Rafa Cervera, periodista de los que quedan pocos, va ya por su tercera novela en el fantástico sello Jeyill&Jill de Víctor Gomollón: tras toda una vida escribiendo en gran cantidad de medios de renombre, este escritor oriundo de esa isla extraña que es El Saler —que compagina turistas estacionales y una gran soledad—, se puso manos a la obra con otra vertiente de la literatura y comenzó a construir una obra que hoy escribe una nueva línea en la bibliografía con esta Canción para hombres grandes que comienza con una fantástica imagen de cubierta de Josep Ros, muy en la línea de eso a lo que nos tiene acostumbrados Gomollón y que hace de la lectura de un libro de su editorial una experiencia que combina con gran acierto lo literario y lo extraliterario.
En esta ocasión, el autor que comenzó escribiendo sobre Bowie, nos ofrece un relato de cambios profundos; una historia de autoconocimiento, de celebrarse a uno mismo poco a poco pero sin complejos, en una edad madura, tras una etapa larga, una etapa de esas que uno piensa que lo definen y que es ya para toda la vida. En esta canción, el protagonista sufre una ruptura que lo separa de la mujer con quien se veía para siempre: ella pincha esa burbuja de comodidad en la que a veces nos asentamos y de la que a veces también la otra persona sale sin que nos demos cuenta. El protagonista de la novela de Cervera, entonces, se encuentra con una sexualidad olvidada o reprimida, que mucho tiempo atrás, antes de todo lo femenino, la encarnaba un bañador Speedo mojado en una piscina. De nuevo a solas consigo mismo, e inmerso en un proceso de reconstrucción postraumático, el protagonista de Canción para hombres grandes decide —quizás no es propiamente una decisión, sino un episodio indefectible— retomar el hilo de una faceta de su sexualidad hasta entonces inexplorada, las camas de otros hombres a través de los cuales se conoce como hasta entonces no lo había hecho. Seguir leyendo
Eduardo Almiñana reseña La canción de NOF4 en Valencia Plaza:
‘La canción de NOF4’, la locura de escribir
Raúl Quinto da forma a la vida incierta de Fernando Oreste Nannetti, quien aquejado de esquizofrenia y mala suerte, acabó confinado y contando su historia en más de setenta metros de muro.
Fernando Oreste Nannetti fue lo que en otros tiempos se definía como un loco, y aquejado de esquizofrenia y de una penosa mala suerte, acabó encerrado en un pabellón penitenciario del manicomio de Volterra tras decirle una palabra más alta que la otra a un agente de la autoridad especialmente rencoroso: allí, en aquel lugar terrible en el que la condición humana era destruida a base de fármacos y terapias propias de una película de horror, Nannetti se convirtió en NOF4, y objeto punzante mediante, habitualmente ayudándose de la punta metálica de la hebilla de su uniforme de preso, escribió su historia —la que él quiso— a lo largo de más de setenta metros de muro poco consistente. Esto lo narra con gran acierto el poeta Raúl Quinto en La canción de NOF4 que publica Jekyll & Jill en una de sus habituales ediciones excelentes, con fantástica ilustración de cubierta de Alejandra Acosta, e incluso una fotografía desplegable de la obra de Nannetti en el muro que lo encerraba y le daba alas, unas alas que no deberíamos romantizar, pero que le permitieron sobrevivir, en palabras certeras del autor, en el desierto de lo hiperreal. SEGUIR LEYENDO
La librera y escritora recopila un menú de referentes de la escritura autobiográfica que con algunas licencias, trasciende el yo literario habitual en esta era dorada de la autoficción
No hay manera de escribir sobre uno mismo sin mentir, sobre todo porque decir la verdad implica un grado de autoconocimiento que nadie puede ni quiere alcanzar. Dentro de esos márgenes, uno puede desconocer la realidad, omitirla, ocultarla, apostar por la autoficción e incluso por la autofricción, un género signo de los tiempos muy practicado por escritores y periodistas: en el caso de estos últimos la tendencia vino para desmantelar todo aquello de la supuesta objetividad que solo era una forma equivocada de referirse a la honestidad que se le presupone a un profesional de la información y también la distancia respecto al contenido; por supuesto el periodista siempre ha sido un filtro y por tanto ha existido contacto con los acontecimientos, digestión y narrativa, pero es que ahora el reportero-personaje es la noticia y sus tribulaciones e impresiones los hechos de interés público, el quid del relato, lo que importa y hay que conocer. Las redes sociales jalean las pasiones del especialista en autofricción, que necesita que le ocurran todo tipo de disparates y participar en situaciones cuanto más inverosímiles mejor, hasta tal punto que llega a parecerse a esa Jessica Fletcher de Se ha escrito un crimen peor que una peste, que allá a donde llegaba siempre acababa alguien fiambre. No es sencillo ser protagonista de momentos divertidos, duros o que inviten a la reflexión una vez por semana. Llega la fecha de entrega, y algo hay que hacer. Ni Hearst habría soñado tanta fantasía.
