Autor: JEKYLL & JILL

Milo J. Krmpotic reseña Por qué la literatura… en Librújula


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Milo J. Krmpotić reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, en el último número de la revista Librújula.

Por qué la literatura…

Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez. Jekyll & Jill

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Todos los autores realistas se parecen en algo, pero los experimentales lo son cada uno a su manera. Es por ello que podemos afirmar que no hay nada comparable en las letras estadounidenses a Ben Marcus (se lo dice quien sudó sangre para traducirle al español El Alfabeto de Fuego), autor para colmo de ese The Age of Wire and String que el editor y escritor Max Porter definió como “la gran novela experimental de este siglo XXI”. Y ciertamente es especial también la voz de Rubén Martín Giráldez, aquí traductor del texto del anterior pero autor además de unos Pinitos en pedantería en los que, recuperando a ratos el barroco y jugoso registro de su Magistral, contextualiza el tema del texto inicial añadiéndole diversos ejemplos del apartado hispano de la polémica. ¿Y en qué consiste esta? Pues en una variante del tradicional encontronazo entre las culturas alta, mediana y baja: a raíz de las constantes pullas de Jonathan Franzen hacia autores experimentales como William Gaddis, Marcus realiza una defensa a ultranza de la libertad creativa y del amor por el lenguaje. No se trata de un ataque al Franzen autor, pero la bofetada al Franzen crítico/persona (por abusón, por machacar a los muertos y a los minoritarios en una egocéntrica campaña para elevarse sobre todo quisque) todavía resuena, por contundente y excelente- mente expresada (“Hacer literatura no es hacer diplomacia“). Y no le va a la zaga Martín Giráldez, ducho lo mismo en Lopes y Quevedos que en los más contemporáneos posmodernismos, de quien —eso sí— personalmente sigo esperando con ansiedad que acabe dando el salto entre la travesura formal y esa obra de mayor cuerpo y fondo para la que está perfectamente capacitado.

Pedro Pujante reseña Por qué la literatura experimental… en Culturamas



Pedro Pujante reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, en Culturamas:

Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez nos descubren la literatura experimental

Explica César Aira que el escritor es un artista que ya no debería pretender escribir bien (buenos libros) sino escribir algo nuevo (libros diferentes). Entiendo en esta dicotomía entre nuevo y viejo un gesto esencial que funciona como guía estética. Porque la tradicional y maniquea distinción “buena literatura/mala literatura” responde a un juicio demasiado volátil, subjetivo y demarcado por el siempre inestable canon del tiempo y las modas. Con Aira (Ben Marcus y Giráldez) opino que el escritor ha de arriesgarse con novedosas propuestas de escritura, inventar un idioma, porque es la única forma viable para poder crear una literatura nueva. O como escribe no sin cierta ironía y malicia Marcus, para justificar su protesta antifranzeniana, porque haya escritores interesados en las posibilidades de la lengua y no en los placeres inmediatos del público masivo.

En este breve ensayo, el escritor americano Ben Marcus trata también de exponer sus razones en defensa de la literatura renovadora, (experimental, según él), en oposición a esa otra literatura acomodada, desgastada, que él cataloga en un sentido extremadamente amplio de “realista”. Un término que no encuentra su equivalente exacto en español, porque, ¿dónde habría que situar a la literatura fantástica? Marcus intercambia realista por no-experimental. En cualquier caso Ben Marcus trata de desmontar el tópico de que los escritores “realistas” (no experimentales) son capaces de mostrarnos la realidad de un modo más fiable, una discusión tan antigua como la propia literatura y que ya quedó, en mi opinión, saldada en el Modernismo (Kafka, Woolf, Faulkner), pero que cada cierto regresa. Y quizá sea necesario, como ha hecho Marcus, volver sobre el tema, porque parece que siempre aparecen personas como Jonathan Franzen que, para poder defender su propio credo estético (quizá sus propias obras), arremeten contra todo lo que se aparta de él (Joyce, Gaddis…), incluso tristemente arguyendo argumentos extraliterarios como ventas, traducciones o recepción. ¿Hablamos de literatura o de mercado?

Ben Marcus , writer, Berlin 2013, American Academy, only for online purpose No image is to be copied duplicated modified or redistributed in whole or part without the prior written permission from Heike Steinweg mail@heikesteinweg.de

Otro hilo interesante en el discurso de Marcus está determinado por la dificultad que entrañan algunos libros, algunos autores. ¿Ha de ser la literatura edulcorada para que los pobres lectores no se atraganten? ¿Ha muerto el lector? ¿Habría que “adulterar” el Ulises (como tantas veces se ha hecho ya con el Quijote) para adaptarlo a todos los públicos? Este es un argumento peliagudo  que es atravesado por otros temas como la legibilidad, la recepción lectora, la neurología, la calidad y la literatura como producto de entretenimiento de masas. En este sentido, Franzen abomina de escritores “complejos” como Joyce o Beckett, quienes, según él, son usados por las instituciones culturales para “perjudicar las perspectivas comerciales de la industria literaria”. ¿No es al revés? ¿No son los escritores planos, sin estilo, los que nos impone el establishment con el perjuicio que ello supone para la Gran Literatura? (Ya sabemos que la Gran Literatura es siempre marginal, a excepción de honrosas excepciones como Cortázar, Vila-Matas o Cervantes). Y si el libro es un objeto hedónico (qué duda cabe), ¿hasta qué punto hay que rebajar la dificultad de un texto para que todos los entiendan/disfruten? Esta pregunta es un poco tramposa, es cierto, porque no hay un único lector y cada lectura está determinada y acotada por nuestras propias limitaciones lectoras. Hay quienes, como Dalí, disfrutan de aquello que no entienden.

¿Es la literatura un negocio (Contrato), una mera transacción comercial entre editores y lectores y el escritor un obrero que produce letras frases, libros? Yo estoy con Marcus y creo que la literatura es un arte que no ha de limitarse a agradar al lector sino enfrentarlo a desafíos. Quizá porque para mí lo entretenido es encontrar respuestas no que me las expliquen con condescendencia. Viajar a lugares en los que nunca he estado, como hace Marcus cuando lee a Gaddis. Y para viajar y abrir nuevas rutas estéticas hay que cometer errores: ya conocemos el adagio beckettiano de que hay que aprender a equivocarse y así abrir renovar vías. ¿No es la literatura una introspección a las profundidades de la Tierra más que un viaje turístico por aquellos lugares que ya hemos visitado?

Giráldez, por su parte, nos regala un texto tan exquisito como complejo, una suerte de diálogo en diferido con el texto de Marcus, glosándolo, comentándolo, subrayándolo… También hispanizándolo, con ejemplos de nuestras letras patrias, que al final padecen y han padecido las mismas cuitas literarias que las norteamericanas. En definitiva, y de un modo más subversivo y radica, Giráldez se suma a las tesis de Marcus, con un texto pródigo en citas y neologismos, name-dropping desencadenado y un estilo tan personal, desacralizador y renovado que en sí mismo ya es una defensa del lenguaje experimental, de la libertad creadora y de la literatura como arma de destrucción masiva.

Este libro, como diría Nietzsche no es para nadie y es para todos.

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Saturno

Saturno de Eduardo Halfon en Poemas del alma



Tes Nehuén reseña Saturno, de Eduardo Halfon, en Poemas del alma:

«Saturno», de Eduardo Halfon

Mirar el abismo, entender sus límites, zambullirse en él, como lo expresara César Pavese, es la única forma de salvarse del dolor. Y es eso lo que hace en “Saturno” Eduardo Halfon (Jekyll & Jill). Y nos ofrece un libro en el que, a modo de carta, un narrador destrozado se dirige a su padre e intenta materializar la tristeza, la decepción y el abandono haciendo de toda esa herida literatura. Un libro exquisito, que te va a hacer llorar, porque llorar es lo mejor que sabemos hacer los heridos de muerte.

Saturno, el peor padre de la historia

Lo que realmente me interesaba no era su dinero sino sus palabras. Esta frustración es la que lleva al protagonista a dirigirse a su progenitor. Pero ¿cómo se le habla-escribe a un padre que no ha cumplido con su tarea de protector –o que ha entendido su función de padre únicamente en las tareas de procreación y manutención, dejando a su hijo absolutamente desprotegido en un mundo donde la crueldad y la incomprensión son moneda corriente–? ¿Cómo escribirle a un padre ausente, a quien ni siquiera le puedes reprochar la ausencia, porque te ha enviado reglamentariamente su dinero, te ha dado ropa y comida –es decir, no te ha faltado de nada, como suele decirse, gracias a él–? Con ira, tristeza y un punto de desesperación; porque has carecido de todo, de todo lo que alguna vez entendemos que nos habría hecho falta para crecer como criaturas sanas, libres, fuertes.

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“Saturno” es una larga carta que se asemeja a aquel libro maravilloso de Franz Kafka, “Carta al padre”, en el tono melancólico y la furia a la que nos condena la orfandad. Sin embargo, se levanta con ambición para hacer propia la voz de la tristeza de miles de niños y niñas abandonados. Porque escribir puede salvar del derrumbe y porque, a veces, la ira es lo único que puede mantenerte a salvo. Y aunque esa frase no es mía, la asimilo como si lo fuera.

Saturno, el dios capaz de destruirlo todo, el padre capaz de devorar a sus hijos, el dios reducido a simple mortal por contradecir las promesas de la herencia. Saturno, que no es precisamente el ejemplo de padre en la mitología, es el nombre que escoge Halfon para dar vida a este libro maravilloso. Partimos de esa idea: el peor padre de la mitología (progenitor, por cierto, de un par de dioses y diosas inolvidables) para referirse al propio padre.

Un corazón abierto a (en) la palabra

“Saturno” se trata de una mirada a la tristeza a la que nos condena la falta de padres, pero sobre todo es una mirada a lo que la literatura le debe a infancias infelices, por difícil que resulte mirarlo así. No obstante, no se queda en un discurso simplista. Y aquí creo que reside el carácter más llamativo de este libro: el discurso es desordenado, lleno de palabras que parecen tacharse o anularse entre sí. Así no es difícil comprender que se trata de un personaje cuyo sistema emocional es caótico, lleno de heridas y dudas. En este punto, la forma en la que hilvana su discurso Halfon me parece alucinante, porque te atrapa desde la primera línea y te lleva por un viaje a través de los suicidas y los huérfanos de la historia de la literatura.

Y quiero hablar especialmente de su estética, porque el editor, Víctor Gomollón, ha sabido construir una obra de arte fascinante. Creo que la lectura se disfruta mucho más gracias al material que lo acompaña. Se trata de una edición delicada, pequeña y oscura como una brasa, como el corazón en cenizas del narrador. Un objeto-libro exquisitoque sirve para demostrar que una buena encuadernación (escogida especialmente teniendo en cuenta el contenido) hace muchísimo en cuanto al resultado final de cada libro. Gomollón en Jekill & Jill está todo el rato dándonos pruebas de ello, como casi nadie.

 

Todas las voces de los huérfanos

Vachel Lindsay, Horacio Quiroga, Sylvia Plath, Assia Wevill, Paul Celan, Virginia Woolf. Huérfanos o hijos de padres ausentes o exigentes, que para el caso es lo mismo: carentes del amor paternal que dice la psicología puede ayudarnos a desarrollar una autoestima saludable y una vida feliz. Halfon construye un discurso escogiendo a un personaje desquiciado que se apoya en todos ellos para hilar su propia historia, para hablar con su padre y demostrarle que toda esa violencia que surge al pensarlo o hablarle no sólo no es gratuita sino que ni siquiera es responsabilidad suya. Podemos extraer así de esta lectura una tesis sobre lo que la literatura le debe a la orfandad y sobre lo mucho y poco que salva el descubrimiento de un método que sirva para canalizar ese corazón lleno de heridas, cenizas de un amor que debió suceder pero no tuvo tiempo ni lugar.

El libro parte con aquella cita de Pavese que dice que la única forma de salvarse del abismo es mirarlo, sondearlo, bajar hasta sus cimientos y abrazarlo. César Pavese, sin embargo, fue otro de los huérfanos que encontró la paz en el suicidio: murió de sobredosis a los cuarenta y dos años.

dice Halfon, en este monólogo que se abraza a la orfandad y que funciona como una plegaria contra el abandono, como una prueba irreductible de lo que el abandono nos hace. El hueco de infancia que ha dado vida a las mejores letras de la literatura, fue también el responsable de muertes catastróficas, de vidas solitarias en las que la frustración del beso y el abrazo no recibido latió como un corazón dormido, siempre dispuesto a despertarse con el beso del príncipe.

Hay que dejarse besar por la mirada de Halfon para reconstruir el sentimiento y nadar hacia la luz a través de sus letras, y de las voces de los huérfanos de la literatura.

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El jardinero, un apunte rápido



Paco Baños García escribe sobre El jardinero, de Alejandro Hermosilla:

EL JARDINERO. Alejandro Hermosilla. Jekyll & Jill, 2018
Un apunte rápidoeljardinero-coverok

El jardinero es una maravillosa metáfora que Alejandro Hermosilla compone como un extenso monólogo, una narración en espiral que asciende sin tregua, sin concesiones hasta ese paroxismo final de sexo y violencia con el que llena las últimas páginas.
Narrada como un monólogo o como una sucesión de entradas en un diario personal en el que se anotaran ideas, sueños, acontecimientos del día y recuerdos, la novela consigue trasmitir sensaciones de angustia, de odio, violencia, perturbación, alucinación, desasosiego, miedo, horror, locura, deseo… de una manera prodigiosa, como por encantamiento. Y es, probablemente, por la brillante utilización de recursos narrativos como la repetición expresiva, o la misma mezcla de elementos oníricos y alucinados con elementos reales, o la utilización de la violencia y el erotismo, por lo que consigue tan fácilmente atrapar al lector a pesar de no hacer concesiones, de no dar tregua.
El castillo, el condado, las aldeas, las relaciones entre los señores del castillo y sus siervos me ha traído a la memoria aquel magistral ‘Titus Groan’ que Mervyn Peake publicó en 1946 y que pertenece a la saga ‘Gormengast’ y en la irrupción del jardinero en la vida de los habitantes del castillo en la obra de Hermosilla he creído ver rasgos de aquel joven Pirañavelo el ambicioso pinche de cocina del gran castillo de Gormengast.

Vicente Luis Mora reseña Por qué la literatura experimental…

Vicente Luis Mora dedica un excelente artículo a Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez‘:

El antilector

Buena parte de las lecturas son antilecturas. El propio ejercicio de la lectura es a veces un ejercicio de respuesta o de resistencia, porque los libros acaban generando anticuerpos contra otras clases de libros. Cuanto mayor es la experiencia de un lector, más crece en él el placer de leer a la contra, y la razón es que el paso de los años disminuye la probabilidad de engañarlo o seducirlo. E incluso la antilectura aparece cuando la persona que lee se encuentra en formación: la antropóloga Michèle Petit recordaba que “si bien muchos adolescentes leen estimulados por el deseo de sus padres, hay otros que se vuelven lectores ‘en contra’ de su familia, y encuentran en esta actividad un punto de apoyo decisivo para desarrollar su singularidad”[1]. Esa actividad opositora puede darse asimismo en las lecturas que propician o dan lugar a la escritura de otros libros, como los antilibros mencionados por Novalis, que para Jorge Luis Borges constituían una especie de género tan ficticio como comprobable. El lector constante es siempre un antilector, un lector en guardia; tanto contra las normas o costumbres que le disuaden de leer (la costumbre, incluso para el Código Civil, es una ley consuetudinaria), como contra los libros que lee, esos textos que suscitan su inmediata respuesta, su contradicción antagónica. Buena parte de la escritura es una Antagonía.

Lo que sigue no es una reseña, sino una noticia, o bien una reflexión ilustrada, si ustedes quieren. Por varios motivos: el primero es que este libro es difícil hasta de citar. Creo que la cita filológica exacta sería:

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Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez, Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos Pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez. Zaragoza: Jekyll & Jill, 2018.

