«El castellano es hoy un idioma monigotado».
Magistral, Rubén Martín Giráldez
Magistral es un libro que habla sobre sí mismo. Y, sobra decirlo, se considera magistral.
Su autor, Rubén Martín Giráldez, lo define como «un sermoncillo salvaje y jocoso de un narrador convencido de que el castellano está estropeado y que propone asaltar otros idiomas». Y lo archiva en un estante inventado: «Mi humilde género aquí sería el del desparpajo demoníaco, por no manejar categorías rancias, y ya que no me dejan llamar novela a lo que hago».
Este narrador, que en principio no es el propio Martín Giráldez aunque se le parezca mucho, habla durante cien densas páginas de la lengua española y de su involución. Lamenta su estado actual, critica a los malos escritores (dejando sólo un pollo con cabeza, el escritor Ben Marcus) y a los lectores que no leen o leen mal, entre otros asuntos.
¿Para qué escribir si no se cree uno un genio?
LA DICTADURA DE LO EXPLÍCITO
Este narrador ficticio dice ver a su lado «libretistas muertos de miedo de hacer una frase que no se entienda a la primera». ¿Es así ahora en la literatura y en el periodismo? ¿Escribimos para el lector más básico en lugar de hacerlo para el más inteligente o, al menos, para la media? ¿Arriesgamos poco? ¿Dónde deberíamos poner el listón?
Martín Giráldez justifica en parte esta tendencia a la simplicidad: «diría que a los periodistas os toca apostar más por lo inteligible que a los poetas, claro». Pero puntualiza: «sin embargo, es una realidad que nos las vemos con una cierta porción (generosísima) de simplificación injustificada a diario, por más que el nivel de comprensión lectora sea alarmante. Empiezo a preguntarme qué fue antes, y diría que vuestro cometido pasa por exigir, no por rebajar».
Hay que tener arrestos para escribir con el lenguaje crudo con el que uno piensa
Un buen ejemplo de cómo dirigirse a un público heterogéneo sin caer en la simplicidad se encuentra en las películas de animación dirigidas a un público familiar. El guión principal está creado para niños de 10 o 12 años, pero eso no impide que haya guiños para los adultos y también escenas que pueden entender los niños de cuatro.
El nivel de simplicidad que se elige ahora para muchos artículos por miedo a que alguien los malinterprete sería el equivalente a que esas películas estuvieran creadas pensando sólo en los niños de cuatro años. Haciendo eso, te aseguras que todo el mundo lo entienda, pero pierdes a los espectadores adultos y desperdicias las posibilidades del medio.
Parece que impera ahora una pasión por lo explícito, un miedo por que «no se entienda», quizá alimentado por la posibilidad relativamente reciente de que cualquier lector deje por escrito su opinión. O por el hecho de que en general tenemos poco tiempo y no queremos que nos lo pongan difícil. Es lo que el autor llama «escribir en voz muy alta». Ante esa voluntad general de agradar y explicar demasiado, Martín Giráldez se propone hacer con el nada sencillo Magistral «un masaje de tortura para doscientas y pico personas».
LA ALTERNATIVA A ESA SIMPLICIDAD
En efecto, la prosa de Martín Giráldez no es sencilla. Utiliza cultismos, palabras poco frecuentes y en ocasiones palabras inventadas. Sus párrafos son largos y sus frases enrevesadas. Debería leerlo quien tenga interés por el lenguaje, pero sin olvidar coger aire como quien se sumerge en el océano, porque quizá no aguante muchas páginas del tirón.
Con esa escritura compleja, Martín Giráldez critica ese «idioma monigotado» que es el castellano hoy en día. «Esa serie de improperios se refieren al aplanamiento, la estandarización del castellano peninsular, unas veces por parte del mundo editorial (con cierto conocimiento de causa), otras por los organismos de normativización (creo que hay que echar mano de la RAE o de Fundéu, pero sin elevarlas a la categoría de esfinges con ojos de láser) y otras por pura ignorancia (y hablo más de los medios de comunicación que de la lengua de la calle, contra la que una persona sensata que escribe (morónico oxímoron) no debería coleccionar demasiados reproches)».
El lector puede sentir una cierta antipatía al ver que el autor se lo pone así de difícil, pero no abandona la lectura, quizá en parte por orgullo, por no pertenecer a ese grupo de lectores «simples» tan criticados en Magistral.
Si te rindes en la primera página, no me sirves ni como lector ni como enemigo
Magistral, dice Martín Giráldez, «prevé los bracitos en jarra del reaccionariado»; pero no se achanta.
No olvidemos que Rubén Martín Giráldez escribe así no sólo porque quiere, sino sobre todo porque sabe y porque puede. A quien tenga que leer dos veces uno de sus párrafos para entender lo que dice, le espetará:
No es que no sepa explicarme mejor, es que a ver quién eres tú para merecer mejor explicación
¿IMPORTA REALMENTE LA OPINIÓN DEL LECTOR?