Lo autobiográfico es el alimento de la bestia social de la que somos células, esa Bestia Colmena del libro homónimo del asturiano Pablo Und Destruktion: minuto a minuto los servidores echan chispas con todo lo que tenemos que decir sobre nosotros mismos. Las charlas TEDx y los pechakuchas acumulan ingentes cantidades de visionados gracias a testimonios que hablan de gente que nunca habría imaginado que estaría aquí, o que ahora está aquí gracias a un terrible fracaso, gente experta en fraccionar el discurso con apelaciones a la audiencia y pausas dramáticas teatrales que duran un poco más de la cuenta, un par de segundos más de lo necesario. Ay si apareciese por allí algún verificador de la International Fact-Checking Network. Los colmillos se le estirarían hasta la cintura. Con este día a día sería fácil pensar que lo más relevante en materia de contar el uno mismo lo encontraremos en una conversación digital o en un perfil, por suerte Jekyll & Jill viene a refutarnos esta intuición con el nuevo título de la colección Fontanela, Distraídos venceremos. Usos y derivas en la escritura autobiográfica, de la librera y escritora Andrea Valdés, una antología de lecturas y visitas literarias a aquellos que exploraron las caras más abruptas o inesperadas de la poliédrica autobiografía, a veces por la forma en que lo hicieron a veces por el instante del que parten sus relatos, justo ahí donde todo el mundo preferiría encapuchar el bolígrafo o bajar la tapa del portátil. Comienza Valdés autobiográfica también y pronto se adentra en las vidas de los demás, recorriendo injertos dermatológicos y filiales, la biografía aventurera de Lucio V. Mansilla, los treinta y siete prólogos de Héctor Libertella, el encierro de Rosa Chacel. Episodios de la existencia ajena que se van conectando según el designio de la autora: hay un eje común, sí, aunque se nos olvida bastante rápido mientras dejamos que se nos descubran esas historias de otros que no conocemos, algunas nos dejan fríos, otras a temperatura ambiente, otras nos hacen apuntar referencias en notas o en un correo que nos automandamos para que no se nos olvide que hemos sabido de algo que es bueno, en este caso bueno e inusual pero no atronador: la colección de vidas de Distraídos venceremos carece de esa histeria de la comunicación cultural que asegura que cualquier cosa es una gran revelación. La suya es una selección de vivencias que tocan sin estridencias: no se busca el clickbait, el anzuelo, solo dejar constancia de lo que ha sido en alguna parte, en algún lugar.
Por cierto: el marcapáginas que se inserta en el segundo título de la colección Fontanela sirve de manifiesto; en su primera acepción fontanela es cada uno de los espacios membranosos que hay en el cráneo del recién nacido antes de la osificación completa, pero después la definición sigue, y fontanela es, en la época de la perversión del término librepensador a manos de los defensores (a veces involuntarios) del pensamiento único, una interpelación a esos “lectores dispuestos a hacerse una biblioteca que no confunda las nociones de dúctil y dócil”. En el catálogo perfecto de los nuevos cuadernos de Anagrama hay un título que sirve de apoyo intelectual a esta colección: una lectura de Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta de Lucía Lijtmaer basta para conocer la cuestión en su acepción más profunda: el corrector se esmera en hablar de escritura pero sugiere escrotura, hoy en día defender una causa legítima es motivo de mofa y una agresión al débil pasa por defensa de la libertad de expresión, son tiempos oscuros, la extrema derecha maneja los códigos con entrenamiento imperial y su mensaje cala en las víctimas, dice Lijtmaer: “como en el caso del Fiero Analista contra el Ofendidito, la táctica es la misma: el políticamente incorrecto es percibido como un outsider, un rebelde alejado de la política tradicional. Se lo concibe como un político no profesional, fuera del discurso dominante, y se le atribuye una capacidad de conectar con los hombres blancos de las clases populares precisamente por esa característica […] el analista tiene siempre los medios de comunicación a su alcance para decir lo que le venga en gana; no así el ofendidito, que debe acudir a las redes o a la legalidad que lo ampara”. Cada cual que extraiga sus propias conclusiones, y en esas, que no se extinga la voluntad de emplear el cráneo para algo más que sujetar unas gafas, o rematar de cabeza.