Pero tampoco estoy muy seguro, admito recomendaciones. A la dificultad del título se añade otro problema: el libro parece ser de Ben Marcus, con un “añadido” de Martín Giráldez, pero tal cosa no es cierta. Si he contado bien, Martín Giráldez firma 4 páginas más que las firmadas por Marcus; ese sería el primer indicio de puntualización. El segundo es que la traducción al castellano de los dos pequeños textos de Marcus es obra del propio Martín Giráldez. Tales indicios nos animan a pensar que estamos ante un libro, o más bien un proyecto, de Martín Giráldez, al que ha querido sumarse generosa y bienhumoradamente Ben Marcus, cediendo sus dos artículos, uno contra la idea de literatura de Jonathan Franzen y otro irónico contra sí mismo (“He escrito un libro malo”, pp. 141-148.

La segunda razón para no reseñar es que no tiene mucho sentido elaborar una recensión sobre un libro conformado por dos o tres poéticas, entendiendo por tal término la explicación argumentada que hace un escritor de su estética; poética que Marcus hace por oposición (en una antilectura de Franzen), y Martín Giráldez a partir de una antipatía histórica: la espesa y polémica dialéctica entre naturalismo y retoricismo, dos lecturas antagónicas del concepto literatura que, como él mismo explica en su proceloso y argumentado escrito central, “Pinitos en pedantería”, están siempre presentes en el campo literario, mutando de terminologías y aspecto de época en época, sin terminar de resolverse nunca. Como muestra un botón: mientras releo este libro de Marcus y Martín Giráldez, que defiende una estética fuerte y estilísticamente compleja, aparece un artículo de Beatriz Sarlo en Babelia sobre William Carlos Williams, donde se defiende una “retórica en grado cero”. Y así vamos pasando los siglos.

Martín Giráldez hace en sus “Pinitos en pedantería” un escrito que parece el cruce de una sátira de Juvenal con un artículo académico de literatura comparada, y cada quien tendrá sus reservas —yo las tengo— sobre sus ideas, planteamientos y pareceres, pero hay que saludar encomiásticamente la aparición de un texto de ideas literarias firmado por un escritor, bien escrito y argumentado, que aparece gracias a la cada vez más indispensable Jekyll&Jill en un panorama intelectual escasamente intelectual, donde el armazón estético de la mayoría de los escritores actuales nunca se expone, limitándose a parciales y estratégicos brochazos puntualísimos en entrevistas, redes sociales o actos públicos. Se esté de acuerdo o no con Martín Giráldez, la generosidad de su mostración, su arrojo y su panoplia de lecturas merecen, pura y simplemente, la rendición (condicional) y el aplauso.

El texto de Ben Marcus no precisa comentario, porque es un texto autocomentado y porque sería baladí describir un acontecimiento, el del desarrollo de sus ideas, que nadie va a hacer mejor que el propio Marcus. Hay que leerlo y disfrutarlo; su sana indignación —contra un libelo de Jonathan Franzen que éste lanzase contra la literatura de riesgo— y su inteligencia —la de Marcus— me han recordado a otro festín propiciado por el mismo estropicio: el artículo de Cynthia Ozick, “Blues de la alta cultura” (Metáfora y memoria. Ensayos reunidos; Mardulce, Buenos Aires, 2016), no menos delicioso que el de Marcus, aunque quizá menos contundente, porque la exposición corrosiva y archirretorizada de Marcus se impone por sí misma frente a la pobreza conceptual y la mediocridad expositiva de Franzen.

Hay que leer este libro de Marcus y Martín Giráldez porque es un libro a la contra. Ni más ni menos. Un libro que va de frente contra muchas inercias literarias, industriales y lectoras, señalando el lugar de la oposición —una cantina oscura, recóndita y llena de libros raros en la que son habituales los lectores de este blog, entre otros—. No es este el momento —todavía— de hablar de qué sería en nuestros días la vanguardia, ese término tan connotado y a la vez deconstruido que ya perdió todo sentido reconocible. Pero una de sus muchas dimensiones sería la del anti, la del antagonismo, la oposición, la antinomia y la adversatividad. Una oposición frontal al estado de cosas (en lo literario y en algunos casos también en lo social), es decir: lo antitético al anticuario. Haroldo de Campos definió como “antilibro” el Serafim Ponte Grande (1934) de Oswald de Andrade, una prosa experimental, exploratoria y multigenérica. Apollinaire firmó un manifiesto titulado L’Antitradition futuriste (29 de junio de 1913). Tendríamos el Libro del desasosiego de Pessoa, categorizado por Richard Zenith para la edición portuguesa de Assírio & Alvim (1998) como “anti-libro”, y se sumarían con gozo los Antipoemas (1954) de Nicanor Parra y los Textos y antitextos (1970) de Fernando Millán. Y añadamos el concepto de antinovela, de numerosa bibliografía[2], por lo que mencionaremos uno solo de sus ejemplos, la Rayuela de Cortázar. Y aunque Rayuela no es el modelo —al menos no el mío, quiero decir— de lo que sería una vanguardia actual, no está de más recordar, como hizo Alan Pauls en su momento, que el propio Cortázar definió su obra en una carta como “una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género (…) Quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar al laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas”[3]. En efecto, una novela experimental debería ser un laboratorio de la novela y de la lectura y antilectura de novelas, un lugar dedicado a la práctica del ensayo-error interminable donde el autor pone a prueba otras formas y semánticas (innovación), o las mismas formas y semánticas con otras combinaciones o desde otras perspectivas (experimentación), en aras de abrir —y abrirse— puertas expresivas, para que el cansino fin de la novela sea sólo el fin de quienes dejaron de leerla.

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[1] Michèle Petit, Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura. México D.F.: Fondo de Cultura Económica 1999, p. 149. Traducción de Rafael Segovia y Diana Luz Sánchez.

[2] Ver un resumen bibliográfico en M.ª Ángeles Chaparro Domínguez, “El concepto de novela y antinovela en La varona. Antinovela, de Francisco Contreras Pazo (1975)”, Lectura y signo, n.º 8, vol. 1, 2013, con aproximaciones de Sarraute, Sartre, William Gass o John Barth, entre otros.

También se puede leer el artículo de Juan Goytisolo “Las antinovelas”, en Babelia de 01/12/2014: https://elpais.com/cultura/2014/11/27/babelia/1417090781_192501.html.

[3] J. Cortázar, carta a Juan Bernabé citada en Alan Pauls, “¿Qué hacer con la gente vulgar?”, Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 772, octubre 2014, p. 5.

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Por qué la literatura experimental… en El Plural

Israel Paredes reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, en El Plural:

Ensayo sobre la literatura experimental y la narrativa

‘Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos’, de Ben Marcus, editado por Jekyll & Jill

Para el número 2002 de The New Yorker, el escritor Jonathan Franzen, autor de Las correcciones y Libertad, publicó el artículo ‘Mr. Difficult: William Gaddis and the Problem of Hard-to-Read-Books’. En él, el escritor norteamericano cuestionaba cierta literatura, de índole experimental, como elitista en cuanto la supuesta dificultad que impone al lector a la hora de adentrarse en sus páginas y comprender tanto el texto como sus posibles subtextos. Gaddis se convierte en el blanco de las críticas de Franzen que, por supuesto, antepone un modelo de literatura narrativa que él mismo representa, al menos, en su obra posterior a Las correcciones: como Ben Marcus recuerda en su texto, Franzen comenzó como escritor, precisamente, con modelos más experimentales sin tener demasiada repercusión.

Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, editado por Jekyll & Jill, recupera el texto que da nombre al libro y que Marcus publicó en el número de octubre de 2005 en Harper’s Magazine. Lo completa, cerrando el libro, He escrito un libro malo, que Marcus publica en la edición digital de McSweeney’s, el 14 de marzo de 2002, y un intersuelto a cargo de Rubén Martín Giráldez, quien recupera algunas otras colisiones entre escritores en términos similares a los que se plantean entre Franzen y Marcus.

El texto de Marcus, brillante, no se trata de una simple contestación a Franzen, sino una recapacitada reflexión sobre la dicotomía entre cierta idea de realismo narrativo y experimentación. “La idea de que la realidad sólo puede ser representada por cierto tipo de atención narrativa es un argumento desesperado implantado por los propios realistas, que parecen haber decidido que cualquier desvío de su enfoque de probadísima eficacia a la hora de representar las vidas y las mentes de las personas supondría correr un riesgo” (págs. 21-22), comenta Marcus al poner en relieve la posibilidad de que desde otras formas narrativas se puede representar literariamente la realidad con el mismo, o parecido, compromiso con lo real. No se trata tan solo de describir lo real con precisión y reconocimiento de que aquello que se lee reproduce nuestro mundo, sino de dar forma a este desde lo literario.

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Marcus, en momento alguno, plantea que la narración más convencional se encuentre en crisis como vehículo para la ficción, pero sí plantea el enriquecimiento cultural y literario gracias a la convivencia de otras formas de escritura más experimentales, que juegan con las armas de la literatura como lo pueden hacer otras artes. Por ejemplo, la pintura figurativa y la abstracta. Para Marcus lo experimental es otro camino para la comprensión de lo real y no solo, como propone Franzen, juegos estilísticos incomprensibles, escrituras onanistas sin más fondo que su propia ejecución.

Pero sí cuestiona aquello que anida, convenientemente, en el texto de Franzen. Por un lado, el uso de una reflexión para asentar su modelo creativo como único, como popular, como aquel que es leído por los lectores que encuentran en autores como Gaddis o el propio Marcus, escritores difíciles. Para Marcus, y con razón, la postura de Franzen sí es elitista en el momento en que decide qué puede o qué no comprender el lector, considerando que a este se le debe entregar textos organizados desde unos postulados literarios reconocibles, cómodos, que creen familiaridad y menos exigencia. De esta manera, Franzen expone qué se debe escribir y, por tanto, qué se debe leer. Postura, para Marcus, desde luego peligrosa dada la posición que ocupa Franzen y dado el sistema editorial y de marcado actual. Así, en sus últimos párrafos, Marcus concluye: “A lo mejor la literatura consiste en luchar por la supervivencia ahora que los poderosos expertos han declarado un alto al progreso artístico por considerarlo pretencioso, alienante y malo para el negocio” (pág. 65).

En definitiva, un texto relevante más allá de sus dos protagonistas en cuanto a lo que puede proponer al lector para reflexionar sobre ciertas coartas culturales, sobre la necesidad de no encapsular la creación en etiquetas, sobre lo imperante que resulta recuperar, si todavía es posible, la literatura como terreno, incluso desde lo narrativo más convencional, para el experimento, para buscar otras formas de expresión que relaten y narren la realidad.

En Mis pinitos en pedantería, Rubén Martín Giráldez, propone un repaso a precedentes tanto españoles como internacionales a la polémica Franzen-Marcus, mostrando que, en verdad, estamos ante un caso para nada novedoso y que recorre la historia de la literatura de manera transversal. Lo cual nos hace pensar que, quizá, estemos ante una problemática de difícil, puede que imposible, resolución. Y que, bien asimilada, incluso, puede verse como motor dinámico para impulsar distintas formas de creación que creen un ecosistema literario rico en propuestas. Salvo que las posiciones tengan un mero componente comercial y de mercado.

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Adrià Pujol escriu sobre el llibre Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición…

La Llançà

 

Adrià Pujol escriu sobre el llibre Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, seguido de Unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, a  el diari cultural de El Nacional:

He xalat com un senglar al fang tot llegint el petit assaig que, agafeu aire, es titula Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus (Jekyll & Jill, acabat de sortir del forn). Traduït pel cerdanyolenc (com sona) Rubén Martín Giráldez, un altre escriptor que de propina es marca un epíleg titulat Pinitos en pedanteria, tan llarg com l’original i, de tan sucós com és, us el recomano amb el fervor del devot sense ulls.

 Posem-nos en situació, de manera per força sumària. L’any 2002 l’escriptor-gegant Jonathan Franzen publicava un article-assaig a The New Yorker, titulat Mr. Difficult: William Gaddis and the problem of hard-to-read books. Alarmat pel paper cada vegada més desinflat de la novel·la realista en el manglar del consum cultural, Franzen carregava contra el suposat esnobisme de la literatura difícil, o experimental, o irrealista, del seu antic ídol, l’escriptor William Gaddis. Els afeccionats a la psicologia literària també hi van veure un intent desesperat per espolsar-se de les espatlles la pols del cadàver del seu amic David Foster Wallace. En resum: Franzen veia una petulància vasectomitzadora i una manca de consciència gremial, i sobretot una deslleialtat envers el lector, en aquelles obres feixugues, pynchonianes, de mal demble i de mil pàgines, que tanta fortuna han fet als USA de la mort de Joyce ençà i que tant agraden a Harold Bloom. També segons Franzen, vivim en l’era de l’entreteniment i si la novel·la (el llibre) vol competir en aquest camp, amb les pel·lícules, els videojocs i la televisió escombraria, no té més remei que fer-se conservadora i convencional, tornar als grans motlles de Tolstoi i Flaubert i Nabokov i altres monstres. Enllà d’això, Franzen apuntava que hi ha dos models de novel·la (o de literatura) des dels quals escriure. El Model d’Estat (o Estatus) acotxa les obres escrites pels genis impermeables, de vegades obscurs i una mica pedants, que suen del lector com quan el gat es desentén del ratolí mort, però que en el fons acaben fent part del cànon estès, a còpia de mestratge i del buldòzer autoritari de l’artista consagrat. El Model del Contracte, en canvi, engloba escriptors que es deuen als seus lectors, ja siguin dos i mig, ja siguin un estol ingent que fa cua quilomètrica el dia de les signatures. No li faltava raó, tanmateix a Frazen, però li sobraven retrets, perquè venia a dir que si els escriptors volien salvar la literatura (o la novel·la) havien de remar pel Contracte i deixar-se de l’Estatus –enllà que també insinués que al lector l’últim que se li ha de demanar és l’esforç de la lectura.

L’any 2005 Ben Marcus publicava la rèplica a Franzen, al Harper’s Magazine, ara traduïda i ampliada, us deia, per Martín Giráldez. Marcus, sorneguer amb guant de seda, li diu a Franzen que la literatura experimental (quin altre bateig, per cert) no competeix amb la literatura convencional. El problema de fons, rebla, és que tan l’una com l’altra s’han de fer amb rigor, carregats els escriptors d’ambició i d’alegria artística. Que Franzen, remata Marcus, aspiri a ser, de fet ho és, un súper-vendes al guinyol de l’entreteniment de masses, és legítim i és positivament amè. Però que ho sigui contra els llibres titllats de difícils és ridícul. Marcus, i Martín Giráldez n’és un exemple, defensa els escriptors que treballen amb el llenguatge, que trastoquen la càbala dels mots per afillar experiències lectores diferents. Si bé és veritat que la jovenalla, una part, s’apunta al frasisme i a la retòrica borratxa de si mateixa, això no treu que no sigui una base d’operacions per fer alguna cosa de profit. I la novel·la convencional no ha de patir per aquests gambirots, sempre que sigui feta des del rigor, l’esforç, tot allò.

Temptat, doncs, de portar aquest debat, tan americà, de mercat tan gros, a Catalunya, i subratllat l’epíleg de Martín Giráldez, que trasllada amb esveltesa la dissensió i la calca a la tradició castellana, he pensat coses. He pensat que la Marina Porras hauria afinat més el seu article de crítica cultural sobre el llibre no-llegit del Toni Soler, un autor que de manera clara aposta pel Contracte en la seva variant més diàfana i que vendrà més llibres que no pas alpinistes han mort escalant l’Everest, lluny de si l’obra, jo no en dubto, i la Marina Porras tampoc, està treballada i té mèrit. També he pensat que Marta Rojals i Melcior Comes, que també aposten pel Contracte, ens acaben d’oferir dues novel·les convencionals, treballades a pic i pala, poc experimentals, més clàssiques que els panellets de Tots Sants, i malauradament eclipsades pels focs d’artifici, d’una banda, dels que es dediquen a marejar la perdiu retòrica i, per l’altra, per les prebendes dels mediàtics com Víctor Amela, Lluís Llach, Pilar Rahola i Alfred Bosch, autors d’una novel·lística medusomental, estovada i flàccida a la manera d’una gelatina innòcua, insípida i de marca blanca. He pensat queMax Besora i Josep Pedrals no fan ombra ni a Eva Baltasar ni a Marta Orriols, i que Gàlvez Casellas i Raül Garrigasait, cadascun per on l’enfila, conviuen en un sistema literari petit, xiroi, i de provada supervivència.