El narrador de Magistral critica a esos «probadores de venenos» que catan la maltrecha producción editorial e incluso a los lectores que lo admiran, a los que llama «bardólatras». Se lamenta de lo que él llama la «muerte de la diferencia»: que su libro se valore con el mismo entusiasmo que otros que él considera pésimos. De nuevo, vemos un paralelismo con la sobreproducción digital, en la que los límites que diferencian la calidad se difuminan.
Vale al todo vale, pero no al todo vale igual, amigo
El escritor ficticio se queja de cómo es percibida su obra, entrando así en un terreno que debería estarle vetado: una vez publicado un texto, el autor ya no tiene potestad sobre el efecto que este cause ni puede decidir cómo quiere que se entienda. El escritor real, llevando la contraria a su alter ego, dice: «Lo que espero de Magistral es que me la lean, no leérsela yo a otros. En general me parece obsceno que un autor explique cómo se ha de leer su novela. Eso sólo me parece lícito tras un intervalo prudencial de unos años, cuando el público ya ha hecho bastantes lecturas y pronunciamientos».
Magistral está repleta de frases que uno colgaría en su salón, aunque quizá el autor no estaría de acuerdo con regentar según qué salones y por según qué motivos.
¿Hay, acaso, una forma correcta de entender el libro, cualquier libro? A menudo, tal vez por hacernos los entendidos, caemos en una sobreinterpretación de las manifestaciones culturales. Como el observador que encuentra significados en un cuadro abstracto o aquellos críticos que se quedaron maravillados por el recurso de un perro que cruzaba la escena en un momento clave de una película hasta que el director explicó que no era su intención, que simplemente no pudo hacer nada para detener al can.
Me leías mal y todo suena estúpido cuando lo lees tú
—¿Sería posible, entonces, una crítica de Magistral que no irritara a ese autor inventado?
—Si lo he hecho bien, no —responde el autor de carne y hueso, conciso casi por primera vez en el libro y en la entrevista.
«Soy el traje nuevo del emperador», dice el narrador en un momento dado de la novela. No sería descabellado que Magistral se convirtiera en uno de esos libros que nadie se atreve a decir que no le gustan. Decirlo es meterse en el saco de esos lectores que no entienden, que no tienen paciencia y que gustan de frases simplonas.
Las estadísticas dicen que muchas personas aseguran que su libro preferido es uno que no se han leído, sólo por quedar como eruditos. El autor es escéptico ante esta posibilidad: «a lo mejor alguien confunde Magistral con algo erudito cuando no lo es ni por el forro», asegura, añadiendo que el envoltorio «de elegancia canalla» que le ha dado al libro Víctor Gomollón, el editor de Jekyll & Jill, indica bastante bien por dónde van los tiros. «Estoy conforme con no ser leyenda».
La versión moderna de este traje nuevo del emperador serían esos artículos compartidos por su título, sin ser leídos. Ese «me pongo este artículo por montera, lo suscribo, y así quedaré como un intelectual» que tanto se lleva en las redes sociales.
Entre todo este metalenguaje, Magistral tiene otra característica interesante: no se trata de un libro lineal, sino que incluye elementos que alteran su forma, el continente. Por ejemplo, alterna páginas escritas en otros idiomas, la portada y la contraportada de otro libro (impresas en papel de diferente grosor y brillo e «incrustadas» en medio de la lectura), propone interacción en algunos puntos (por ejemplo, pulsar con el dedo en un determinado punto) o habla de «tú» con el lector, logrando un efecto de integración de este en la historia.
¡Fuera las manos hasta que yo te diga! Te veo muy envalentonado. Te advierto de que, conforme más páginas avancemos, más te va a doler
Pese a esta originalidad, Martín Giráldez saca la modestia de la que su alter ego —que cuando habla de virtudes lo hace en singular y cuando habla de defectos, en plural— carece: «Magistral no se cree novísima en su expresión, es bastante clásica».
«La verdad es que pretendo hacer autobiografía, o que a largo plazo estos libros puedan leerse como tal, pero como uno nunca entrega la Verdad en la autobiografía, me he deshecho de esa carga en favor de un poco de fábula», dice el autor, preguntado sobre si el protagonista de su novela tiene en realidad más de él de lo que confiesa. «Muchas de mis obras preferidas no dejan de ser reflexiones con un gran sentido del espectáculo, un cabaret de la lengua», se defiende, pensando en la carga autobiográfica de Los negros de Jean Genet o de los textos de Fernando Arrabal.
Quien escribe estas líneas se enfrenta a este artículo con un cierto miedo. De que no se entienda, pero sobre todo de que se entienda demasiado bien. De haberse dejado llevar por esa dictadura de lo explícito.
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