Discurso del escritor Rafael Soler sobre la novela Lejos de todo, de Rafa Cervera
Entrega de los Premios de la Crítica Literaria Valenciana 2018, Casa de la Cultura de Rocafort, Valencia, 29 de septiembre de 2018
David Bowie, grande entre los grandes, nos dejó en la que sería su obra póstuma Lazarus estas palabras: «Tengo cicatrices que no se ven. / Poseo el drama, nadie puede robármelo. / Todos me conocen ya.» Todo escritor que merezca ese nombre escribe desde sus obsesiones, y siempre desde las cicatrices con que la vida premia a los audaces: el desdén de una mujer a su tacón encaramada, la traición de quién abusó de tu confianza a mitad del viaje, pueden causar daños mayores que la pala de un helicóptero en combate, y de eso va la vida, y de eso va también escribir para contar sus consentidos atropellos. Digámoslo cuanto antes: Rafa Cervera es escritor de una pieza, que nos ofrece en Lejos de todo su personal imaginario, su mirada del mundo y su verdad. El Saler, Valencia hecha barrio y cercanía, un cantante mítico, un amor en sus hilvanes, el lenguaje con mando en plaza tallando las 132 páginas de una historia profunda y leve, si me permiten tan contradictoria afirmación, primorosamente editada por Jekyll & Jill, al cuidado siempre de Víctor Gomollón, que hoy nos acompaña. Enhorabuena, Víctor, por la parte que te toca, y nuestra felicitación también a Roberta Marrero, audaz autora de la portada.
Si escribir es una larga paciencia y un acto de legítima defensa, cuajar una buena historia un accidente afortunado, publicar un albur con castañuelas, y encontrar un lector que sintonice con lo escrito la mejor de las críticas, Rafa ha coronado tan intenso y largo viaje con este merecido Premio de la Crítica Literaria Valenciana, bien acompañado por afines con obras muy notables, como así fue reconocido en la deliberación final por todos los miembros del Jurado.
Sobre la novela y su urdimbre afirma Eduard Almiñana:
«El uso de El Saler como escenario para descubrimientos juveniles y revelaciones es un gran acierto de Cervera: El Saler es extrañeza, silencio, caminos vacíos, rumor cercano de un mar otoñal sin bañistas; un paisaje con un halo sobrenatural al que el protagonista de la novela vuelve y volverá como se nos confiesa, porque en cierta manera él pertenece a todo aquello “lo mismo que esas pobres palmeras solitarias, la hiedra que trepa adueñándose de los pinos o el eterno reflejo del cielo sobre el agua”. Bowie, desde el póster que decora su habitación de adolescente, es una mano tendida para una fuga al espacio exterior más allá de esas dunas y árboles que más que enjaularle, en realidad, le sirven de parapeto. Quizás por eso, en el fondo, la fuga no sea más que otra de esas promesas necesarias para hacer de contrapeso a la inercia, un propósito difuso que uno ni puede ni quiere cumplir».
No se trata aquí y ahora de hacer un spoiler de la novela, pero sí adelantaré que nos lleva al verano de 1977, que juega el amor adolescente y sus ensoñaciones un papel importante, que no todos los sueños se cumplen, y que está escrita por —y aquí acudo a la página 131, cuando ya todo es postrimería— «un narrador sin nombre, escuchando el trazo de mi propia escritura sobre el papel mientras la noche se dispone a borrar todo lo que existe durante el día. Escribo esta historia porque escribir es la única formula para que las piezas encajen y el pasado adquiera sentido».
Pocas veces en la vida de un escritor, muy pocas, las piezas encajan con tanta rotundidad, con tan inteligente solvencia como en este artefacto en apariencia inofensivo que es Lejos de todo. «Decidí sin dudarlo publicar este libro», confiesa Víctor Gomollón, «por culpa de los destellos de los cristales rotos en el suelo del hotel de Helsinki, por la curiosidad inagotable en la mirada de un Bowie de pelo llameante y por el bañador de lycra negro de Cala Cervera. En ella, y a través del objetivo de un tomavistas, se da toda la nouvelle vague. El siglo XX. La alta y baja cultura. El pop. La experiencia vital de cada uno de nosotros. En Lejos de todo, esta Bildungsroman o novela de aprendizaje, el tiempo pasa más lento. Pertenece a ese estado contemplativo-activo de la adolescencia que algunos, con los años, casi habíamos olvidado. No es casual que El Saler, la Albufera y los paisajes urbanos de la ciudad de Valencia se describan en este libro como un estado de ánimo, dentro de ese extraño accidente orgánico puntuado que es la adolescencia, donde los mitos conforman la identidad del individuo».
Termino, que hay cola. ¿Qué es el arte de perpetrar una buena novela sino una respiración acompasada, en la que todo —vida, experiencia, temblor, obsesiones, dudas perennes— puede ser invocado?Hay novelas que brindan entre sus páginas el regalo de un párrafo magistral, un capítulo incluso si el viento sopla a favor; otras piden una lectura cuidadosa por su alambicado andamiaje; otras, algunas, entiéndaseme bien,quinientas páginas, tapa dura y veinticinco eurazos de vellón, ofrecen un contenido inane que deja frío al lector, cuando no titiritando. Y luego están Rafa y este alarde, Rafa y su mundo, Rafa y su honesta manera de escribir Lejos de todo que ha sido, hasta el momento, su mejor manera de estar cerca de nosotros.
Enhorabuena, amigo Rafa, y mucho éxito en próximos empeños.
