me había tropezado con los libros, y luego había caído en la escritura. Pero algo finalmente me empezaba a hacer sentido, sobre mí mismo, sobre mi país. Y entonces llegó un salvadoreño endiablado y me dijo que huyera de Guatemala lo más pronto posible.
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Durante el último siglo, los escritores guatemaltecos han estado escribiendo, y muriendo, en el exilio. Miguel Ángel Asturias, quien recibió el Premio Nobel de Literatura en 1967, escribió sus libros sobre Guatemala mientras vivía exiliado, en Suramérica y Europa; murió en París, y está enterrado allá, en el cementerio Père-Lachaise. El gran cuentista Augusto Monterroso, tras ser detenido por las autoridades militares del dictador Jorge Ubico, tuvo que salir del país en 1944. Huyó primero a Chile, después a México, donde vivió el resto de su vida, y donde escribió la mayoría de sus cuentos, y donde hoy está enterrado. Luis Cardoza y Aragón, quizás el poeta guatemalteco más célebre del siglo pasado, sufrió un destino similar: también tuvo que exiliarse en México en los años treinta, donde escribió casi toda su poesía y dónde también murió. Carlos Solórzano, uno de los dramaturgos guatemaltecos más importantes, tuvo que huir del país en 1939 –primero a Alemania, después a México– y ya jamás volvió. Mario Payeras, un comandante guerrillero en los años setenta, también escribió mientras vivía exiliado en México, donde murió repentina y misteriosamente (sus restos fueron sepultados en un cementerio en el suroeste del país, pero luego desaparecieron). Una de las novelas guatemaltecas más significativas de las últimas décadas, El tiempo principia en Xibalbá, fue escrita por el autor Kaqchikel Luis de Lión. En 1984, fue secuestrado por las fuerzas militares, torturado durante veintiocho días y luego desaparecido. Su asesinato no se confirmaría sino hasta quince años después, en 1999, cuando su nombre y su número aparecieron en la lista del llamado “Diario Militar”, un documento tenebroso que detalla el destino de los guatemaltecos desaparecidos por las fuerzas militares entre agosto de 1983 y marzo de 1985. Luis de Lión, nacido José Luis de León Díaz, seudónimo Gómez, es el número 135. Su novela fue publicada póstumamente, el más extremo de los exilios.
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Los escritores guatemaltecos –y los guatemaltecos en general– han estado viviendo durante décadas en un ambiente de miedo. Atreverse a decir algo significaba tener que desaparecer en el exilio, o ser desaparecido literalmente. Este miedo aún existe, tanto en la vida cotidiana como en el subconsciente de los guatemaltecos, a quienes con el tiempo se les ha enseñado a callar. A no hablar. A no decir o escribir palabras que puedan matarlos, matarnos.
La primera consecuencia de esto, por supuesto, es un silencio general. En Guatemala simplemente no se habla o escribe de algunos temas. El genocidio indígena de los años ochenta. El profundo racismo hacia el indígena. El alarmante número de mujeres asesinadas. La imposibilidad de reforma agraria o redistribución económica. Los vínculos estrechos entre el gobierno y los narcotraficantes. Aunque todos éstos son temas que casi definen al país, sólo son discutidos y comentados en susurros, o entre paredes, o desde fuera. Pero una segunda y quizás más peligrosa consecuencia de una cultura de silencio es un tipo de autocensura: al hablar o escribir, uno no debe decir algo que pueda ponerlo en peligro a él o a su familia. La censura se vuelve automática, casi inconsciente. Y el peligro es real. Aunque ya pasaron los tiempos de dictadores, el ejército es aún muy poderoso, y los asesinatos políticos y militares siguen siendo comunes.
¿Cómo puede un periodista ser periodista, entonces, si su vida está a la merced de los artículos que escribe?
¿Cómo puede un novelista o un poeta decir algo sincero sobre su propia gente, sobre la desigualdad social, sobre los niveles intolerables de racismo y pobreza, si su propia vida depende de las palabras de esa novela o ese poema? No pueden. El periodista no puede ser periodista. El novelista no puede permitirse a sí mismo ser sincero. Y el poeta deja de ser poeta. Salvo que, como muestra la historia reciente, y como me fue sugerido por un endiablado escritor salvadoreño, se vayan del país.