Dit d’una altra manera, de moment sembla que no ens podem permetre el luxe de contemplar franzens i marcus a l’aranya i estiracabells, però, si més no, entre els com si diguéssim nounats celebrem la iconoclàstia de Martín Giráldez, la circumspecció de Tina Vallès, la urbanitat catacúmbica de Martí Sales, la violència treballada de Jordi Dausà i l’intrauterisme fulminant d’Anna Carreras, la fredor intel·ligent de Víctor Garcia Tur i la contenció hermenèutica de Joan Todó, les pagèsiques sociològiques de Llucia Ramis i les peruchades de Damià Bardera. Tot arribarà.

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Entrevista a Rubén Martín Giráldez en The Objetive



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Anna María Iglesia entrevista a Rubén Martín Giráldez con motivo de la publicación de Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, seguido de Unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, en The Objetive:

Rubén Martín Giráldez: «Hasta qué punto se puede respetar a un escritor que se abstiene de escribir algo porque no toca»

¿Cómo definir Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, seguido de Unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez? Hay momentos en que una debe reconocer su incapacidad de resumir este brillante, paródico y crítico diálogo entre Marcus y Martín Giráldez, entre dos autores que provenientes de campos literarios distintos proponen ¿un ensayo? ¿un panfleto político? ¿una diatriba literaria? De lo que no hay dudas es que reflexionan sobre el lenguaje literario, sobre la literatura como obra compleja -¿quién dijo que leer tenía que ser un mero y fácil pasatiempo?- y como ambición.

“Mis pinitos en pedantería” puede leerse como una apostilla, como un comentario al texto de Marcus, pero también se puede leer como un complemento al proyecto literario Magistral, con la diferencia de que aquí quien habla eres tú y no un narrador.

Lo veo como parte de un currículum del que también formarían parte traducciones como ¡Despidan a esos desgraciados!, de Jack Green, el libro bilingüe con Adrià Pujol Cruells El fill del corrector|Arre, arre, corrector publicado hace unos meses por Hurtado & Ortega y otros asuntos que se trae entre manos Víctor Gomollón, el editor de Jekyll & Jill. Es mi manera de entender la autoficción o como queramos llamarlo. Faltan los diarios, para darle unidad a todo eso (la unidad igual es otra categoría de ésas que nos imponemos un poco automáticamente, ahora que lo pienso), todo se andará.

Cuando te entrevisté con ocasión de Magistral me comentaste: “El juego de palabras te lleva al concepto, te lleva a decir lo que quieres decir y a definirte como autor”. Estas palabras bien podríamos aplicarla a “Mis pinitos en pedantería”.

Creo que ya por entonces andaba picoteando los varios libros de ensayos de Gass, pero él lo decía mil veces mejor, claro (y eso que lo dijo de varias maneras, todas certeras): “Hasta el hecho de anotar estas pocas líneas me hace consciente de un ritmo emergente, un patrón de repeticiones, y en consecuencia de una atención a lo escrito que medirá qué escribir, como si las primerísimas palabras fuesen semillas en las que ya se prefigura la planta que será […] las ortigas que formarán, las alergias que terminarán exacerbando. Es decir: la oración busca su forma satisfactoria”. Imagino que en este panfletito, a diferencia de Magistral, opto por no manipular apenas al lector y plantear la relación técnica/naturalidad y las alergias que suscita, tomando como punto de partida el texto principal, que es el de Marcus.

Volviendo a la primera pregunta, ¿hasta qué punto suscribes lo afirmado por Samuel R. Delany: “no existe el contenido, sino el estilo”?

Pues tiene su dosis de boutade y despropósito, necesaria para lograr el objetivo primero de cualquier diálogo: la seducción (¿y la comunicación?, ¡la comunicación luego, cuando te acabes la seducción!), y eso al final casi confirma la sentencia y la hace verdad: la forma ha hecho aflorar el contenido. No lo sé, me hace pensar en el término bodacious, mezcla de bold y audacious. Pero soy consciente de que ésta es una pregunta de fácil (y múltiple) respuesta para los entendidos. En realidad, Mis pinitosaprende, avanza, recula y se equivoca obscenamente en público. No llego a conclusiones firmes y, si las hay, es probable que no las suscriba dentro de cinco años. Sería pavoroso no cambiar de opinión, por otra parte.

Dice Guyotat, tal y como citas en tu texto: “Cuando escribo, tengo la totalidad de la lengua francesa en el oído”. ¿Le pasa lo mismo a Rubén Martín Giráldez?

Qué más quisiera yo. No, mis conocimientos son muy limitados, olvido lo que leo y aprendo despacio. Me resultaría muy útil y hasta agradable ser un intelectual o ser capaz de hablar con solvencia de la materia que me interesa, pero el caso es que mi cerebro no funciona así. Me he criado entre nativos de un idioma humano para el que todavía hoy a los cuarenta años no he adquirido ni fluidez ni liquidez. Lo que sé o lo que creo saber lo sé durante un rato y si no lo escribo se disipa.

Eduardo Lago sostiene que Franzen representa “una manera de abordar la creación artística que tiene en cuenta las exigencias del mercado, cuya influencia sobre la creación literaria es peligrosamente decisiva”. Marcus añade un duro ataque al Franzen crítico literario. ¿Ambas críticas responden a la misma lógica?

En los dos casos es un Franzen que tiene como interlocutor mental a un lector a quien considera menos inteligente que él. Ahora nos da la sensación de que siempre nos ha querido hacer pasar el forraje por caviar, pero fíjate que hace unos años nuestra percepción (o la realidad) era la opuesta, incluso para el mismo Eduardo Lago, que decía de Las correcciones: “Lo fascinante del caso es que la buscaban porque estaban deseosos de aceptar el reto que les planteaba su lectura. Para cientos de miles de hombres y mujeres, enfrentarse a un libro así suponía la posibilidad de reencontrarse con algo que los nuevos tiempos parecían haber borrado de su horizonte vital: la buena literatura”.

El dilema Franzen-Marcus o Franzen-Escuela de la dificultad tiene un precedente en la diatriba John Gardner-William H. Gass. ¿Qué está verdaderamente en juego, sobre todo para Gardner y Franzen, una manera de hacer literatura o la ocupación de un lugar de privilegio en el espacio literario-editorial?

Diría que en el caso de estos dos autores había más honestidad literaria (aunque Gardner se recreaba un poco o mucho en sus desdenes) que en el caso de los franzens y franzenas. Seguramente, el que está en el lugar del califa después de no haber sido califa es más ansias que el que quiere ser califa en lugar del califa. Hay que ser comprensivos con los nuevos pontificadores y darles un margen para que lleguen a ser viejos pontificadores, piensa que van a dedicar toda su carrera a vetar la sucesión a su puesto. Tiene que ser agotador. Dicho esto, yo he disfrutado bastante con los ensayos de Franzen. Por otra parte, cabe preguntarse si esa honestidad grialesca ideal de quien busca el arte sacrificando la aceptación no tiene una parte de pura vanidad.

En este sentido, como tú mismo apuntas, ¿se confunde la pontificación (¿de la crítica y de la academia o también del mercado?) con la pertinencia?

Mi parte en el libro tiene que ver más con el género de la confesión que con el de la denuncia. Me propongo recitar mi bagaje para vergüenza pública, para no poder volver a echar mano de él sin que me pillen en falta. En el punto que comentas me pregunto si la solemnidad que proverbialmente atribuían los herméticos a su vocación no la ha usurpado hoy el escritor de oficio y tramita, mientras que el escritor de la tradición rival, el retórico, se percibe y se reseña como una especie de malabarista. Cuidado que me cito: “autores antiestetas y antiintelectualistas que empiezan a ser identificados por los lectores y por la crítica como abanderados de una literatura original o ambiciosa”.

¿El elitismo literario ya no tiene que ver con una defensa de una supuesta alta literatura sino con una defensa de una literatura que abra las puertas al estatus dentro del campo editorial, periodístico o académico?

Según el ensayito de Marcus, el elitismo literario no defiende la alta literatura sino que acuña y decide qué es alta literatura. Por lo tanto, por definición, las escritoras y escritores al margen, subversivos cada uno en función de sus capacidades e intereses (claro), no pueden conformar una élite. Pero tampoco vamos a darle tintes legendarios, simplemente cuesta más convencer a una editorial con un libro escrito en una lengua inhabitual. Se entiende. Si la editorial supiese convertir lo desafiante en comercial no dudaría, pero el noventa por ciento de la crítica hablará de malabares y “artefacto literario” (que me perdonen los usuarios de la fórmula). Recuerdo que Adrià Pujol describió El fill del corrector como «un libro extraño, un libro de leer».

En el “prolologuito” de El fill del corrector afirmas que “una época distinta exige no solamente palabras distintas, sino también pensamientos distintos”. ¿Hasta qué punto estas palabras define tu proyecto literario?

No del todo, porque el “prologuito” es una serie de retales de Feijoo, D’Ablancourt, Chapelain y hasta Deleuze, más bien una broma para introducir el tema de la belle infidèle de un zurdazo.

Si El fill del corrector es una “meditación sobre la idea misma de narración en traducción”, ¿podemos decir que el texto de Marcus y el tuyo son una meditación sobre la idea misma de narración y que ambos libros son un diálogo, dos textos que, en realidad, son uno que ensayan sobre la narración y su lenguaje?

Seguramente esa sensación se debe a que el intersueltito, en origen, tenía que ser una breve entrevista a Marcus que quedó en el aire por falta de tiempo. De manera que, sí, algunas de las interrogaciones que se dejan caer van dirigidas a él y ahora se trasladan al lector o a mí mismo, que en este texto en concreto prácticamente somos la misma persona.

“La industria literaria pasa por demasiados apuros económicos como para conceder un premio tremendamente visible a un libro ignoto y poco reseñado que es más lírico que narrativo, más cerebral que sentimental”, escribe Marcus. Y tú te preguntas “cómo se presenta una obra de literatura criada fuera de la convención” a un público general, ¿cabría preguntarse cómo presentar dicha obra a un sistema que castiga la ambición literaria?

Me da que la única posibilidad de prevalecer por un rato (en una mesa de novedades, en unas pocas mentes, en unas pocas reseñas) es aprovechar la ventana de un posible raro literario exigible por cuota. Imagino que los puestos necesarios son escasísimos y, de hecho, decir necesarios ya es exagerar, supongo que hablamos más bien de un poco de sal comercial… Y luego intuyo que raro es mejor que ambicioso, porque lo primero se puede ser sin lo segundo. No lo tengo claro, ya digo que me parece que todo es una cuestión de manipular percepciones: si se pudiese o interesase vender lo no convencional, el periodista es el primero que agradece que facilites un titular potente, y lo mismo la editorial, si le das pie a redactar un texto de contra atractivo. Y de nuevo es una falacia, porque lo convencional es el oxígeno y lo no convencional el dióxido de carbono, se van intercambiando el puesto.

Antes hablábamos del precedente norteamericano del debate Franzen-Marcus, ¿podríamos decir que, en parte, su versión española sería Montero-Benet -aunque habría que citar también a Ferlosio-, poniendo el acento en el realismo?

Bueno, mi excursito en principio se centraba en una sección que llamé «querulomanía ibérica» y que trataba las pendencias entre autores, pero acababa quedándose en el chascarrillo. Fue Eloy Fernández Porta quien me dio la referencia del debate entre Montero y Benet, que me pareció que servía para justificar un poco por qué le dábamos un texto norteamericano de 2005 al lector de 2018… un contexto.

Me gustaría preguntarte sobre la llamada “tradición rival”, donde conceptos como “vanguardia” o “experimentación” se han pervertido en nombre de una condena de la “pirotecnia verbal”.

Pues ahí me parece que sólo puedo citar el parrafito de Sukenick, que yo diría que es aplicable para los restos: «No escribo con una intención de vanguardia, y desde luego no escribo con una intención experimental, y desde luego no escribo con una intención alternativa. La cosa viene de una tradición rival, mucho más antigua y mayor que la tradición de la novela realista, que no comenzó hasta el siglo xviii. En cambio, estaotra tradición podemos situarla si nos remontamos a la épica, a Ovidio, a Rabelais, e incluso a los inicios de la tradición realista, a Laurence Sterne, y a Diderot, etcétera. […] Por un lado, la tradición de la lógica, que tiene que ver con el creciente predominio de la lengua escrita. Por el otro, la tradición de los retóricos, que es antitética, autocontradictoria y voluble. No la llamaría antilógica, exactamente, pero no presenta la misma lógica silogística basada en ideas filosóficas y definiciones. Es una especie de inteligencia improvisacional basada en cómo pensamos y hablamos más que en cómo leemos».

“Lo difícil es cuando las narrativas están todas cortadas por el mismo viejo patrón. Eso sí que es malo para la literatura y tal vez por eso la literatura lucha por sobrevivir, porque se confunde el compromiso con la ambición, y uno prefiere unirse al grupo a mantenerse al margen”, escribe Marcus. La literatura española, ¿ha preferido unirse al grupo? ¿El auge de la autoficción o de determinados géneros es ejemplo de ello?

No creo que arrimar ascuas y sardinas sea un signo de los tiempos sino un signo humano. Habrá libros que se escriban porque te lo pide el cuerpo y otros porque te lo pide el corpus, pero también, de vez en cuando, debe de darse el caso de que coincidan las dos intenciones, digo yo. Existe una literatura acertada, correcta, sin duda. Hay que preguntarse quién quiere hacer, leer o fijar una literatura correcta, adecuada. Y para qué sirve. Quién vela por ello y con qué intenciones. Particularmente, a mí la autoficción me parece un terreno riquísimo que ni mucho menos ha dado ya todo lo que tiene que dar. Conviene hacer con eso algo un poco inimaginable, digamos. Tampoco tengo la sensación de que sea una moda, yo no creo que hubiese nacido cuando se empezó a hacer. Me da, más bien, que está de moda decir que la autoficción, lo memorialístico o el diario de escritor se mueren, quizás en espera del revival de la muerte de la novela. Lo que sí parece es que hay un cansancio general con ese género. Pues barbecho. Creo que Marcus viene a decir esto mismo, que no sabe hasta qué punto respeta a un escritor que se abstiene de escribir algo porque no toca.

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Entrevista a Alejandro Hermosilla en La Verdad

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Foto: ©Javier Alcaraz

Minerva Piñero entrevista a Alejandro Hermosilla en el diario La verdad con motivo de la publicación de su novela El jardinero.

«La sociedad ha creado un confort que lleva al odio»

MINERVA PIÑERO

Un precipicio narrativo; una colilla literaria; el lienzo del egoísmo contemporáneo. Son algunos de los términos que describen a ‘El jardinero’ (Jekyll&Jill, 2018), el último libro publicado por Alejandro Hermosilla (Cartagena, 1974), quien se recuerda con un lápiz en la mano con tan solo cinco años, «desde que tengo uso de conciencia. Puede que incluso mi madre conserve ese primer cuaderno». Doctor en Literatura Comparada por la Universidad de Murcia, actualmente reside y forja sus historias en La Manga, después de haber vivido en México durante seis años.

-¿Cómo es el jardinero que da nombre a su obra?

-Todos hemos querido matar a alguien en un momento determinado. Es una expresión, un símbolo, como si esa sensación de querer matar a alguien no se quedara durante un segundo, sino que se extendiera en el tiempo y se convirtiese en tu archienemigo. Es una metáfora de lo que odiamos en el mundo; una novela sobre el odio. El jardinero existe y no existe al mismo tiempo.

 -¿Dónde sitúa la novela?

-En un castillo gobernado por nobles, en un condado, en un tiempo indeterminado. Creo que los grandes libros deben servir para todas las épocas. Quería hacer un libro que se pudiera leer dentro de cincuenta años con la misma intensidad que ahora. Pensé que era una especie de Edad Media, aunque mi editor me dijo que él lo veía más parecido al siglo XVIII. Es un condado con estructuras medievales; la obra se desarrolla en los años posteriores o anteriores a la Revolución Francesa.

el jardinerocover.indd-¿Con qué historia se encuentra el lector?

-Con una historia violenta, atractiva, morbosa, extrema. Un conde y un jardinero luchan a muerte. Ellos pueden ser la representación de la nobleza contra el pueblo, una metáfora del odio que sienten ambos bandos. Y como en el fondo son iguales, nobleza y pueblo tienen el mismo rostro. Son idénticos en su odio. A veces sucede que el pueblo llega al poder y se comporta como el tirano. El odio une tanto como el amor.