Eduardo Almiñana reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez en Valencia Plaza:
Por qué la literatura experimental amenaza a Jonathan Franzen pero no a Martín Giráldez
La editorial Jekyll & Jill estrena su colección fontanela con un primer libro que es toda una declaración de intenciones, un zarandeo cogiendo de las solapas al lector que cree que siempre tiene la razón
VALÈNCIA. A la literatura la acompañamos en su lento y pesado caminar un microbioma de adláteres necesitados de carnaza que procesar, un enjambre zumbante en el que las categorías se transponen y hoy eres esto y mañana aquello y hoy el asunto clave es uno durante todo lo que dé de sí un hilo de Twitter, que es mucho más rápido y directo que una correspondencia de réplicas y contrarréplicas en revistas especializadas o en artículos de opinión. La literatura avanza, se para, espanta a algunos con el rabo; a veces da un par de pasos eléctricos seguidos en la buena dirección hasta que se vuelve a detener, pero el enjambre, el enjambre no deja nunca de agitar frenéticamente sus alas. Si uno se fija bien, es el propio enjambre el que da forma e insufla movimiento a la literatura, la literatura es el enjambre o mejor dicho, lo útil del mismo con entidad propia. Este fenómeno de simultaneidad permite que un ejemplar vibrante de la nube aporte jalea real a la literatura y excrete desperdicios inútiles a su alrededor. Así, alguien puede contribuir a la buena salud de las librerías con una historia magnífica, al mismo tiempo que invierte mucha energía en generar clasificaciones estériles y supuestas dualidades que en verdad solo existen en la soledad de sus días de leer la página ajena y apretar los puñitos preso de una irresistible y repentina inseguridad.
Le pasa a todo el mundo. Nadie es tan egocéntrico como para no darse cuenta de que por muy bien que lo haga, siempre habrá alguien haciéndolo también muy bien muy cerca; uno puede encajar esto con alegría, celebrando la literatura, o bien frunciendo el ceño y sacando brillo al aguijón. Para esto de asustarse y enfadarse, la fama o el éxito no sirven como profilácticos: al parecer, a Jonathan Franzen su trono no le acaricia el lomo lo suficiente como para no sentir miedo de las hordas de desarrapados experimentalistas que conspiran a los pies del zigurat. A Franzen, los experimentos literarios le dan miedo: ¿qué es todo eso de no escribir como él? Franzen no lo entiende, y poseído por una furia canónica incontenible, arroja sus voluminosos libros sobre los insectos allá abajo, pero por más ejemplares de sus ediciones interminables que lanza y por más insectos que aplasta, los experimentos continúan. ¿Por qué? ¿Por qué no pueden simplemente respetar las estructuras que siempre nos han ido bien?, solloza Franzen. Que me quede como estoy, se dice. Toda la vida se ha hecho así, una palabra detrás de la otra, introducción, nudo y desenlace, personajes con conflictos internos muy humanos, secretos inconfesables, rencillas familiares que subyacen a la normalidad, aspiraciones que se truncan, deseos turbios, episodios claros. Una novela como dios manda, vaya.
Ah pero amigo, a los sucios experimentalistos, la kryptonita de los realistas, no hay forma de meterlos en vereda, y se atreven incluso a publicar artículos y libros enriqueciendo esos artículos, como este Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez que no solo tiene un título que revienta cualquier posibilidad de concisión en las redes sociales, sino que además se ha envuelto en unas cubiertas que recuerdan a las santas colecciones de antaño, de los viejos tiempos, pero oportunamente pervertidas por la mente enferma de algún editor –Víctor Gomollón, de Jekyll&Jill– capaz de arriesgarse a vender algo así. De locos. Realistas contra experimentales, Marvel o DC, Nintendo o Sega, Xbox One o PS4: el que no se deja la piel en un debate que no existe es porque no quiere. Marcus, que participa en dos terceras partes del libro, le da un buen repaso a Franzen. Calidad y fama no van de la mano tampoco ahora en era de followers. Franzen, a tus zapatos: que tú no comprendas a un autor o que no te guste no significa que haya que apilar todos sus libros en la plaza del pueblo de la crítica y prenderles fuego con un espumarajo rabioso.
Con todo y con eso, Franzen es solo una excusa en este primer ejemplar de la colección fontanela, porque PQLLEACDLEAJFYLVTYCLC va más allá de la respuesta de Ben Marcus, va incluso más allá de las gloriosas aportaciones de Martín Giráldez a la cuestión, de su pirotecnia verbal, más allá todavía del punto donde deja al lector la broma final de Marcus, que regresa antes de dar por concluido el libro. PQLLEACDLEAJFYLVTYCLC es un manifiesto político, uno con el que abofetear al lector no solo en sentido figurado. El lector [golpe] no siempre [golpe] tiene [golpe] la razón [golpe final más sonoro]. La lectura no tiene por qué ser un pasatiempo ligero, la lectura merece ser difícil de digerir. Leer no siempre es divertido. “Leer mucho” no te hace un buen lector. Leer muchas páginas no es sinónimo de leer bien. No pidas que la literatura baje de nivel: aprende. La función de la literatura no es entretenerte, y mucho menos entretenerte solo a ti. Las fórmulas de los grandes almacenes que se queden en los grandes almacenes. La profusión de libros no literarios y el mimo interesado de las editoriales a sus clientes -que no a los lectores- ha creado la falsa sensación de que airear un libro de tapa dura unos minutos cada noche o durante un par de semanas en verano te convierte en una autoridad en la materia con derecho a exigir. El lector [preparado] es, como dice Giráldez, una especie moribunda.
