Porque ya no queda tiempo, de Rafa Cervera (Jekyll & Jill) | por Óscar Brox
Habitaciones de hotel. Lugares de paso. Puntos de encuentro. Oficinas. Porque ya no queda tiempo comienza en la de Lou Reed, en Nueva York. Es 1995. Rápidamente viajamos atrás en el tiempo. A la infancia. A la calle Palomar, la casa familiar, a las fotografías del tío Lugosi y la complicidad que se fragua con un pequeño Rafa Cervera. Complicidad, carácter, manera de mirar el mundo. Qué cabecita si no se estropea. En estos primeros compases de la novela, uno tiene la sensación de caminar entre mitologías. Está Lou Reed, el coloso musical que aparece de muchas formas en el libro, pero está también aquella València familiar de la que cada vez quedan menos cosas. La València de Ciutat Vella, de calles estrechas y edificios decadentes pero emblemáticos; lo suficiente como para albergar los restos de la editorial Prometeo. Están las letras de Reed, surcadas por sus preocupaciones literarias, y están las fotografías de la vieja Leica familiar. Y está la memoria de Rafa Cervera para conceder una nueva vida a todo ese amasijo de voces e instantes, de lugares y personas, con los que cuajar un estado de ánimo. Una identidad. La suya.
De aquel niño que posa en la foto disfrazado, entre su tía y la sonrisa de su madre, a aquel otro que comienza a escuchar música. Que pasa del colegio a la tienda de discos y las cubetas; de las primeras amistades, unas más fugaces que otras, a esos vínculos casi sanguíneos que atraviesan la novela: Leivas, Jean Montag, El Bello, Macías… Cervera escribe sobre el pasado, no tanto para consignar aquello que echa de menos, sino para armar ese retrato con el que (d)escribirse. Con el que saltar por encima de la etiqueta de periodista musical y continuar lo ya apuntado en su anterior novela, Lejos de todo. Esa canción de La Velvet, aquella chica del Gintonic en la discoteca, el concierto de Reed en Usera, la primera entrevista en el hotel Londres. Son fechas, son momentos, pero Cervera tiene la habilidad suficiente para conferirles algo más: vida, emociones; la sensación de que algo se movía y cambiaba. Y lo hace sin abusar del tono confesional, respetando en muchas ocasiones una intimidad que evoca con delicadeza; casi, con prudencia.
Tanto Lou Reed como Andy Warhol son figuras omnipresentes en un relato que pasa también por narrar la euforia cultural de una España arrancada de las manos de la dictadura. De un país que se convierte en música, pintura y cine, en noches que nunca acaban y vanguardias que se consumen a la velocidad de las vidas efímeras de quienes las protagonizan. Esa efervescencia vital impregna toda la novela de Cervera, si bien el autor sabe cómo hacer que bascule de una época a otra: la llegada a Madrid, los primeros escarceos culturales, la forja de un camino, Barcelona, Nueva York y todas las historias que, de pronto, se desencadenan ante sus ojos. Gente que viene y va, la familia que permanece en València y esos vínculos que se resquebrajan con las cuitas existenciales. Ese Lou Reed casi impenetrable, que cuando te felicita no sabes si es sarcasmo o reconocimiento. O ese Bowie al que consigues arrancar una fotografía tras montar guardia junto al camerino. De repente caen las Torres, el mundo redescubre el horror. Madrid se va difuminando y vuelve a aparecer València. El Saler. Ese espacio vacío, al calor de la Albufera, que se convierte en un nuevo hogar.
Uno lee a Rafa Cervera como si estuviese persiguiendo algo; las palabras justas, diría. Esa descripción, ese retrato, con el que plasmar no solo un estado de ánimo sino, también, un tiempo. De ahí pasajes tan bellos como el que dedica a Pablo (Sycet) y su amistad con Jaime Gil de Biedma; al propio Reed y sus años de aprendizaje con Delmore Schwartz; a Jean Montag y su mujer o a Roberta Marrero. O, sin duda, a la mirada del padre, que cierra el libro con la foto de solapa. Por eso, me gusta pensar que Porque ya no queda tiempo es una obra que habla de amistad, de otro tipo de amor, de esas palabras que cuesta tanto hacer brotar porque son demasiado sinceras (y la sinceridad, literaria o no, siempre asusta). Y por eso, también, uno tiene la sensación de que Cervera da muchas vueltas, muchos saltos, que nos conduce por infinitas puertas giratorias, porque necesita demorarse para dar con el gesto exacto, con la palabra exacta, con la emoción que necesita. Para consignar la importancia de todos aquellos momentos y, sobre todo, su lugar en aquel maremágnum. Para dejar constancia de los que pasaron, de lo que ha quedado de todos ellos y de lo que, quién sabe, quedará de él. De cómo le gustaría que fuesen los recuerdos y de qué hacer con todas esas pequeñas y grandes mitologías que construimos y nos acompañan a cada cambio de edad.
Para alguien que ha escrito que los recuerdos no pueden esperar, que ha consagrado parte de su carrera al retrato de artistas, lugares y discos, hacer memoria es un poco como aquello que decía Jacques Derrida: cada vez última, el fin del mundo. Leer su novela invita a pensar en una suerte de tiempo excepcional, único, que sin embargo se borra porque todo pasa demasiado rápido. Que se olvida y precipita esa especie de horror vacui que no se sabe muy bien adónde conduce. Por eso, como digo, me gusta pensar que este es un libro de amistades (una especial, la de Esteban Leivas) y maestros, de paternidades y de cómo el tiempo configura nuestro rostro una vez alcanzada la madurez. Una novela que acaba, pero que me resisto a creer que no sea con un punto y seguido. Que nos deja en esa especie de fortaleza de la soledad ubicada en El Saler, pero que concentra toda la energía de una época, de unas vidas, de unas voces con las que construir fragmento a fragmento una voz propia. Un espacio vital. Una identidad.
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