-¿Cuál es su mensaje?

-Si realmente lo supiera, no habría escrito el libro. Las novelas tienen que superar a los propios escritores: temo a quienes controlan sus libros. Lo que intento con la obra es trabajar el sentimiento del odio, ese que está tan presente en la sociedad contemporánea y a la vez tan mal visto. Se nos dice que no hay que odiar, pero yo digo que sí, para no reprimirnos con nosotros mismos. Debemos exponer ese sentimiento para trabajar con él. Lo reprimido, como decía Freud, siempre surge.

-Cuenta, además, que aborda el egoísmo contemporáneo.

-Creo que el egoísmo ha existido en todos los siglos, pero ahora, en los países del primer mundo, como es España, aunque aquí encontremos cosas del segundo o incluso quinto mundo, no somos conscientes de lo que realmente tenemos. Siempre nos estamos quejando por cosas bastante superfluas. No agradecemos, pedimos más. La novela es, en cierto modo, un reflejo de que la riqueza lleva al egoísmo y la perversión. En otras épocas teníamos menos medios y la tarea del ser humano era trabajar para mejorar la sociedad. Ahora la sociedad ha creado un confort que lleva al odio.

-¿Y qué le llevó a usted a escribir sobre ese sentimiento?

-Este libro nace después de un viaje por Argentina, Chile, Bolivia y Perú, cuando volví aquí, a La Manga, en 2003. Había una ola de calor, así que cuando llegué bajé a la piscina. Prácticamente no había dormido y me peleé con una persona. Y fue una estupidez, pero la pelea creció hasta que llegó la Guardia Civil. Empezaron a pelearse entre ellos incluso los vecinos; todo se convirtió en una verdadera locura. Pude observar muchas reacciones del ser humano que ni me imaginaba, así que tuve mucho en lo que pensar. Con los puños e insultos no se llega a ningún sitio. En 2003 ya sabía que tenía que escribir sobre esto.

-¿En qué proyectos trabaja ahora?

-Entre otros libros, estoy terminando ‘Tormenta’, que completa mi trilogía onírica. Las dos primeras partes fueron ‘Martillo’ y ‘Bruja’. También escribo sobre música, literatura, pintura y circunstancias en averiadepollos.com, mi blog. Siempre desde el punto de vista más personal.

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Rubén Martín Giráldez

Entrevista a Rubén Martín Giráldez en Alicante Plaza



Eduard Aguilar entrevista a Rubén Martín Giráldez con lo motivo de la publicación de Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, en Alicante Plaza.

Rubén Martín Giráldez: «Del despropósito a la genialidad va un paso»

giraldez-web1_NoticiaAmpliada1/11/2018 – ALICANTE. Hay toda una corriente de opinión entre la crítica literaria que abomina de los libros con título largo, la mayoría de los editores siente que un escalofrío les recorre la columna cada vez que se encuentran encima de la mesa de trabajo un tocho en cuya portada parpadea como un luminoso una frase de más de una línea, no digamos si contiene, además, alguna subordinada. Luego están los amantes de la retórica bien empleada. Este es el caso del zaragozano Víctor Gomollón, que se ha atrevido a soltar a los perros de la crítica una pieza con el título más largo de los últimos tiempos: Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos de Ben Marcus con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez. Y mira por dónde, esta osadía le está sirviendo para que se convierta en una de las sensaciones editoriales de la temporada.

Víctor aceptó, sin pensarlo mucho, la propuesta de Rubén para publicar su traducción del texto de Ben, según reconocen ambos contendientes, tal y como nos explica el segundo:  “El artículo (de Ben Marcus) lo leí allá por el 2010 al enterarme de que era una respuesta al «Mr. Difficult» de Franzen, del que había rastro en el minilibro que publiqué por entonces con Alpha Decay. Víctor tenía ganas de plantear una colección de ensayo y le propuse este Why experimental fiction… Lo imaginábamos como un librillo fino y compacto, con unas páginas mías al final, pero al hablar con Ben Marcus se me ocurrió que quizás podíamos añadir una entrevista con varios excursos como anexo. No acabó de cuajar como entrevista,  así que vimos la posibilidad de redondearlo con el artículo He escrito un libro malo. El resultado se puede encontrar ya en las librerías, como el primer título de la Colección Fontanela de la editorial Jekyll & Jill: La colección Fontanela aparece en la época de la perversión del término ‘librepensador’ a manos de los defensores (a veces involuntarios) del pensamiento único, y se dirige a lectores dispuestos a hacerse una biblioteca que no confunda las nociones de dúctil y dócil.

En estos tiempos de intertextualidades, Martín Giráldez se ha cascado un texto de ortodoxia académica, plagado de citas en texto y envíos a pie de página, él, que se autodenomina autodidacta intitulado, así es que además de mantener con él una conversación virtualizada, no hemos podido resistir la tentación de robarle una de las cita y colocarla como envío cruzado… a pie de página1.

En 1997, los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont publicaron el resultado final de un experimento con bastante de juego, y le dieron el nombre de Imposturas intelectuales. En él denunciaban el uso intempestivo de terminología científica y las extrapolaciones abusivas de las ciencias exactas a las ciencias humanas. Arreaban a diestro (Lacan) y siniestro (Kristeva). ¿Parte del rechazo al experimentalismo literario puede venir de ese componente de impostura?

Si no recuerdo mal, Sokal admitía no conocer «más del 10 por ciento» de la obra de los autores que se propuso desenmascarar. Cosa comprensible, porque hablamos de varias decenas de miles de páginas de ámbitos diversos. Pero el positivismo, en última instancia, da buenos resultados para escribirse un número de stand-up (que a lo mejor es lo que hago yo en pinitos, no diré que no).

Vamos, la querella entre ciencia y metáfora o la física y las humanidades por ver cuál se erige en verdad absoluta. Igual que en La desfachatez intelectual de Sánchez-Cuenca o La mala putade Dalmau, se puede acabar incurriendo en el pintoresquismo. Que no es necesariamente malo, aunque tampoco riguroso.

Claro, del despropósito a la genialidad va un paso, y como solemos tener dos pies, a veces los dos pasos los da la misma persona. Y por eso es más comprensible aún el temor a la tomadura de pelo, a que el autor nos esté tangando en público. Los resultados del experimento literario (a diferencia de lo que ocurre en el campo de la ciencia) los anuncia no el experimentador sino el crítico, así que conviene imaginar que el autor, cuando hace bien su trabajo, es un manipulador. ¿Y a quién le gusta sentirse sujeto experimental?

Leer Botones blandos de Gertrude Stein o ver Holy Motors de Carax puede ser un auténtico coñazo según la disposición de cada cual.

Trobar clus vs. trobar leu, oscuridad vs. luminosidad, lógica vs. retórica, realismo vs. experimentalismo, tradicionalismo vs. metaficción, culteranismo vs conceptismo… el combate viene de lejos, ¿no?

Claro, y la querelle des anciennes et des modernes, y lo de prima la musica e poi le parole. Ya no veo productivo ese debate, porque hablar en términos de realismo versus experimentalismo en una época en que ya no existe el realismo… ¿cuánto rato duró el realismo y cuánto hace de eso?, a mí me cuesta distinguir el Wilhelm Meister de La educación sentimental del Tristram Shandy, llegados a este punto.

El propio Ben Marcus decía en 2011 en la revista HTMLGIANT no considerarse un escritor experimental: «Supongo que he visto usar el término de maneras tan polarizadoras y despreciativas que ha dejado de hacerme gracia. Para mí ha perdido su carga, y la verdad es que ya no tengo ni idea de a qué puede hacer referencia».

Si nos atenemos a lo datos registrados y los reseñados por los historiadores de la lectura, la afición lectora ha sido minoritaria desde los tiempos del tito Platón y sus gruñidos contra la fijación textual. ¡Pero si la lectura en sí ya es un acto elitista!, la gente siempre ha preferido aprender o entretenerse con algo menos lesivo para el cristalino.

Ahora que lo planteas así, se me ocurre que tanto en los textos de Marcus como en el mío la noción de élite de la que abominamos es la que se quiere sinónima de «exclusivista». La literatura es minoritaria por definición en nuestros días, ningún problema. Probablemente, los auténticos enemigos de la lectura sean el trabajo y el gobierno (no digo el dinero, porque el dinero es un ente sin maldad ninguna, pobre, generalmente hace lo que le dicen que haga con tal de comunicarse, igual que los idiomas), por lo menos en mayor grado que el entretenimiento.
¿No estaremos llevando un poco lejos los conceptos “el lector como cliente” y “ el cliente siempre tiene la razón”?

Pues no creas que no me parece divertido… es casi lo mismo que decir «el lector como autor» o «el lector como obra», y ahí la cosa se pone más interesante.

Al final, ¿todo esto es ideología? ¿Una lucha en el más puro estilo darwinista (wallacista si nos hemos vuelto furibundamente tomwolfianos, ahora que el de Virginia solo se aparece el Día de Difuntos) por decidir “qué legamos por medio de garabatos”?

Inevitablemente, me temo. Es fácil acabar siendo esclavos de lecturas y de cánones, por muy personales, exclusivos y poco ortodoxos que nos esforcemos en construírnoslos. En mi caso, además, lastrados por una conciencia de clase, la inevitable reflexión sobre las propias limitaciones heredadas y generadas, sobre las oportunidades inexistentes, desaprovechadas, perdidas, a destiempo, etcétera.

Por cierto, empiezas tu excurso con una captatio benevolentiae… ¿era necesario o forma parte del juego?

En las novelas suelo hacer lo contrario: el narrador escupe sobre la más mínima posibilidad de congraciarse con el lector. Esta vez me proponía abandonar un poco la mascarada, pero al final creo que no lo logro, porque es difícil confesar al lector en un estilo llano y desde el principio que no tienes autoridad. La elección del título «Mis pinitos en pedantería» ya es reveladoramente capciosa y manipuladora. Pero luego considero que es una piececilla escrita para exponer la escasez de mi bagaje y prohibirme recurrir de nuevo a él. Me planteo que, ya que la naturaleza no me ha dotado de complejos, esquivaré el riesgo de caer en la petulancia con la voluntad firme de no engañar.por-que-coverok

 1 “De niña le prestaba muy poca atención al nombre de los autores; eran irrelevantes; no creía en los autores. Para ser completamente sincera, así sigo. No creo en los autores. Un libro existe, está ahí. El autor no está ahí -un adulto al que jamás conoceremos-, igual incluso está muerto. Lo que es real es el libro. Lo lees, entablas una relación con él, trivial tal vez, o tal vez profunda y duradera. Mientras lo lees palabra por palabra y página por página participas en su creación […]. Y, según vas leyendo y releyendo, el libro participa, evidentemente, en la creación de ti misma, de tus pensamientos y sentimientos, en el tamaño y el temperamento de tu alma. ¿Dónde entra aquí el autor? Como el Dios de los deistas del siglo XVIII, sólo al principio. Mucho tiempo atrás, antes de que el libro y tú os conocieseis. El trabajo del autor está hecho, completado; el trabajo en marcha, el acto presente de creación, es una colaboración entre las palabras que están en la página y los ojos que la leen. (Ursula K. Le Guin. The Language of the Night: Essays on Fantasy and Science Fiction, “The Book Is What Is Real”, Putnam, 1979).

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Librería Letras corsarias recomienda Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición…


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«“Esto no es un manifiesto. Es una respuesta a un ataque desde el punto más alto de la cultura del estatus. ¿Qué contrato firmé? No firmé para quedarme quieto cuando un experto populista levanta un muro opaco y dice qué puede ser literatura y qué no”. Olé por Ben Marcus.»

Librería Letras Corsarias, de Salamanca, recomienda Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez.

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Adelanto de las primeras páginas de la novela El jardinero, de Alejandro Hermosilla



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Adelanto de las primeras páginas de la novela El jardinero, de Alejandro Hermosilla, en Revista PenúltiMa:

Ecos de Bernhard, Kafka, Sade, Beckett, Blanchot, Bataille o Lautreamont aparecen en las páginas de esta novela de Alejandro Hermosilla que publica de modo inminente la editorial Jekyll & Jill. Y cuando digo ecos lo hago porque exactamente es eso lo que son: presencias que sirven como manes tutelares para una historia salvaje y desbocada, de las que al mismo tiempo seducen y horripilan al lector.

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Mario Aznar reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición…



Mario Aznar reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, en su blog Lector Salteado:

Reseñar este libro es trabajo para un artificiero. Ya desde el título queda claro que tanto sus autores —Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez— como el editor Víctor Gomollón han querido tendernos una trampa para osos cuyo principal peligro es que nos tomemos la amenaza demasiado en serio. Trataré a toda costa de no caer en ella. A evitar: 1)  Tomarme la propuesta editorial de Jekyll & Jill demasiado en serio. 2) Tomarme los textos de Marcus demasiado en serio. 3) Tomarme el texto de Martín Giráldez demasiado en serio. 4) Tomarme a mí mismo demasiado en serio. 5) Copiar el estilo de los autores para salvar esta reseña. Aunque quizá me relaje un poco y me permita enfangarme y saltar sobre los charcos como si no hubiera un mañana. ¿Acaso lo hay? Esa amenaza que se cierne sobre la edición, sobre Franzen y sobre la vida tal y como la conocemos parece darnos carta blanca para jugar sucio y escribir lo que nos dé la gana, pero eso forma parte de la pirotecnia y al menos hoy no quiero volar este edificio en pedazos.

Con este libro queda inaugurada la colección Fontanela (de fontana. 1. f. Cada uno de los espacios membranosos que hay en el cráneo del recién nacido antes de su osificación completa), con la que Jekyll & Jill nos invita a no confundir las nociones de dúctil y dócil. Un cráneo a medio hacer es, sin duda, la imagen perfecta para figurar una trampa, pues no es difícil identificar en ella una naturaleza fácilmente deformable (dúctil) y una predisposición a la obediencia (dócil). Para no caer en este error hay que leer el libro de principio a fin, pues su estructura fragmentaria es también un espejismo, como lo es, a todas luces, la improbable respuesta al por qué del título.

El libro recoge dos ensayos breves del escritor norteamericano Ben Marcus, autor de la colección de relatos The Age of Wire and String (1995) o de la novela Notable American Women (2002), y un “intersuelto” [sic] de Rubén Martín Giráldez, autor, entre otros, del ensayo Thomas Pynchon: un escritor sin orificios (2011) y de la novela Magistral (2016). Los tres textos conforman un tríptico, a mi parecer, inseparable. Mientras que Marcus —como el auténtico Jekyll de Stevenson— dialoga o combate consigo mismo en dos textos aparentemente enfrentados, el que da nombre al libro y otro titulado He escrito un libro malo, el texto de Martín Giráldez —Mis pinitos en pedantería— es un verdadero excurso huido de la conversación especular de Marcus para venir a parar al mundo del lector. Esta digresión encarna, de alguna manera, el cordón umbilical que nos mantiene unidos a la discusión de Marcus, al mismo tiempo que pone a prueba la tensión de todos y cada uno de sus nervios (y de los nuestros).

Ambos autores cuestionan la pertinencia de una apuesta experimental en la escritura actual, la vigencia del realismo literario, nuestra relación con el lenguaje, la condescendencia y el paternalismo proyectados sobre el lector, o las acusaciones de elitismo que llueven a uno y otro lado de la trinchera. Son cuestiones complejas que tanto Ben Marcus como Martín Giráldez (traductor, además, de los textos del primero) exploran o experimentan sin prometer una definición de manual que nos reconcilie con el género humano, con el mundo de la edición ni con Jonathan Franzen. El libro hace de su puesta en escena la figuración de una manera de leer y comprender la escritura que depara más incógnitas que respuestas, no con la intención de dejarnos sedientos, sino para investigar un concepto de libro que nos exige estar despiertos. Al contrario de lo que pueda parecer a simple vista, no me refiero a la vigilia del sufridor, sino a la del amante que en la cama no puede permitirse sucumbir a un ronquido aletargado, como quieren hacernos creer algunos libros para dummies. En el lado opuesto: “Hay ciertos libros que requieren que seamos lectores, que nos piden que dediquemos un tiempo a frases de todo tipo, y que dan por sentada una avidez de nueva lengua que podría hacer que la noción de ‘esfuerzo’ en la lectura deje de tener sentido”.