El móvil cargando en la mesita de noche -a punto para perder el tiempo fisgoneando stories o algunas páginas de memes antes de dormir- ha asestado un duro golpe al hábito de leer: el golpe ha sido tan fuerte que hasta ha resucitado algo tan improbable como los audiolibros. ¿Escuchar literatura será la solución? ¿Podrán competir los audiolibros con las series? Seguramente no. Pero es que ni la lectura tiene que pelearse con el visionado de series ni hay que ponerle parches al hábito: la literatura es lo que es, y como afirma Giráldez, “no puedo imaginarme qué clase de persona no estaría a favor de tener la lengua más alta que el culo”.
Eduardo Almiñana reseña Fábula de Isidoro, de Julio Fuertes Tarín, en CulturPlaza (Valencia Plaza):
Que alguien le dé un premio a ‘Fábula de Isidoro’ de Julio Fuertes Tarín
Cosa bárbara esta historia que vulnera las leyes literarias de la continuidad y la coherencia con la intención de contar una historia donde lo básico y lo complejo caminan de la mano hacia el fin del mundo
11/06/2018 – VALÈNCIA. Por qué esta la historia del niño Wynston de Chile, de Colombia, de Perú, no había aparecido antes por aquí es todo un misterio, o no: hay libros que caen en las grietas que se abren entre un libro y el siguiente, entre un libro empezado y una obligación, entre dos obligaciones, entre acabar unas páginas para un artículo y un fin de semana de merecido asueto mental acompañado de la destrucción de un número razonable de neuronas y sinapsis -no hay problema hasta cierto punto gracias a esa capacidad del cerebro para restablecer vías a la que llaman plasticidad-, entre que llega el sobre, lo abres y llega otro y otro más. La cuestión es que el niño Wynston, el niño aficionado Wynston, trasunto del Oliver japonés que corría con el balón en los pies por las calles animadas de la ciudad de Nankatsu en la prefectura de Shizuoka, el niño Wynston que por encima de todo quiere conocer el resultado de un penalti a lo panenka tirado por Messi el “fenomenal pillastre” Messi para Julio Fuertes Tarín, pechofrío para muchos frustrados espectadores albicelestes de eventos mundiales pasados, ha demostrado tener una capacidad especial para aguardar el momento apropiado en el que dejarse caer de la estantería directamente hasta unos ojos y de ahí convertido en interpretación muy subjetiva hasta la pantalla en la que ahora se manifiesta.
Pero las cosas pasan como pasan, y no de cualquier otra manera. El caso es que Fábula de Isidoro, del autor al que hemos mencionado en negrita unas líneas atrás, ha caído por aquí ahora, y no hace dos años, cuando la editorial Jekyll&Jill la publicó. Mejor o peor, más oportuno o menos, tanto da, porque la historia, como suele ocurrir con las historias que se imprimen, se ha mantenido fiel a los hechos que contaba en dos mil dieciséis, de tal manera que podemos disfrutarla por primera vez ahora, o por segunda o incluso más si se quiere sin perjuicio alguno; puede que hasta haya mejorado con los años la historia del niño Wynston y el diablo Isidoro, Isidoro “el de colérico temperamento”, Isidoro “el de las manos largas”, Isidoro “el de la pupila conjetural y avisada”, que así se refiere a él Fuertes el de todas las letras, Fuertes maestro de ditirambos, Fuertes apelativus rex. La fábula del autor de Cheste es cosa mayor, o como diría el presidente extinto, dicho de otro modo: no es cosa menor. En ella lo que sucede tiene valor, pero mucho más valor tiene cómo se nos cuenta lo que sucede. Fuertes muestra rápido casi todas las cartas: enseguida sabemos que nos dirigimos hacia un Día de los Hechos de tintes apocalípticos, no en vano todo arranca con un presidente, precisamente, que martirio y redención pirolítica mediante, despeja el camino a un viaje iniciático del pequeño Wynston, cuyo descenso a los infiernos desemboca en los vomitorios del Bernabéu.