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Me empezaron a seguir. O eso pensé. Fue un par de meses después de publicar mi primera novela en Guatemala, en 2003. Al inicio lo consideré una casualidad, ese sedán negro siempre estacionado cerca de mi casa, y constantemente viéndolo en el espejo retrovisor. Pero después de unos días, la casualidad se volvió paranoia y empecé a hacer las cosas que hacen los guatemaltecos en su estado psicótico normal, de todos los días: siempre cambiando mi ruta, evitando calles oscuras y callejones sin salida, nunca conduciendo solo por la noche (tengo una amiga que hasta compró un maniquí de un hombre, y lo pone a su lado, en el asiento de pasajero, y le habla mientras va conduciendo). También recuerdo que una mañana, en esa misma época, dando una clase en la universidad, dos tipos se pararon afuera del aula y se quedaron observándome por la ventana. Parecían sicarios o tal vez guardaespaldas. Yo sólo seguí dando mi clase, intentando ignorarlos en la ventana, y después de unos minutos ellos se fueron. Al terminar, me aseguré de salir caminando con mis alumnos, en grupo.
Días después, me abordaron.
Estaba en la librería Sophos, husmeando libros sobre una mesa, cuando un hombre mayor se me acercó, presentándose. Estaba vestido con saco y corbata. Me dijo que había leído mi novela y me habló durante unos minutos de sus impresiones. Luego me estrechó la mano de nuevo y, aún sosteniéndola, me dijo que había sido un honor conocerme, que debería de tener cuidado. Le pregunté cuidado con qué. El señor sólo sonrió con cortesía y se marchó. Lo consideré extraño, pero no le di mayor importancia. ¿Tal vez sólo estaba siendo amable conmigo? ¿Tal vez malinterpreté su despedida? En fin, casi lo había olvidado por completo hasta que unas semanas después recibí una llamada.
Era tarde en la noche. La voz en el teléfono me dijo que yo no lo conocía, pero que me estaba llamando como un amigo, para advertirme de mis enemigos. ¿Qué enemigos? Yo no tenía enemigos. Yo nunca he tenido enemigos. Me ignoró y continuó hablando y yo no lograba entender a qué se estaba refiriendo. ¿Era algo que había escrito en mi novela? ¿Algo que había dicho en alguna de las entrevistas recientes? ¿Algún comentario crítico sobre el país, sobre los políticos, sobre los guatemaltecos en general? De pronto me puse tan nervioso que dejé de prestar atención. Apenas oí lo que me dijo. Y ahora lo he olvidado casi por completo. Pero sí recuerdo tres cosas. Uno, pensar que su voz me sonó familiar, como si ya la hubiese escuchado en alguna parte. Dos, la mención de los nombres de mis padres y hermanos. Y tres, las últimas palabras que me dijo: Mejor no andar hablando demasiado. Luego colgó.
Al día siguiente cambié mi número de teléfono. Hasta cambié de proveedor. Pero igual empecé a dormir menos. Perdí peso. Salía de mi casa sólo cuando era absolutamente necesario. Hasta cancelé dos entrevistas de radio que tenía programadas, dándoles alguna excusa de mi trabajo o salud. No tenía ni idea qué estaba pasando, qué cosa había hecho o dicho o escrito, pero definitivamente algo estaba pasando. ¿O no? Y de pronto, al final de una tarde de lluvia, alguien llegó a mi casa.
Aún hoy, por seguridad, no puedo dar muchos detalles. Pero lo conocía de antes. Entonces, cuando abrí la puerta y lo vi ahí parado, no pensé nada malo. Sí me pareció extraño, claro, que él llegara a mi casa. Lo conocía, pero sólo casualmente. No lo había visto en años. Y nunca antes había estado en mi casa. Me sonrió y me estrechó la mano y hasta me dijo que sentía mucho tener que molestarme en mi casa. Pero luego entró sin pedir permiso y de inmediato, mientras se sentaba en uno de los sofás, desenfundó una enorme pistola negra y la colocó con fuerza y énfasis sobre la mesa de la sala. Me dejó mudo. Me senté en el otro sofá, frente a él. Y ahí quedó la pistola, entre nosotros, en todo su resplandor negro metálico. Estaba él vestido en botas de vaquero y un grueso chaleco lleno de bolsas, como los que usan los fotógrafos. Me habló un poco de menudeces, preguntándome por este o aquel amigo, y luego se quedó callado unos segundos, que a mí me parecieron horas, antes de lanzarse a hablar de Hitler. Yo me sentía perdido. Hasta mareado. Recuerdo percibir gotas de sudor descendiendo por mi espalda. Aunque quería ser discreto, no podía quitarle la mirada de encima a la pistola. Y él sólo me seguía hablando de Hitler, a mí, un judío. Me dijo que Hitler era uno de sus héroes. Me dijo que Hitler era uno de los mejores hombres que jamás había existido. Me dijo que admiraba a Hitler porque siempre supo cómo deshacerse de sus enemigos. Me dijo que todos deberíamos aprender de Hitler. Luego me preguntó si había entendido y yo logré balbucearle que sí y él tomó su pistola de la mesa y se puso de pie y se marchó en silencio de mi casa.
*Este ensayo es parte de “Biblioteca bizarra” (Jekyll & Jill, 2018)
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