Por qué la literatura experimental amenaza… pone en alerta al lector vago y conformista que todos llevamos dentro, no solo para prevenirlo de algunas grandes falacias como la de que los escritores realistas  mantienen una relación privilegiada con la realidad (idea que, según Marcus, “ha permitido que la corriente entera se ablande y se vuelva falsa”), sino también de la que sitúa al escritor experimental —y, de rebote, a su lector— en un pedestal o en una torre de marfil inalcanzables, inhumanamente superior al resto. No. Marcus razona sus argumentos contra esas ideas establecidas cuyos pilares se asientan en un terreno precario y movedizo en extremo, cuando no abiertamente falso, y desmonta el fuerte a hachazos para hacer leña de la que mejor prende.

Los juicios de Franzen, que Marcus desarticula con ingenio y sistema, son muchas veces prejuicios apoyados en un decir general sin fundamento, como la irónica alarma del título que sugiere que la literatura experimental (de práctica insólita, ventas mínimas, lectura minoritaria y crítica casi inexistente) podría llegar a acabar con (¿qué?): la edición, Jonathan Franzen o la vida tal y como la conocemos. Estos argumentos recuerdan demasiado a los que estamos acostumbrándonos a oír a diario por boca de cualquiera para tratar asuntos que van de la destitución de un entrenador de fútbol a la crisis migratoria en Centroamérica. Es la sustitución del debate por la creación del debate, o el motivo de la polémica por la polémica misma. Eso me da por pensar que este libro no habla solo de literatura, sino también de un rigor y una exigencia que saltan fuera de la página. Desde las cubiertas o el lomo, el libro es en sí mismo un juego, pero el juego, para un niño, es lo más serio que existe. 

Marcus escribe que “llamar experimental a un escritor equivale hoy en día a decir que su obra no es relevante, que no es legible y que es agresivamente masturbatoria”, y se pregunta por qué es considerado un experimento el hecho de intentar algo artístico. Martín Giráldez, por su parte, afirma que no puede imaginar “qué clase de persona no estaría a favor de tener la lengua más alta que el culo”. Y es que la oposición entre realistas y experimentalistas roza el absurdo, sobre todo por el miedo a decir de una vez por todas que, si no es de géneros de lo que hablamos, entonces estamos discutiendo sobre textos que son buenos o malos, sobre escritores que son exigentes o escritores que son mediocres y conformistas. Lo mismo con los lectores. ¿Qué es lo que tanto nos asusta? Yo no me avergüenzo de ser un pésimo jugador de curling, porque nunca se me ha ocurrido practicarlo.

Al inicio de su ensayo, Marcus escribe acerca del área cerebral de Wernicke, encargada de la comprensión de la lengua, y habla de ella en sentido figurado para referirse al músculo lector: “Si no leemos, o leemos rara vez, el músculo lector está fláccido y poco ejercitado, y los textos más extraños y exigentes, los singulares desde un punto de vista lírico, los que operan fuera del terreno de la familiaridad, se nos desparraman en un conjunto de palabras arbitrarias, simplemente”. Pero en el mundo literario aludir al cerebro “suena a esfuerzo, y esfuerzo es lo último que se supone que debemos pedirle a un lector”. Todo el mundo entiende a la perfección que si nunca hemos jugado al tenis y nos sueltan en medio de una pista para disputar un torneo internacional vamos a dar un espectáculo penoso (no sin motivos, desde la grada gritaran: ¡vaya tenista de mierda!). Sin embargo, nos cuesta entender que si no leemos a menudo, o si no variamos nuestras lecturas para ganar resistencia o velocidad, cualquier texto será una maraña de palabras sin sentido y nosotros unos lectores de mierda.

No se trata de prestigio ni de escuelas, movimientos o corrientes, ni siquiera de gustos. Es una cuestión de educación, ambición y calidad, de no querer leer más, sino mejor. De entrenamiento, si se quiere, pero el hecho de que todos aprendamos a coger el lápiz en la escuela o a deletrear nuestro nombre nos dificulta la admiración de alguien que lo hace con mayor virtuosismo (no así de quien toca la flauta travesera o es capaz de colar una canasta desde el medio del campo), o incluso de pagar veinte euros por un libro que —en potencia— todos tenemos herramientas para escribir. Puedo imaginar que antes y después de por-que-coveroknuestra lectura se publicarán reseñas que hayan entendido el libro de Marcus como una simple apología del experimentalismo. Se trata de un tema muy viejo, y si esas reseñas hipotéticas estuvieran en lo cierto no solo dirían muy poco de Ben Marcus, sino que estarían revelándose ellas mismas como la claque de un tardío descubrimiento del Mediterráneo. El conflicto que plantea el libro, en todo caso, es que no hay conflicto, o mejor dicho, que los términos en que suele plantearse son más propios de una pantomima (1. f. Representación realizada mediante gestos y movimientos sin emplear palabras. 2. f. Farsa) que de un debate intelectual de la altura que sea.

¿Qué necesidad puede tener un escritor como Franzen de defenderse, en este caso, de la literatura experimental? ¿No es esta una forma de crear un muro contra el que proyectar su propia sombra? ¿Cómo es que la literatura va tan a la zaga respecto de las artes visuales? ¿Cómo desmonta Marcus su propia teoría en un comentario demoledor de su novela más reciente? ¿Cómo es que Martín Giráldez puede comparar —no sin ironía— a William H. Gass y a Rafael Sánchez Ferlosio sin que dudemos de las posibilidades de supervivencia de un Ferlosio actual? ¿Acaso caminamos hacia atrás en una playa, borrando nuestras propias huellas por miedo a que alguien nos siga? Los autores de esta broma tan necesaria plantean un interrogante tras otro y con cada pregunta derriban un tótem o un altar.

Hace falta humor, mucho criterio, un poco de mala leche y demasiada valentía para emprender un proyecto como este. Inexplicablemente, el nuevo libro de Jekyll & Jill se devora con la tensión de un relato policíaco que nos invita a preguntarnos qué buscamos cuando leemos; si cuando leemos, buscamos; o sencillamente si leemos. Quizá radique en esta singularidad su eficacia como declaración de intenciones, ensayo literario, divertimento intelectual, ópera bufa o manifiesto político. Sin duda, se trata de un libro arriesgado que no dejará a nadie indiferente, y que, con suerte, nos hará caer en su trampa. De hecho, llevo un rato callándomelo para no alarmar a nadie, pero huelo a humo, veo escombros y escucho gritos ahogados. ¿Soy yo, o he acabado pisando la mina y ha estallado todo por los aires? Creo que al final me he tomado demasiado en serio la propuesta editorial de Gomollón, los textos de Marcus, el de Martín Giráldez y el mío propio. En ocasiones como esta me entusiasmo como un niño, pero solo estoy jugando. En serio.

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Eduardo Almiñana reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición…



Eduardo Almiñana reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez en Valencia Plaza:

Por qué la literatura experimental amenaza a Jonathan Franzen pero no a Martín Giráldez

La editorial Jekyll & Jill estrena su colección fontanela con un primer libro que es toda una declaración de intenciones, un zarandeo cogiendo de las solapas al lector que cree que siempre tiene la razón

VALÈNCIA. A la literatura la acompañamos en su lento y pesado caminar un microbioma de adláteres necesitados de carnaza que procesar, un enjambre zumbante en el que las categorías se transponen y hoy eres esto y mañana aquello y hoy el asunto clave es uno durante todo lo que dé de sí un hilo de Twitter, que es mucho más rápido y directo que una correspondencia de réplicas y contrarréplicas en revistas especializadas o en artículos de opinión. La literatura avanza, se para, espanta a algunos con el rabo; a veces da un par de pasos eléctricos seguidos en la buena dirección hasta que se vuelve a detener, pero el enjambre, el enjambre no deja nunca de agitar frenéticamente sus alas. Si uno se fija bien, es el propio enjambre el que da forma e insufla movimiento a la literatura, la literatura es el enjambre o mejor dicho, lo útil del mismo con entidad propia. Este fenómeno de simultaneidad permite que un ejemplar vibrante de la nube aporte jalea real a la literatura y excrete desperdicios inútiles a su alrededor. Así, alguien puede contribuir a la buena salud de las librerías con una historia magnífica, al mismo tiempo que invierte mucha energía en generar clasificaciones estériles y supuestas dualidades que en verdad solo existen en la soledad de sus días de leer la página ajena y apretar los puñitos preso de una irresistible y repentina inseguridad.

Le pasa a todo el mundo. Nadie es tan egocéntrico como para no darse cuenta de que por muy bien que lo haga, siempre habrá alguien haciéndolo también muy bien muy cerca; uno puede encajar esto con alegría, celebrando la literatura, o bien frunciendo el ceño y sacando brillo al aguijón. Para esto de asustarse y enfadarse, la fama o el éxito no sirven como profilácticos: al parecer, a Jonathan Franzen su trono no le acaricia el lomo lo suficiente como para no sentir miedo de las hordas de desarrapados experimentalistas que conspiran a los pies del zigurat. A Franzen, los experimentos literarios le dan miedo: ¿qué es todo eso de no escribir como él? Franzen no lo entiende, y poseído por una furia canónica incontenible, arroja sus voluminosos libros sobre los insectos allá abajo, pero por más ejemplares de sus ediciones interminables que lanza y por más insectos que aplasta, los experimentos continúan. ¿Por qué? ¿Por qué no pueden simplemente respetar las estructuras que siempre nos han ido bien?, solloza Franzen. Que me quede como estoy, se dice. Toda la vida se ha hecho así, una palabra detrás de la otra, introducción, nudo y desenlace, personajes con conflictos internos muy humanos, secretos inconfesables, rencillas familiares que subyacen a la normalidad, aspiraciones que se truncan, deseos turbios, episodios claros. Una novela como dios manda, vaya.

Ah pero amigo, a los sucios experimentalistos, la kryptonita de los realistas, no hay forma de meterlos en vereda, y se atreven incluso a publicar artículos y libros enriqueciendo esos artículos, como este Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez que no solo tiene un título que revienta cualquier posibilidad de concisión en las redes sociales, sino que además se ha envuelto en unas cubiertas que recuerdan a las santas colecciones de antaño, de los viejos tiempos, pero oportunamente pervertidas por la mente enferma de algún editor –Víctor Gomollón, de Jekyll&Jill– capaz de arriesgarse a vender algo así. De locos. Realistas contra experimentales, Marvel o DC, Nintendo o Sega, Xbox One o PS4: el que no se deja la piel en un debate que no existe es porque no quiere. Marcus, que participa en dos terceras partes del libro, le da un buen repaso a Franzen. Calidad y fama no van de la mano tampoco ahora en era de followers. Franzen, a tus zapatos: que tú no comprendas a un autor o que no te guste no significa que haya que apilar todos sus libros en la plaza del pueblo de la crítica y prenderles fuego con un espumarajo rabioso.

Con todo y con eso, Franzen es solo una excusa en este primer ejemplar de la colección fontanela, porque PQLLEACDLEAJFYLVTYCLC va más allá de la respuesta de Ben Marcus, va incluso más allá de las gloriosas aportaciones de Martín Giráldez a la cuestión, de su pirotecnia verbal, más allá todavía del punto donde deja al lector la broma final de Marcus, que regresa antes de dar por concluido el libro. PQLLEACDLEAJFYLVTYCLC es un manifiesto político, uno con el que abofetear al lector no solo en sentido figurado. El lector [golpe] no siempre [golpe] tiene [golpe] la razón [golpe final más sonoro]. La lectura no tiene por qué ser un pasatiempo ligero, la lectura merece ser difícil de digerir. Leer no siempre es divertido. “Leer mucho” no te hace un buen lector. Leer muchas páginas no es sinónimo de leer bien. No pidas que la literatura baje de nivel: aprende. La función de la literatura no es entretenerte, y mucho menos entretenerte solo a ti. Las fórmulas de los grandes almacenes que se queden en los grandes almacenes. La profusión de libros no literarios y el mimo interesado de las editoriales a sus clientes -que no a los lectores- ha creado la falsa sensación de que airear un libro de tapa dura unos minutos cada noche o durante un par de semanas en verano te convierte en una autoridad en la materia con derecho a exigir. El lector [preparado] es, como dice Giráldez, una especie moribunda.

El móvil cargando en la mesita de noche -a punto para perder el tiempo fisgoneando stories o algunas páginas de memes antes de dormir- ha asestado un duro golpe al hábito de leer: el golpe ha sido tan fuerte que hasta ha resucitado algo tan improbable como los audiolibros. ¿Escuchar literatura será la solución? ¿Podrán competir los audiolibros con las series? Seguramente no. Pero es que ni la lectura tiene que pelearse con el visionado de series ni hay que ponerle parches al hábito: la literatura es lo que es, y como afirma Giráldez, “no puedo imaginarme qué clase de persona no estaría a favor de tener la lengua más alta que el culo”.

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Courbett Magazine recomienda Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon



Courbett Magazine recomienda Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon, como lectura para este mes de noviembre:

Eduardo Halfon, BiBB COVERS2aED.inddblioteca bizarra

Leed este libro y cualquier libro que haya escrito Halfon, una de las voces más interesantes, portentosas y prometedoras de Centroamérica. Todos son una maravilla, con una prosa elegante, ágil, sin artificio innecesario, sin adjetivos sobrantes. Son, sobre todo, libros inteligentes, poderosos, repletos de referencias literarias. En “Biblioteca bizarra”, Halfon reúne seis crónicas literarias y personales donde trata sobre su relación con su país de nacimiento, con el lenguaje, con los libros. Una auténtica delicia.

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José Ángel Barrueco reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición…

José Ángel Barrueco reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos de Ben Marcus con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez en  su blog Escrito en el viento:

Los degustadores de rarezas estamos de enhorabuena (y nos las sirven con asiduidad editoriales de riesgo como Jekyll & Jill, Pálido Fuego o Underwood): se reúnen en este libro de exquisita factura dos ensayos del norteamericano Ben Marcus y un intermedio o interludio o «intersuelto» del español Rubén Martín Giráldez. Es el primer número de la nueva Colección Fontanela.
A Ben Marcus apenas se le conoce en España, pese a que Rubén Martín Giráldez trata por todos los medios a su alcance de ser su embajador o el cicerone que intenta convencernos para que lo leamos. Conmigo lo logró hace tiempo, pero en este país (más allá de algún que otro relato en compilaciones) sólo hemos podido gozar de la obra El alfabeto de fuego, maravillosa novela publicada por Catedral y traducida por Milo J. Krmpotić. Marcus es un autor que despliega erudición en el lenguaje y argumentos y estructuras que se apartan de lo convencional; esto le garantiza un lugar entre los menos leídos (sólo para quienes piensan que la literatura es una cuestión de ventas y competencia).
A Rubén ya lo disfrutamos en sus libros Menos joven y Magistral, sin olvidarnos de esa pieza breve titulada Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios, entre otras colaboraciones y textos sueltos. Al igual que sucede con Marcus, a Rubén le interesan el lenguaje y todas las posibilidades del idioma, pero va un paso más allá: en su prosa se multiplican los juegos de palabras, se concede una oportunidad a términos que olvidamos por falta de uso, él mismo se inventa vocablos y expresiones y le retuerce el cuello al idioma como si fuera el Blandi Blub de nuestra infancia: y así lo transforma a su antojo. No es fácil para los lectores de a pie, pero eso no invalida que garantice diversión y malabarismos.
El texto que abre el libro es «Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos», publicado originalmente en Harper’s Magazine allá por el año 2005. Se trataba de la respuesta de Marcus a todos esos ensayos de Jonathan Franzen en los que éste criticaba las obras de William Gaddis o Alice Munro, el primero porque le parecía difícil y la segunda porque no es millonaria en lectores. Tengo que admitir que, como le sucede a Ben Marcus (que da una de cal y otra de arena), a mí Franzen me entusiasma en algunas ocasiones y me repele en otras: me fascinó Las correcciones tanto como me aburrió Libertad, y muchos de sus artículos me parecen asombrosos, pero en otros le puede la soberbia y va de listo. Ben Marcus protesta porque en esas diatribas de Franzen parece que se quedan fuera los autores que no venden, o que son experimentales, o que son arduos para el lector medio. Me parece un texto esencial no ya por el contenido, que también, sino porque constituye un ejemplo a seguir de cómo devolver un golpe sin faltar al respeto al oponente (en España estamos aún a mil kilómetros de esa actitud).
Le sigue «Mis pinitos en pedantería», donde Rubén Martín Giráldez, sin dárselas de catedrático o investigador, nos trae algunos ejemplos de rivalidades entre escritores españoles, y defiende (practicándolo) el ejercicio de la prosa de estilo rotundo y juguetón, con citas de Ezra Pound, Rafael Sánchez Ferlosio, William Gass, Juan Benet y Julián Ríos, entre otros.
La última pieza es un pequeño divertimento de Marcus, una especie de parodia breve de sí mismo titulada «He escrito un libro malo». Me recuerda a ese brillante golpe de efecto de 8 millas cuando Eminem, durante una canción, se mete consigo mismo para cerrar bocas.
En verdad os digo que libros como éstos, tan raros y tan provechosos, resultan necesarios en una industria editorial que ya sólo se guía por etiquetas, número de seguidores en las redes sociales y temáticas de moda. Sí: estoy generalizando, aunque no convenga.
[Jekyll & Jill. Traducción de Rubén Martín Giráldez]

Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición… en PublishNews

Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giraldez‘ es noticia en PublishNews, la nueva plataforma sobre el mundo editorial fundada por Antonio Martín y Carlo Carrenho.

Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giraldez
Jekyll & Jill inaugura su colección Fontanela con un ensayo de Ben Marcus | © Jekyll & Jill

Jekyll & Jill inaugura su colección Fontanela con un ensayo de Ben Marcus | © Jekyll & Jill

La editorial de Víctor Gomollón, Jekyll & Jill, fundada en 2011 es una referencia nacional en la edición arriesgada. Ahora anuncia el lanzamiento de una nueva colección, colección Fontanela, que nace con la publicación, el día 5 de noviembre, de Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos de Ben Marcus con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giraldez. Una publicación tan arriesgada como largo es su título. Y es que este ensayo breve de Ben Marcus se publicó como respuesta a la modificación alarmante del término «elitismo» que elaboraba Jonathan Franzen en un artículo sobre William Gaddis titulado Mr. Difficult. Donde Franzen ve soberbia estéril, Marcus ve una apuesta por burlar el automatismo:«Hay ciertos libros que requieren que seamos lectores, que nos piden que dediquemos un tiempo a frases de todo tipo, y que dan por sentada una avidez de nueva lengua que podría hacer que la noción de “esfuerzo” en la lectura deje de tener sentido»

Completa este discurso el artículo He escrito un libro malo aparecido en la revista McSweeney’s el mismo día que su novela Notable American Women, donde el autor hace un cuco acto de contrición por lo conceptuoso de su propuesta, o lo que podríamos denominar «excesos de escuela». Se incluye, emparedado entre los dos textos de Marcus, un intersuelto a cargo de Rubén Martín Giráldez, que pretende contextualizar —sin vocación exhaustiva ni academicista— el caso español de la querella entre el fablar oscuro y los supuestos beneficios resultantes de borrar el estilo. Guiado, quizás, por propósitos más mezquinos de los que es capaz de disimular, el intersueltista introduce un calzo entre William H. Gass y Rafael Sánchez Ferlosio.

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Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición… en La Opinión de Murcia



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Ruby Fernández reseña el libro Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, en La Opinión de Murcia.

Repitan conmigo: ser elitista no es contraproducente, es necesario.
Comer marisco con asiduidad es para unos pocos, al igual que leer literatura que requiera esfuerzo. Hay quien dice que al lector no hay que exigirle esfuerzo alguno a la hora de comprender lo que está leyendo. La avidez de nueva lengua es una clara señal de división entre alta y baja literatura (recurrente discusión que se tiene con periodistas de sucesos a los que no les vendría mal leer este libro, aprenderían que la lengua literaria no vale para escribir amarillismo). ¿Pero tan diferente es de la lengua de andar por casa? ¿Tan superior? digamos que es el mejor trampantojo para fijar un mensaje, seducir o incluso para ser feliz.
¿Cuáles son las necesidades de la novela nacional? Estamos ante un algo publicado por Jekyll and Jill basado en el lenguaje y en la intención de este por explicarse y agradar. Entrar en lo experimental ha de ser como comer una langosta, ha de hacerse poco a poco. Con ganas y gracias a un trabajo exhaustivo, que no manierista, conseguir extraer el contenido del bicho. Se necesitan lectores activos, capacitados, con opinión crítica ansiosos por tragar.
Estamos ante una dramatización con dos actores principales (Ben Marcus, complejo y húmedo, no por el lenguaje que utiliza, sino por el interminable número de máquinas que requiere su discurso y Rubén Martín Giráldez , elocuente, barroco, cínico, neologista. Es como montar un mueble de Ikea pero al revés, de más a menos pero siendo a su vez este menos más, (como si a cada tubillón le floreciese la punta y contase su historia) e infinidad de secundarios buscando un mismo final: la literatura, pero recorriendo caminos opuestos. El crítico con necesidad de ventilación u oreo es uno de los papeles importantes dentro de este circo, a este señor se le plantea un tema interesante: ¿Es el escritor contemporáneo capaz de escribir algo con enjundia desprovisto de adornos y adjetivos? (en la literatura no hay futuro según el terraplanista de Meyers, todo outsider es un cometa cultural posmoderno que explotará sin dejar rastro) pero lo más importante ¿tenemos lectores preparados para enfrentarse a esto o ya se los han cargado?.
¿Experimental o tradicional? Prefieres ser un monógamo panfletario con lenguaje adolescente y tener el aplauso del enorme público o romper y experimentar con tríos y ver lo que sale aunque tengas pocas oportunidades al estar en una sociedad conservadora?
Ben Marcus critica la tendencia facilona, lírica, monocroma y realista hacia la que tiende la literatura de surco ordenado. Franzen provisto de azada arremete contra la soja y la quinoa abriendo hueco, luchando contra las malas hierbas que no favorecen el alimento de masas que haría crecer su ego fácil y barato cargado de contrariedad, es el perfecto y estúpido influencer al servicio del Señor. “Hay autores que todavía anteponen la textura a la estructura”, Gass defiende que la literatura ha de estar compuesta por problemas técnicos poniendo a prueba la sinceridad y descubriendo quién es mas competente transformando materia inerte.
¿Se debe abandonar la lengua para llegar al público generalista que no entiende lo que se le ofrece? ¿autor de estatus o contrato?¿te la pela el público o por el contrario tu manera de respetar al público es bajar el nivel?. ¿Lector que necesita a su mamá o valiente y arriesgado?¿aspiración poética de la lengua?. Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos es un libro plagado de emociones y pulsiones técnicas. Altamente recomendable a la par que peligroso por ser un conjunto de conceptos desplegables y cabezas por abrir con Góngora a la cabeza.
Todo esto es un conjnto de puñetazos y alta literatura, no os quepa duda. ‘Defender las monedas con la cara del rey sale caro’.

Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición… en PenúltiMa



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Primeras páginas del libro Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez, en revista PenúltiMa.

Este ensayo breve de Ben Marcus se publicó como respuesta a la modificación alarmante del término «elitismo» que elaboraba Jonathan Franzen en un artículo sobre William Gaddis titulado «Mr. Difficult». Donde Franzen ve soberbia estéril, Marcus ve una apuesta por burlar el automatismo: «Hay ciertos libros que requieren que seamos lectores, que nos piden que dediquemos un tiempo a frases de todo tipo, y que dan por sentada una avidez de nueva lengua que podría hacer que la noción de “esfuerzo” en la lectura deje de tener sentido.» Completa este discurso el artículo «He escrito un libro malo» aparecido en la revista McSweeney’s el mismo día que su novela Notable American Women, donde el autor hace un cuco acto de contrición por lo conceptuoso de su propuesta, o lo que podríamos denominar «excesos de escuela».  Se incluye, emparedado entre los dos textos de Marcus, un intersuelto a cargo de Rubén Martín Giráldez que pretende contextualizar —sin vocación exhaustiva ni academicista— el caso español de la querella entre el fablar oscuro y los supuestos beneficios resultantes de borrar el estilo. Guiado, quizás, por propósitos más mezquinos de los que es capaz de disimular, el intersueltista introduce un calzo entre William H. Gass y Rafael Sánchez Ferlosio:  «¿De dónde sale esta asunción nuestra de un Deber Gratuito, un Cometido Mágico confundido a veces con un oficio, la dedicación absoluta a lo irrepresentable?» En librerías el 5 de noviembre.

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Entrevista a Karlos Linazasoro en El coloquio de los perros



Juan de Dios García entrevista a Karlos Linazasoro en la revista El coloquio de los perros:

El beso del infinito
Tras un naufragio verdaderamente extraño, nace la personificación de Versus (Jekyll & Jill, 2018), protagonista de los grabados que van dibujando este fresco sin techo ni paredes de noventa y nueve aullidos y carcajadas en prosa. Karlos Linazasoro (Tolosa, 1962) escribe en euskera. Con su versión al castellano de Versus podemos gozarlo quienes desconocemos la lengua de Pello Otxoteko, Izaskun Gracia Quintana, Felipe Juaristi, Aritz Gorrotxategui o Hasier Larretxea y apuntar algunas cuestiones sobre su libro que, esperemos, este “azti” del verbo guipuzcoano nos resuelva.
—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: «Como siempre, Versus ha acudido en primer lugar a la literatura». ¿Trabajar como bibliotecario no es como vivir en una isla de libros?
—KARLOS LINAZASORO: No sé qué decir… Son tantos años ya. La biblioteca, el universo infinito y perfecto, pero también inalcanzable. Los libros que tengo a mano son los que más lejos me quedan. Se acabó el Romanticismo.—ECP: ¿Podríamos calificar Versus como un libro de “antipoemas” en prosa, a la manera de Nicanor Parra?
—KL: Pues no está mal, sí. No se me había ocurrido. Admiro profundamente a Nicanor Parra. Y sí hay algunos capítulos que son más poema que prosa. Está bien: antipoemas. Aunque también podrían ser cuentos, aforismos, hagiografías, haikuentos, elegías, odas, fantasías…

—ECP: Versus trata de enmascarar muchas veces el dolor en el desamparo, pero sueña con ser rescatado, aunque ese sueño le infunda miedo. ¿Qué enfermedad podría diagnosticarle un psiquiatra a este náufrago?
—KL: Tal vez, el síndrome de Estocolmo, ¿no? Versus está secuestrado por su propia soledad y su desamparo y sus miedos y sus neuras, pero en cierta medida se siente a gusto así, encerrado en sí mismo. Creo que Versus tiene pánico al futuro, a la gente, a hacer frente a la vida y a sus múltiples circunstancias. Versus huye de las personas. Versus es una metáfora sobre la imposibilidad de comunicarse entre los seres humanos.

—ECP: En la décima estampa, Versus recibe un mensaje en una botella escrito en árabe que le hace llorar. ¿Tendrías la generosidad de traducirlo a aquellos que no dominamos la lengua de Ibn Arabi?
—KL: Lo siento, está en árabe antiguo, y yo solo domino el árabe moderno. Pero creo que habla sobre Dios, la esperanza, la fe, una aguja y un camello, viñas del Señor, escaleras hasta el cielo, la reina de Saba y la Caída de Jericó.

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—ECP: La madre de Versus es el personaje más convocado en el recuerdo entrañable y en algunos momentos angustiosos. Escribió Nietzsche que, por lo general, una madre se quiere más a sí misma en el hijo que al hijo mismo. ¿Cómo ve esto Versus/Karlos?
—KL: Versus ha leído mucho, muchísimo. Pero no puede con Nietzsche. Le gusta lo del eterno retorno, pero en general le parece un pesado. No comparte la idea de que Dios haya muerto. Tampoco esta idea de que la madre se quiera más a sí misma porque es madre, que a su propio hijo. La madre de Versus quería a su hijo sin ningún condicionante, per se, por su carne y por sus huesos y por sus ojos y su sonrisa y sus grandes debilidades. Y Versus quería a su madre porque fue la persona más importante de su vida.—ECP: Hay un hermoso homenaje al poeta malagueño Emilio Prados en la estampa noventa y tres. En realidad es un homenaje magnífico al mar. Y siguiendo con los cantos al mar, ¿es el mar una especie de patria?
—KL: El mar es la patria confundida de Versus, su destierro, su cárcel, su refugio, el último confín de la tierra, el lugar donde todo acaba y todo comienza, el alfa y el omega, el cielo manchado de sangre y de sal y de azul, el único sitio del orbe donde puede caminar y ser el hombre que eternamente espera.

—ECP: Otra relación complicada de Versus es con los ángeles y los pájaros. Un día los quiere perder de vista y otro los venera. ¿Fobias y filias colisionando en sus deseos y desprecios? ¿Qué te provocan estos seres alados?
—KL: Hay muchas referencias de pájaros, ángeles, seres mitológicos voladores. Volar es la libertad absoluta y la única manera que tiene Versus de salir de la isla. Él quiere volar, pero no puede. Por eso venera a los seres alados, y por eso los odia, porque no le ayudan. El cielo en contraposición al mar; la libertad y la condena; la vida y la muerte tocándose, rozándose, besándose en el infinito.

—ECP: Tras tanta ironía y lirismo derrochado en noventa y ocho páginas, parece que Versus se despide del lector agitando la mano con un poso de amargura. Un fin algo trágico para un libro que ha demostrado mantener una constante parodia de la tragedia, ¿no? 
—KL: Esa parodia trágica creo que dejaría de tener su poso tragicómico si el libro tuviera un final feliz. Y también si tuviera un final cerrado. Versus ha de seguir esperando. A la postre, creo que es la metáfora principal del libro. Todos hemos de esperar algo, todos esperamos algo. Qué, cuándo, cómo… Esas son las preguntas que aquí se plantean, la raíz del misterio de la vida.

Tes Nehuén recomienda Maleza viva de Gemma Pellicer



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Tes Nehuén recomienda Maleza viva, de Gemma Pellicer, en Poemas del alma:

“Maleza viva” de Gemma Pellicer

Aunque “Maleza viva” de Gemma Pellicer (Jekyll & Jill) se presenta como un libro de microrrelatos su lectura te obliga a despertar en la poesía. La sensibilidad, el uso de los colores y los aromas que hace Pellicer para presentarte pequeñas estampas donde la flora es protagonista es más propia de alguien vecino a la poesía que a la narrativa. Y como es un libro que me ha gustado tanto no he querido dejarlo fuera.

Estoy convencida de que las mejores obras son esas que se encuentran a mitad de camino entre un género y otro, que se saltan las barreras y ofrecen una autenticidad en el uso del lenguaje que les vuelve únicos. Y “Maleza viva” de Gemma Pellicer se halla escrito con una sensibilidad extraordinaria, olvidando lo que estuvo antes y caminando sobre la incertidumbre, ¡creo que nadie debería perdérselo porque es una bellísima apuesta que ha hecho con ella la exquisita Jekyll & Jill!

Gemma Pellicer, nació en Barcelona en 1972 y se ha especializado en el género breve. Es también autora de “La danza de las horas” y editora en la revista literaria Quimera.

¡No dejes de leer estos tres libros! Y, permanece atento, que muy pronto publicaré mi extensa lectura de cada uno de ellos en nuestra sección Reseñas.

En el Día de las Escritoras no viene mal leer poesía de mujeres, pero no hay que olvidarse de que no basta con recordar un día que hay mujeres que escriben, debemos dar vuelta y reescribir el canon literario ya, con muchas más aes y vocales híbridas.

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‘Mejor no hablar demasiado’ de Eduardo Halfon en El Periódico de Guatemala



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El relato de Eduardo Halfon Mejor no hablar demasiado (Biblioteca bizarra, Jekyll & Jill 2018), en El Periódico de Guatemala.