El humor es una de las claves de esta fábula que solo alecciona en materia de cómo escribir bien: el humor marca el camino y decide el destino del comando deadpooliano que se cisca en los protocolos literarios episodio sí episodio también: “¡La continuidad y la coherencia son dioses menores y no hay que presentarles la mínima ofrenda!”, exclama Isidoro tras aparecer como si nada tras haber sido cosido a balazos sobre una embarcación que ya la querría Caronte para sus paseos aquerontianos o estigios en barca y haber caído al río Guadalquivir. Isidoro es una fuente constante de sabiduría. Dice Isidoro: “Ahora calla. Debemos bajar a los jardines y llamar a Gazel, el moro, que nos ofrecerá generosamente una divisa especial con la que pagaremos al Alférez. ¿Y sabes por qué lo hará, joven Wynston? -el niño calla-. Lo hará porque me debe favores, porque fue tentado como tú y obró con la misma sensatez que tú. Nuestras almas son un valor de cambio y sobre este mercadeo fundamos una fecunda sociedad: así se impulsa el progreso del hombre a velocidades apabullantes”. En verdad es demoníaco Isidoro en el sentido de que su conocimiento profundo de la naturaleza humana solo puede proceder del rey de los engaños, a veces, la más honesta de todas las voces.
Hablando de voces: qué gran acierto de Fuertes el introducir múltiples perspectivas sobre los mismos hechos, de este truco se sirve con gran talento para decir todo lo que le apetece y mucho más en pocas páginas -ojo, las justas, las necesarias, una más o una menos desequilibrarían la solución-. En una cita al inicio el libro, en la voz cursiva de Manolo, en una nota al pie, en un epílogo, en un apéndice teatral: cosa bárbara. Aquí no hay distancia que valga: el libro es Julio Fuertes Tarín a coro, aunque una obra coral, que se dice mucho ahora, no es. En Fábula de Isidoro habla sobre todo Isidoro: el resto de su caravana de malditos escucha, aprende, y con suerte, dice algo, más o menos coherente -pero ya hemos visto que la coherencia es un duende molesto y doméstico del que más vale librarse a veces en aras de un proyecto de interés. Llamar “observación” a la fórmula Alá es grande es de interés. Recurrir dos o tres veces al adjetivo “fenomenal” es de interés -si la memoria no falla también recurría a fenomenal el autor Mr. Perfumme en más de una ocasión en sus historias-, acudir a la muerte del genial astrónomo danés Tycho Brahe por culpa de una uremia provocada por un exceso de etiqueta como ruego para recibir permiso para ir al baño en clase es de interés, “una especie de gemido con la letra ‘u’, gemido grave, adulto y sindical, como de hincha del Atlético de Madrid” es de interés, decir que el sueño de alguien es “llegar a ser un futbolista de los que parecen algo inteligentes, es decir uno de esos jugadores de fútbol profesional que poseen uno o más títulos universitarios, que no destacan excesivamente en el campo pero compensan su falta de brillo genial con una sorprendente soltura en las ruedas de prensa, rara avis: el centrocampista defensivo con estudios superiores” es de interés.
Todo es de interés en el libro de Julio Fuertes Tarín, sin lugar a dudas lo son la edición y sus sorpresas artesanales, las ilustraciones de Irina Vólkova para Fábula de Isidoro resumida para niños que se encuentra al final de los últimos apéndices que van desadaptándonos paso a paso de la lectura como se desengancha un morfinómano de su adicción. Por eso, y por todo lo que las enmiendas a la santa continuidad nos permiten no decir, que alguien le dé un premio a este libro para que no pueda volver a esconderse nunca más.
Eduardo Almiñana dedica una excelente reseña a Versus, estampas de un náufrago, de Karlos Linazasoro. En CulturPlaza de Valencia Plaza:
LIBROS FACTOR CINCUENTA #5
El ruido ‘Versus’ las estampas de un náufrago de Karlos Linazasoro
El autor tolosano dibuja un paisaje insular a través de noventa y nueve estampas en el que el naufragio se hace persona y más que sobrevivir, practica cada día para cabalgar la nada
30/07/2018 – VALÈNCIA. Los libros son islas, las lecturas, archipiélagos. Pero las islas, por mucho que se empeñe el verbo aislar, solo están desconectadas en la superficie, y ni siquiera. Las islas son una pieza más del engranaje terrestre-marino, lugares donde pasa todo, depende de para quién. Entre islas hay corrientes que mueven masas de agua y todo lo que ella contiene como larguísimas autopistas acuáticas: en la corriente de Humboldt viven pacíficos los calamares gigantes, Dosidicus gigas, jibia o potón, gigantes pero no tanto como sus primos de allende las profundidades; la corriente Circumpolar Antártica da vueltas en torno al continente que le da nombre y sentido poniendo en contacto partículas del Paso de Drake, las Malvinas, las islas Kerguelen -las Islas de la Desolación- y Nueva Zelanda. Con las islas pasa como con las islas heladas que son los icebergs: tendemos a creer en la parte por el todo, cuando el todo es de hecho poderoso, relevante, aunque oculto a primera vista para todos los descendientes de las primeras criaturas que se aventuraron a secarse al sol. Que el terracentrismo no nos impida ver el bosque de algas kelp.
Quizás la isla, si carece de valor para la explotación turística, todavía pueda ser emblema de la soledad: todavía quedan islas solo frecuentadas por albatros, cormoranes, petreles, leones marinos, focas y pingüinos. Las menos, sin duda, pero existir, existen. Islas en las que no querríamos retirarnos pero a veces sí perdernos y que funcionan de maravilla como acicate para la fantasía. ¿Qué nadas esconden? ¿Qué silencios proponen? ¿A qué velocidad pasan las horas en ellas? Si fuesen barridas por un tsunami, ¿pasaría la ola de costa a costa como un terrible y acuoso orgasmo purificador? ¿Afecta a sus habitantes nuestro ruido, el ruido interminable, físico, matérico, el ruido que arrasa con todo como una niveladora y que se ha convertido en nuestro más característico producto cultural? El ruido de la contaminación, de la quema de las posibilidades, de la destrucción hooligan de todo lo que es bello, de la estrechez de miras, del cortoplacismo ingenuo, del hablar en el cine. El ruido del trabajo, de la política, de la alimentación, de la televisión, de la opinión, de la ofensa, de la incomprensión, de la velocidad, de los sueldos, de las cuotas de autónomos, del miedo, de la competición, del optimismo maníaco, de los plazos, de la ignorancia, de la masificación, del aburrimiento, de la sensación abrumadora de ser una roca incandescente más en el flujo piroclástico que es el presente a medida que llega y es.
En la isla que propone Karlos Linazasoro (Tolosa, 1962) en Versus. Estampas de un náufrago (Jekyll & Jill, 2018), se puede ser nada y ser todo: diez metros de largo y cinco de ancho y una palmera de cuatro metros y treinta y cinco centímetros que no da frutos coronando el promontorio central, que si uno se la imagina no tarda en redondear la escena con un sol y unas olas de esas que dibujábamos cuando niños: soles y olas básicas, todo lo contrario a la soledad que dibuja Linazasoro para los ojos de Versus, el náufrago, que vive en una isla-náufrago o mejor, apunta el autor, en una isla-naufragio. En su isla, Versus recuerda, pero también se masturba con una disciplina marcial, come lo que llega, sea un pez volador que aterriza en su garganta o un ave que se ha esmerado en querer, mutila a una muñeca hinchable y arroja sus cuartos al océano como el villano celestial de una narración mitológica, piensa en la muerte y se cura un varicocele en un testículo, se plantea qué sentido tiene vivir de esa manera y descubre que ha olvidado el día adicional de los años bisiestos, regala monedas al mar, anhela un ascensor o un arca, distribuye el cansancio en siestas, trata de imaginar cuántas palabras nuevas habrán sido creadas desde que vive en el exilio, cubre la isla con periódicos, la amuebla con los pedidos que le entrega la marea, decide escribir una novela a su regreso, y como todo náufrago, escruta el horizonte en busca de una señal que permita el rescate, aunque para él el rescate sea ya más cosa del pasado que del futuro.
Porque Versus es ya parte de la isla, un fantasma, un enfermo terminal mirando desde la ventana. Versus desea la muerte pero es que igual ya no le hace falta: la isla es una fiesta, en cierto sentido. Una fiesta espectral. Si uno presta atención a las palabras de Linazasoro, en la isla no falta de nada, la isla nebulosa y palpitante del relato es San Borondón, una isla aspiracional, un tesoro enterrado por unos piratas sinápticos en la mente. El Sol sale por la espalda de Versus, se nos dice, y se pone por el lado del rostro. ¿Es Versus la propia isla? ¿Es Versus un dios olvidado de los naufragios? Versus no podría adivinarlo porque en su isla no hay espejos. En la isla de Versus solo hay tiempo, un tiempo viscoso por el que se arrastra la vida, cae por él como por un tobogán pero nunca llega a ninguna parte. Las estampas que exhiben la vida de Versus el personaje, Versus el náufrago, Versus la metáfora, suman noventa y nueve. Antes de llegar al siglo se detienen para dejarnos en la orilla y dejar a su protagonista contando aletas de tiburón entre las crestas espumosas del oleaje perpetuo. No es difícil generar tras los ojos el paisaje: la isla prototípica donde habitaban los integrantes de Tricicle y tantos otros perdidos de viñeta. Esa isla que permanece inmóvil en el tiempo aun a riesgo de quedarse atrás.
El océano y el verano maridan a la perfección con este libro que cuenta con las portadas más bellas y relajantes de lo que va de año: Versus insta a ser leído, pero también a ser tocado, portado, expuesto, admirado. Es un libro factor cincuenta con todas las de la ley, una sombrilla de papel para desviar los rayos cancerígenos de la normalidad sofocante de una estación que es fértil para el balconing pero también para la nostalgia productiva.