«Eduardo Halfon, uno de las principales voces de la narrativa latinoamericana actual, fue galardonado la semana pasada con el Premio Nacional “Miguel Ángel Asturias” 2018. Autor de un consistente cuerpo narrativo que viene construyendo desde 2003, con la publicción de “Esto no es una pipa, Saturno”, ha publicado importantes obras como “El ángel literario” (2004), “El boxeador polaco” (2008), “La pirueta” (2010), “Monasterio” (2014), “Signor Hoffman” (2015), “Duelo” (2017) y “Biblioteca bizarra” (2018), que han sido traducidas al inglés, portugués, alemán, neerlandés, francés, italiano, croata y japonés.»

usto después de publicar mi primera novela en Guatemala, a mediados de 2003, me tomé una cerveza con el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya, quien estaba viviendo unos años en el país. Nos juntamos en un viejo bar llamado El Establo. Al nomás verme entrar, Castellanos Moya alzó su botella de cerveza, me felicitó, sonrió una ligera sonrisa de diablo y me advirtió que huyera de Guatemala lo más pronto posible.

***

Mi entrada al mundo literario había sido tan inesperada como accidental. Yo tenía entonces treintaidós años y no había publicado nunca, nada. No sólo sabía muy poco del ambiente literario en Guatemala, sabía aún menos de Guatemala en general. Había salido del país en 1981 –el día después de mi décimo cumpleaños– con mis padres y hermanos, a Estados Unidos. Crecí en Florida y luego estudié ingeniería en Carolina del Norte.

En el colegio siempre fui el niño matemático. Nunca leí libros. Nunca me gustaron. Y en 1994, al terminar la universidad, finalmente volví a Guatemala, un país que ya apenas conocía, y con un español muy rudimentario. Me puse a trabajar como ingeniero en la empresa de construcción de mi padre y poco a poco empecé a encontrar mi camino de vuelta a mi país y a mi lengua materna, aunque siempre invadido por un profundo sentimiento de desasosiego o desubicación, un sentimiento de no pertenecer. Hoy comprendo que aquella angustia existencial es más o menos normal a esa edad, al salir de la universidad, pero en aquel entonces me sentía como un hombre sin país, sin lengua propia, sin profesión (estaba, literalmente, en la de mi padre), sin un sentido real de quién era ni qué debía hacer. Y esa frustración continuó creciendo en mí durante los próximos cinco años. Hasta que decidí buscar ayuda. Pero mi concepto de ayuda, siendo tan metódico y tan ingeniero, fue buscar respuestas no en la psicología ni en la religión, sino en la filosofía. Fui a una de las universidades de la capital, la Universidad Rafael Landívar, a preguntar si era posible inscribirme en un par de cursos de filosofía, creyendo que quizás así encontraría algún tipo de respuesta. Pero en Guatemala, como en otros países de Latinoamérica, la carrera es doble: Letras y Filosofía. Si uno quiere estudiar una, debe también estudiar la otra. Y eso hice. Y en pocas semanas caí enamorado de la literatura, de los libros, de la ficción. Y en menos de un año había renunciado a mi trabajo como ingeniero y estaba viviendo de mis ahorros y leyendo ficción a tiempo completo, un libro al día, como una especie de junkie de la literatura.

Un año después empecé a trabajar en la universidad –primero como asistente, luego como profesor de letras–, mientras al mismo tiempo, tímida y secretamente, intentaba escribir ya mis primeros cuentos. Todos muy malos, claro. Quería escribir un cuento entero antes de poder escribir una buena oración. Aún no entendía que teclear no es escribir, que escribir está mucho más cercano a la música, a respirar, a caminar sobre el agua. Pero tenía hambre de aprender, y tuve la suerte de encontrarme con los instructores correctos, en especial con dos: Ernesto Loukota y Osvaldo Salazar, ambos filósofos y colegas míos en la universidad. Ernesto Loukota me enseñó la artesanía del lenguaje. Me pedía que escribiera una línea sobre algo –un árbol, un perro, una silla– y al día siguiente nos juntábamos en la universidad para comentar esa línea, su gramática y puntuación. Luego él me asignaba otra línea sobre otra cosa para el día siguiente. Y así. Una sola línea, todos los días. Como si fuera nuestro propio ejercicio zen. Pasó al menos un mes antes de que me permitiera escribir dos líneas. Osvaldo Salazar, en cambio, me enseñó a ser mi propio lector. De vez en cuando, yo le entregaba alguna cosa que había escrito y la estudiábamos juntos, la desmenuzábamos, editábamos no su lenguaje, sino su estructura, su desarrollo y sus temas y su contenido en general. Si Ernesto Loukota me enseñó la artesanía del lenguaje, Osvaldo Salazar me enseñó cómo ser mi propio y más exigente lector.

Yo pasaba aquellos días dando clases, y leyendo libros al igual que un viciado, y aprendiendo a escribir como si mi vida dependiese de ello (quizás mi vida sí dependía de ello), y antes de darme cuenta ya había publicado mi primer libro. Así nomás. Casi por accidente. Me había tropezado con los libros, y luego había caído en la escritura. Pero algo finalmente me empezaba a hacer sentido, sobre mí mismo, sobre mi país. Y entonces llegó un salvadoreño endiablado y me dijo que huyera de Guatemala lo más pronto posible.

***

Durante el último siglo, los escritores guatemaltecos han estado escribiendo, y muriendo, en el exilio. Miguel Ángel Asturias, quien recibió el Premio Nobel de Literatura en 1967, escribió sus libros sobre Guatemala mientras vivía exiliado, en Suramérica y Europa; murió en París, y está enterrado allá, en el cementerio Père-Lachaise. El gran cuentista Augusto Monterroso, tras ser detenido por las autoridades militares del dictador Jorge Ubico, tuvo que salir del país en 1944. Huyó primero a Chile, después a México, donde vivió el resto de su vida, y donde escribió la mayoría de sus cuentos, y donde hoy está enterrado. Luis Cardoza y Aragón, quizás el poeta guatemalteco más célebre del siglo pasado, sufrió un destino similar: también tuvo que exiliarse en México en los años treinta, donde escribió casi toda su poesía y dónde también murió. Carlos Solórzano, uno de los dramaturgos guatemaltecos más importantes, tuvo que huir del país en 1939 –primero a Alemania, después a México– y ya jamás volvió. Mario Payeras, un comandante guerrillero en los años setenta, también escribió mientras vivía exiliado en México, donde murió repentina y misteriosamente (sus restos fueron sepultados en un cementerio en el suroeste del país, pero luego desaparecieron). Una de las novelas guatemaltecas más significativas de las últimas décadas, El tiempo principia en Xibalbá, fue escrita por el autor Kaqchikel Luis de Lión. En 1984, fue secuestrado por las fuerzas militares, torturado durante veintiocho días y luego desaparecido. Su asesinato no se confirmaría sino hasta quince años después, en 1999, cuando su nombre y su número aparecieron en la lista del llamado “Diario Militar”, un documento tenebroso que detalla el destino de los guatemaltecos desaparecidos por las fuerzas militares entre agosto de 1983 y marzo de 1985. Luis de Lión, nacido José Luis de León Díaz, seudónimo Gómez, es el número 135. Su novela fue publicada póstumamente, el más extremo de los exilios.

***

Los escritores guatemaltecos –y los guatemaltecos en general– han estado viviendo durante décadas en un ambiente de miedo. Atreverse a decir algo significaba tener que desaparecer en el exilio, o ser desaparecido literalmente. Este miedo aún existe, tanto en la vida cotidiana como en el subconsciente de los guatemaltecos, a quienes con el tiempo se les ha enseñado a callar. A no hablar. A no decir o escribir palabras que puedan matarlos, matarnos.

La primera consecuencia de esto, por supuesto, es un silencio general. En Guatemala simplemente no se habla o escribe de algunos temas. El genocidio indígena de los años ochenta. El profundo racismo hacia el indígena. El alarmante número de mujeres asesinadas. La imposibilidad de reforma agraria o redistribución económica. Los vínculos estrechos entre el gobierno y los narcotraficantes. Aunque todos éstos son temas que casi definen al país, sólo son discutidos y comentados en susurros, o entre paredes, o desde fuera. Pero una segunda y quizás más peligrosa consecuencia de una cultura de silencio es un tipo de autocensura: al hablar o escribir, uno no debe decir algo que pueda ponerlo en peligro a él o a su familia. La censura se vuelve automática, casi inconsciente. Y el peligro es real. Aunque ya pasaron los tiempos de dictadores, el ejército es aún muy poderoso, y los asesinatos políticos y militares siguen siendo comunes.

¿Cómo puede un periodista ser periodista, entonces, si su vida está a la merced de los artículos que escribe?

¿Cómo puede un novelista o un poeta decir algo sincero sobre su propia gente, sobre la desigualdad social, sobre los niveles intolerables de racismo y pobreza, si su propia vida depende de las palabras de esa novela o ese poema? No pueden. El periodista no puede ser periodista. El novelista no puede permitirse a sí mismo ser sincero. Y el poeta deja de ser poeta. Salvo que, como muestra la historia reciente, y como me fue sugerido por un endiablado escritor salvadoreño, se vayan del país.

***

Me empezaron a seguir. O eso pensé. Fue un par de meses después de publicar mi primera novela en Guatemala, en 2003. Al inicio lo consideré una casualidad, ese sedán negro siempre estacionado cerca de mi casa, y constantemente viéndolo en el espejo retrovisor. Pero después de unos días, la casualidad se volvió paranoia y empecé a hacer las cosas que hacen los guatemaltecos en su estado psicótico normal, de todos los días: siempre cambiando mi ruta, evitando calles oscuras y callejones sin salida, nunca conduciendo solo por la noche (tengo una amiga que hasta compró un maniquí de un hombre, y lo pone a su lado, en el asiento de pasajero, y le habla mientras va conduciendo). También recuerdo que una mañana, en esa misma época, dando una clase en la universidad, dos tipos se pararon afuera del aula y se quedaron observándome por la ventana. Parecían sicarios o tal vez guardaespaldas. Yo sólo seguí dando mi clase, intentando ignorarlos en la ventana, y después de unos minutos ellos se fueron. Al terminar, me aseguré de salir caminando con mis alumnos, en grupo.

Días después, me abordaron.

Estaba en la librería Sophos, husmeando libros sobre una mesa, cuando un hombre mayor se me acercó, presentándose. Estaba vestido con saco y corbata. Me dijo que había leído mi novela y me habló durante unos minutos de sus impresiones. Luego me estrechó la mano de nuevo y, aún sosteniéndola, me dijo que había sido un honor conocerme, que debería de tener cuidado. Le pregunté cuidado con qué. El señor sólo sonrió con cortesía y se marchó. Lo consideré extraño, pero no le di mayor importancia. ¿Tal vez sólo estaba siendo amable conmigo? ¿Tal vez malinterpreté su despedida? En fin, casi lo había olvidado por completo hasta que unas semanas después recibí una llamada.

Era tarde en la noche. La voz en el teléfono me dijo que yo no lo conocía, pero que me estaba llamando como un amigo, para advertirme de mis enemigos. ¿Qué enemigos? Yo no tenía enemigos. Yo nunca he tenido enemigos. Me ignoró y continuó hablando y yo no lograba entender a qué se estaba refiriendo. ¿Era algo que había escrito en mi novela? ¿Algo que había dicho en alguna de las entrevistas recientes? ¿Algún comentario crítico sobre el país, sobre los políticos, sobre los guatemaltecos en general? De pronto me puse tan nervioso que dejé de prestar atención. Apenas oí lo que me dijo. Y ahora lo he olvidado casi por completo. Pero sí recuerdo tres cosas. Uno, pensar que su voz me sonó familiar, como si ya la hubiese escuchado en alguna parte. Dos, la mención de los nombres de mis padres y hermanos. Y tres, las últimas palabras que me dijo: Mejor no andar hablando demasiado. Luego colgó.

Al día siguiente cambié mi número de teléfono. Hasta cambié de proveedor. Pero igual empecé a dormir menos. Perdí peso. Salía de mi casa sólo cuando era absolutamente necesario. Hasta cancelé dos entrevistas de radio que tenía programadas, dándoles alguna excusa de mi trabajo o salud. No tenía ni idea qué estaba pasando, qué cosa había hecho o dicho o escrito, pero definitivamente algo estaba pasando. ¿O no? Y de pronto, al final de una tarde de lluvia, alguien llegó a mi casa.

Aún hoy, por seguridad, no puedo dar muchos detalles. Pero lo conocía de antes. Entonces, cuando abrí la puerta y lo vi ahí parado, no pensé nada malo. Sí me pareció extraño, claro, que él llegara a mi casa. Lo conocía, pero sólo casualmente. No lo había visto en años. Y nunca antes había estado en mi casa. Me sonrió y me estrechó la mano y hasta me dijo que sentía mucho tener que molestarme en mi casa. Pero luego entró sin pedir permiso y de inmediato, mientras se sentaba en uno de los sofás, desenfundó una enorme pistola negra y la colocó con fuerza y énfasis sobre la mesa de la sala. Me dejó mudo. Me senté en el otro sofá, frente a él. Y ahí quedó la pistola, entre nosotros, en todo su resplandor negro metálico. Estaba él vestido en botas de vaquero y un grueso chaleco lleno de bolsas, como los que usan los fotógrafos. Me habló un poco de menudeces, preguntándome por este o aquel amigo, y luego se quedó callado unos segundos, que a mí me parecieron horas, antes de lanzarse a hablar de Hitler. Yo me sentía perdido. Hasta mareado. Recuerdo percibir gotas de sudor descendiendo por mi espalda. Aunque quería ser discreto, no podía quitarle la mirada de encima a la pistola. Y él sólo me seguía hablando de Hitler, a mí, un judío. Me dijo que Hitler era uno de sus héroes. Me dijo que Hitler era uno de los mejores hombres que jamás había existido. Me dijo que admiraba a Hitler porque siempre supo cómo deshacerse de sus enemigos. Me dijo que todos deberíamos aprender de Hitler. Luego me preguntó si había entendido y yo logré balbucearle que sí y él tomó su pistola de la mesa y se puso de pie y se marchó en silencio de mi casa.

*Este ensayo es parte de “Biblioteca bizarra” (Jekyll & Jill, 2018)

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Versus de Karlos Linazasoro en Un libro al día



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Koldo CF reseña Versus, de Karlos Linazasoro, en Un libro al día:

Idioma original: Euskera

Título original: Versus

Traducción: Karlos Linazasoro

Año de publicación: 2013 (eusk) – 2018 (cast)

Valoración: Recomendable

Los náufragos y las islas desiertas son una de las figuras más recurrentes en la historia de la literatura (y del cine). Personajes como Ulises, Robinson Crusoe o el capitán Grant y títulos como “Relato de un náufrago”, “Dos años de vacaciones” o “Los náufragos del Batavia”, por poner solo algunos ejemplos, han dado lugar a lo que podríamos considerar un sub-género en el que caben desde la epopeya hasta la novela “filosófica”, pasando por la novela de aventuras pura y dura.

Versus es un nombre más a añadir a la lista de náufragos literarios. De él conocemos solo algunos datos o pistas, tal vez falsas: que naufragó más o menos en la década de los 80 (aunque Versus no recuerde cuanto tiempo lleva en su isla), que tiene unos sesenta y pico años (es decir, unos 48), que es políglota, culto, amante de las paradojas y un tanto ciclotímico.

De la isla solo sabemos que está completamente desierta, que mide 10 metros de largo por cinco de ancho y que en su centro hay una palmera de más de cuatro metros de altura.

Otros datos, más o menos importantes (allá cada cual), que tenemos de Versus: que en su juventud fue cleptómano, que hubo momentos en la isla en los que se masturbaba un tanto compulsivamente, que cuando consiga escapar de la isla escribirá una novela, etc.

De los párrafos anteriores habréis podido deducir que lo que diferencia a Versus de otros famosos náufragos es que en él no encontramos rasgo alguno de heroísmo. Versus es, más bien, un náufrago tragicómico, un náufrago cotidiano, un hombre que intenta alcanzar la felicidad (dentro de lo posible), rebajar la nostalgia, calmar la ansiedad…

Todo esto lo conocemos a través de los 99 microrrelatos que componen el libro. 99 textos que se alejan un tanto de algunos estereotipos del género (giros inesperados, finales sorprendentes, etc). 99 historias en los que se combinan recuerdos, sueños, hechos del día a día, estampas periodísticas y manuales de supervivencia, que giran alrededor de temas como la incomunicación, la soledad, la nostalgia y la esperanza (Versus atado al yugo de la soledad, Versus y sus dudas, Versus y sus recuerdos, Versus y sus delirios) y que fluctúan entre la poesía y el absurdo. Porque el tono general de Versus está marcado por la metáfora, por la imagen y por la poética de la soledad, lo que no es óbice para que Linazaroso juegue con situaciones cotidianas que, observadas con detenimiento, rayan el surrealismo.

En resumen un libro curioso, diferente, un artefacto literario juguetón y desmitificador que de manera un tanto peculiar vuelve a poner al lector ante las grandes preguntas que ya se formularon aquellos que partieron de Ítaca hace unos cuantos siglos.

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Versus de Karlos Linazasoro en Le Cool Barcelona



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Juan Carlos Portero recomienda Versus, de Karlos Linazasoro, en Barcelona Le Cool:

En una isla que mide diez metros de largo y cinco de ancho vive Versus. ¿Una isla-naúfrago o una isla-naufragio? Las 99 píldoras que alimentan la estampa de esta pequeña isla desierta sirven de bálsamo ante la soledad y la nostalgia. El cielo y la tierra como sustento de esa identidad concreta y abstracta, donde pasamos de la tragedia a lo cómico como modo de vida, donde se suceden los recuerdos, los sueños y el día a día. Como si se tratara de un manual de supervivencia. ¿Quién no se ha sentido alguna vez Versus? Somos náufragos desorientados, confundidos, esperanzados, víctimas renacidas. Ante la esperanza, un grito a la incomunicación, no saber de nada y querer saber de todo. Ya se encargará el océano, un inmenso catálogo de respuestas a las incertidumbres, un pozo al que devolver toda las desgana que despreciamos.

Versus es la metáfora de todo el desamparo que marca la vida. ¿Y si te encuentran? Todo claro, preparas un discurso de bienvenida, aclaras tus negocios poéticos y les brindas el pan que cae del cielo. La palmera que te acompaña como esa garita que ve más allá de los mares, como púlpito mitinero de lo trágico y soñado. Vives en un poliédrico espacio del todo a la nada, de la nada al todo. Surcan largas distancias imposibles para el náufrago que camina por el borde en busca de la madre que le llama. A Versus hay que volver, en silencio, sin alardes, como una sesión de gimnasia poética todopoderosa. Porque la elegancia se sirve en poco más de cien páginas.

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Eduardo Halfon Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 2018



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El escritor Eduardo Halfon ha sido reconocido con el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 2018. 

El Premio Nacional de Literatura de Guatemala «Miguel Ángel Asturias» es el máximo galardón literario otorgado anualmente por el Ministerio de Cultura y Deportes, a través de su Dirección General de Artes y por medio de un Consejo Asesor de Letras al conjunto de la producción de un autor o autora, en consideración de su calidad y aporte al desarrollo de la literatura guatemalteca.. En anteriores ediciones, el premio ha recaído en Augusto Monterroso, Ana María Rodas, Rodrigo Rey Rosa y Delia Quiñonez, entre otros.

Jekyll & Jill tiene el honor de haber publicado dos de sus obras: Saturno (2017) y Biblioteca bizarra (2018).


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Biblioteca bizarra en la revista de Air Nostrum (Iberia)



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Rafa Rodríguez recomienda Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon, en la revista de la compañía aérea Air Nostrum (Iberia). Nº. 14, septiembre/2018.

Biblioteca bizarra
Bizarre Library
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El guatemalteco Eduardo Halfon escribe con precisión, alma, ritmo y pasión en las seis crónicas reunidas en este libro. Habla debibliotecas, de la paternidad, de la memoria infantil o de los peligros de ser escritor en su país de origen. Una maravilla adictiva que engancha desde su llamativa portada.
Guatemalan Eduardo Halfon is the author of six exiting, passionate and precisely written chronicles featured in this book. In them, he talks about libraries, parenthood, childhood memories and the dangers of being a writer in his homeland. An addictive book with a cover that catches the attention of its readers straight away.

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Magistral de Rubén Martín Giráldez en General Entrescu



Sebastián Eugenio Sánchez reseña de Magistral, de Rubén Martín Giráldez,  en el blog General Entrescu:

Sobre este libro hay para decir lo siguiente: confusión, recursividad y argumentos. Y que me gustó como un putas.

[Nota liminar: Magistral es el libro que yo leí , mientras que «Magistral» es el libro del que habla el narrador de Magistral. Por claridad, evitaré el uso del adjetivo «magistral» a lo largo de este comentario, por más que sea apropiado en algún punto]

Confusión: Magistral lo narra alguien que tiene la pretensión de entablar una conversación con uno mientras comenta «Magistral». Si uno le responde al narrador, es posible que esa conversación se entable en cada página, casi que en cada línea, recurso por el cual el libro se vuelve inagotable. Sin embargo, hay un trasfondo narrativo (¿novelesco?) que mantiene en suspenso la figura del narrador como una figura provisional que eventualmente daría paso a algún tipo de acción en algún tipo de espacio que transcurra durante un determinado tiempo. Hasta la última página estuve esperando que la historia comenzara. Esto genera una cierta confusión saludable que obliga al lector a traer piezas de aquí y de allá para intentar darle el contenido narrativo a ese trasfondo. Confusión, por cierto, entre si lo que se tiene en las manos es o no una narración. En la última página la confusión se resuelve y obviamente no me voy a poner acá  de malcriado a decir cómo. Hipótesis: en el futuro distópico de cualquier distopía totalitarista gestionada por la Real Academia, el comentarista de «Magistral» se dirige a un tribunal de censura.

Recursividad: hay un montón de recursos literarios desplegados a lo largo de las poco más de 99 páginas del libro que tiene 100 páginas. Destaco el uso de la ya mencionada falta de claridad argumental que, hasta cierto punto muy determinado, permite dudar razonablemente si lo que se tiene entre las manos es un opúsculo de crítica literaria o una novela. También aparecen: juegos de palabras; arquetipos como el heraldo, el Watson, el corruptor; el juego de diagramación/ maquetación; el acertijo de entretención; el callejón sin salida; la exasperación al lector por medio de los continuados insultos; la autorreferencialidad crítica; la palmada en el culo al sinsentido. En un punto de la novela, aparece una referencia a Notable American Women, por Ben Marcus. Al principio, creí que se trataba de una pseudo recensión acompañada de una pseudotraducción acompañada de una pseudocrítica muy al estilo de Borges lo del zoilo ficcional encarnado por Lem en Vacío perfecto, pero luego me di cuenta de que el libro de Marcus realmente existe en un sentido muy similar al sentido en el que existen en Magistral las páginas que reproducen páginas de Notable American Women. El ejercicio es un ejercicio de admiración a Marcus en intersección con las críticas al idioma español y a la literatura española, pero los detalles de esta referencia se me escapan. Eso sí, quedé con ganas de leer el libro de Marcus.

Argumentos: corresponde a cada lector distinguir qué argumentos merecen atención y cuáles son berridos de niño malcriado que hay que dejar apagar, pero el caso es que Magistral está compuesto casi en su totalidad por un alegato en contra de la cultura /industria editorial española y de Los Lectores, sea lo que sea que eso quiera decir. Un ejemplar en la página 97:

Los amanuenses confundís con inspiración la psicosis-despertador que os inoculamos. Cuando dictamos, dictamos, y es fácil, todo son facilidades, todo va rodado, hasta parece que tengáis talento; cuando cuesta, es que no estamos dictando: no hay equivocación posible: si lo que viertes ahora es una combinación perdedora, no lo dudes más: no estamos dictando: lo que tú interpretas como baja inspiración es bloqueo, es voz digestiva y auténtico regüeldo. Pom-pom. ¿Quién es? Soy la leche retirada de tus pechos. Tú mismo te estás diciendo: Para, déjalo, pon a salvo tu dignidad. Si no te escuchas a ti mismo, dime, ¿de qué te sirves? El púlpito del bloqueo, la sentenciosidad y el aforismo son, son, son: síntomas, todo síntomas de que no eres un genio. No sirves. Si estás leyendo esto no sirves, porque para servir deberías haberlo escrito tú, como mínimo, y así al menos servirías en alguna de las acepciones del verbo. Serías chambelán, comercial, fruslero, remedista, caravanero, vendedor ambulante, mercader, vigía de algo, barquero, conector, alabanza, alzacuellos, madrigal; pero no escribes: lees. Repite: No sirvo sino a quien leo.

Se me hace que toda esta pirueta del comentario a «Magistral» que me encuentro en Magistral no es otra cosa que la forma que Martín Giráldez tiene para decirnos: «Y eso que apenas estoy calentando, gonorreas».

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David Pérez Vega reseña Biblioteca Bizarra



 

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David Pérez Vega reseña Biblioteca Bizarra de Eduardo Halfon  en revista Eñe:

Después de leer los tres libros que Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) ha publicado en la editorial Libros del Asteroide (Monasterio, Signor Hoffman y Duelo) en tan sólo cuatro días, me apeteció seguir con su obra y compré en La Central de Callao los libros Mañana nunca lo hablamos y Biblioteca bizarra.

Lo cierto es que intuía que si le escribía a Víctor Gomollón, el editor de Jekyll & Jill, al que sigo en Facebook, el libro de Biblioteca bizarra para reseñarlo, me lo enviaría. Pero ocurrieron dos cosas: quería leerlo de forma inmediata, tras los otros libros de Halfon, y además me di cuenta de que ya había salido al mercado la segunda edición, pero que en La Central aún quedaban ejemplares de la primera. Y al abrir ejemplares de la primera edición vi que los libros estaban numerados. Busqué el número más bajo y me lo llevé a casa. Tengo el 126 de la primera tirada de este libro. Éste tipo de detalles libresco-fetichistas se inventaron para gente como yo.

Después de acabar con Mañana nunca lo hablamos, el mismo día empecé (y terminé) Biblioteca bizarra. Este libro está formado por seis textos que fueron publicados en revistas literarias entre 2011 y 2017. Los seis han sido revisados y quizás ampliados o reescritos. Al final, en la nota que explica su lugar de procedencia, se da la siguiente información de cada una de estas composiciones: «Una primera versión de XXX fue publicada en YYY, con tal fecha.»

Los seis textos de Biblioteca bizarra podrían ser calificados de relatos, pequeños ensayos o artículos. En realidad, creo que no tiene mucha importancia la distinción, puesto que Eduardo Halfon, como otros escritores actuales, juega a la mezcla y confusión de géneros narrativos.

El primer texto es el que da título al libro, y en él se describen diversas bibliotecas que Halfon ha podido ver (o de las que ha oído hablar) a lo largo de su vida. La primera biblioteca es la de una de sus tías abuelas, que ha muerto recientemente, y Halfon va a su casa a ver la enorme biblioteca que esta mujer ha dejado tras de sí. «Me vestí con el entusiasmo que sólo conoce un bibliófilo.», leemos en la página 15. Se trata de una biblioteca dedicada a un único tema: el sionismo. Un aire melancólico acaba impregnando las reflexiones de Halfon, que, como en otros de sus libros, medita aquí sobre su condición de judío. Otra de las bibliotecas de las que habla es llamada La biblioteca salvaje y aquí se habla de la relación de Roberto Bolaño con Antonio di Benedetto que dio pie a la existencia del cuento de Bolaño titulado Sensini. En realidad este primer relato (o miniensayo o artículo) tiene un aire muy bolañesco, de ese Bolaño salvaje y erudito, del Bolaño que acaba de leer a Borges. De hecho, diría que además de hablar del cuento Sensini, existe aquí otro homenaje a Bolaño en las páginas de La biblioteca mojada, en las que se habla de un médico riojano que regala todos los libros que compra y que lee en la bañera. En una entrevista, Bolaño comentaba que su amigo el poeta Mario Santiago (que da origen al personaje Ulises Lima) leía en la ducha.

También, Biblioteca bizarra me ha hecho pensar en muchas de las páginas de un bibliófilo como Enrique Vila-Matas.

El segundo relato se titula Los desechables y habla de una conferencia sobre literatura que Halfon tuvo que dar en Bogotá para un público formado por personas de la calle en proceso de integración social. No es la primera vez que me ocurre al leer a Halfon, pero en estas páginas he sentido más que en otras la conexión de algunas de sus propuestas con las del escritor argentino Sergio Chejfec. En el libro de relatos de Chejfec Modo linterna, el autor también convierte en objeto del cuento los actos y las charlas literarias.

Halfon, boy es el texto que más me ha gustado de este libro. En este relato, Halfon habla del nacimiento de su hijo en Nebraska, donde trabajo como profesor de literatura. Se habla aquí del hijo y de los problemas que encuentra en la traducción de la obra del autor norteamericano William Carlos Williams, que a su vez fue traductor del español al inglés, y un médico pediatra que ayudó a que llegaran muchos niños al mundo. La forma en la que Halfon une sus reflexiones sobre la obra de Williams y el nacimiento de su propio hijo me ha parecido brillante.

Saint-Nazaire es el texto, de los presentes aquí, que más se relaciona con la parte de la obra de Halfon que ha tenido más repercusión (Monasterio, Signor Hoffman y Duelo), puesto que habla de una de las experiencias europeas de su abuelo polaco. También se habla aquí de escritores, y esto entronca más con el espíritu ensayístico de Biblioteca bizarra. «¿No es la nimiedad, pues, la materia prima del cuentista? ¿No son las anécdotas en apariencia mínimas, es decir, insignificantes, la arcilla misma con la cual el cuentista trabaja su artesanía y moldea su arte?», escribe Halfon en la página 78, comentando los cuentos de Chejov y también su propia obra.

El quinto texto se titula La memoria infantil y se subtitula Notas a pie de página. Me he sentido afortunado al leerlo, porque ha dado la causalidad de que estas páginas son un comentario al libro Mañana nunca lo hablamos que, como comentaba al comienzo de esta reseña, había acabado el mismo día que leía esta reflexión personal sobre los cuentos de ese otro libro. De hecho, el comienzo de este miniensayo es el texto de contraportada de Mañana nunca lo hablamos. Aquí se apostillan los cuentos del otro libro, y se explica, en cierta medida, cómo están hechos y por qué; cómo es el recuerdo o el impulso que lleva a Halfon a escribir un cuento a partir de un recuerdo o una sensación del pasado. «Un escritor escribe desde allí: desde lo que ha visto, desde lo que ha escuchado, desde los olores y sonidos que revolotean como mariposas en su memoria. No escribe su memoria. Escribe solamente a partir de ella. Desde ella. Hacia delante.» (pág. 88), «Veo esas imágenes en el álbum de mi memoria: inconexas y opacas y acaso inventadas. El hilo que las une es la literatura. La literatura, hilvanándolas, les da sentido. El oficio de un escritor no difiere del oficio de un sastre. Parches, remiendos, costuras, hilos, retazos que, con oficio, crean la ilusión de un todo.» (pág. 89)

De los recuerdos que cita lo que más curioso me ha resultado es ver cómo algunos de ellos servían de base a relatos que estaban en el libro Mañana nunca lo hablamos y otros no llegaban a relatos de ese libro; recuerdos que se perderán o que, tal vez, den lugar en el futuro a nuevas narraciones.

En esta quinta narración también nos encontramos con Rol, uno de los trabajadores de la casa familiar de Halfon, que protagonizaba uno de los relatos de Mañana nunca lo hablamos y del que se habla aquí, de nuevo, muchos años más tarde.

Cierra el volumen la narración más ominosa de todas, Mejor no andar hablando demasiado. Aquí Halfon reflexiona sobre la condición del escritor en un país como Guatemala, además de su propio proceso de transformación desde ser un ingeniero hasta convertirse en un escritor. «Durante el último siglo, los escritores guatemaltecos han estado escribiendo, y muriendo, en el exilio.» (pág. 102). Aquí hablará de Miguel Ángel Asturias, Augusto Monterroso, Luis Cardoso y Aragón o Luis de Lión. La escena final que cierra el relato y el libro es terrible: Halfon recibe una visita amenazante en su casa después de haber publicado su primer libro en Guatemala.

Biblioteca bizarra es un libro que gustará a los lectores habituales de Eduardo Halfon, a los que le conozcan por sus libros más famosos (los publicados por Libros del Asteroide), aunque creo que también podría ser una buena puerta de entrada a su obra. Hasta ahora no había leído ningún libro de la editorial Jekyll & Jill, dirigida por Víctor Gomollón y la verdad es que me ha impresionado el cuidado con que está editado Biblioteca bizarra, un precioso libro-objeto.

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