Eduardo Almiñana reseña la novela La coronación de las plantas, de Diego S. Lombardi, ilustrada por Claudio Romo, en Valencia Plaza. 2/10/2017
‘La coronación de las plantas’ de Diego S. Lombardi, intoxicación por literatura psicoactiva
El escritor argentino es el responsable de esta novela que combina lo botánico con lo mágico, la cábala con el amor incipiente, el jazz con los sonidos de la noche rural, la ignorancia con la omnisciencia
VALÈNCIA. Si se piensa detenidamente, la historia que sucede entre los primeros recolectores y nuestros modernos supermercados a rebosar de alimentos está sembrada de muertes, de indigestiones y de malos viajes. Ahora resulta bastante evidente que no es recomendable llevarse a la boca frutos verdes de cicuta, prepararse unas Amanitas phalloides a la plancha, aderezar una ensalada con semilla de ricino o merendar un smoothie de adelfa, pero no siempre fue así. Hasta llegar a las precauciones actuales, el método del ensayo y el error ha ido dejando por el camino a un buen número de foodies curiosos. La naturaleza es bastante traicionera en lo referente a los venenos; a pesar de todo eso de los colores amarillos y negros, rojos o verdes que nos enseñaron en la escuela, la verdad es que la mayoría de vegetales letales no solo pasan perfectamente por comestibles, sino que de hecho, a simple vista, pueden resultar muy apetecibles. Dilucidar qué oscuras tendencias de la evolución han llevado a esta circunstancia puede llevarnos a una serie de conclusiones que no siempre resultarán halagüeñas para nuestra especie: ¿son esos colores llamativos y esas formas esponjosas o turgentes un cebo? En caso afirmativo, ¿por qué? ¿Qué podría desear un árbol repleto de neurotoxinas como el cinamomo -muy común en nuestras ciudades- de nuestro cadáver?
Nutrientes. Es una idea. O bien algo más elevado, restablecer un orden, un estado inicial más justo en el que los Homo sapiens no gozábamos de tanto protagonismo en la roca que habitamos todos -de momento-. Por suerte para nosotros, la vegetación con la que convivimos no es capaz de agredirnos como sí lo hacían los trífidos alienígenas de la novela del británico John Wyndham, que allá por mil novecientos cincuenta y uno concedió una victoria simbólica, literaria, al mundo vegetal en su novela El día de los trífidos. Quizás llegue un día en que El incidente de Shyamalan se haga realidad, pero no parece probable. Pero, ¿y si hubiésemos infravalorado históricamente a todas esas especies que a día de hoy empleamos con fines alimenticios u ornamentales, y si la lavanda o el tomillo fuesen simples máscaras tras las que se ocultasen poderes fuera de nuestra comprensión? Algo así nos plantea el bonaerense Diego S. Lombardi en su alucinógena novela La coronación de las plantas, que acaba de publicar el sello Jekyll & Jill, que por cierto, se pone cada día el listón más arriba en lo que a editar de maravilla se refiere. A la historia de Lombardi le acompañan las ilustraciones del chileno Claudio Romo, responsable de un trabajo excepcional que empieza en la sobrecubierta y sigue en el interior del libro.
Que lo dicho anteriormente no condicione la lectura de esta sorprendente novela, que deambula entre lo costumbrista y lo cósmico, que se sumerge en el abismo entre lo uno y lo otro. Precisamente ese lo que sea que pueda ser que pudiera existir al margen de las dualidades tiene un papel fundamental en los hechos que se narran a veces de soslayo, mientras se sugiere que puede estar sucediendo algo más grave, de mayor entidad que lo que se cuenta. Porque lo que se cuenta empieza siendo lo que ahora llamamos una escapada rural; una estancia en pareja en un pequeño pueblo, un amorío en su primera fase vivido por dos vecinos que casi no se conocen pero que se atraen lo suficiente como para tolerarse las rarezas que chisporrotean y prenden a veces entre sexo y sexo, entre conversación y silencio, entre paseo y cumplimiento de las obligaciones que uno se impone incluso de vacaciones, como ensayar con la trompeta, en el caso del protagonista. En ocasiones Lombardi nos quiere hacer creer que todo va a seguir así, que lo inquietante es un pretexto para hablar de lo mundano, del hastío, de los cambios, de los pronósticos funestos elucubrados en los días brillantes en que nada debería quitarnos el sueño.
Pero otras veces reaparece lo extraño, en forma de esas fichas de plantas cabalísticas que nos describen sus misteriosas propiedades de las que antaño hacíamos uso pero que ahora hemos olvidado, así como los rituales que podemos llevar a cabo con ellas; encantamientos arcaicos y modernos, embrujos para adquirir alas en la espalda, para escuchar los pasos del enemigo, para presenciar el origen de la cultura, para ver al hombrecillo de pan. Lo incognoscible irrumpe también en la propia estructura del relato, en sus aliteraciones burbujeantes de pócima en preparación -Uriburu, Guriburi-, en sus caligramas, en sus omisiones explícitas, en sus poemas humorísticos y trágicos, en sus rupturas, en sus saltos de narrador en narrador. Lombardi se regodea en las descripciones musicales y en la música de las palabras que arroja: “El berrinche de semicorcheas, plagado de cromatismos, y aquel tritono que cubría el pasaje de una lobreguez extravagante fueron dibujando un rostro, difuminando una nota para crear un sombreado o dándole vigor al ataque para resaltar los trazos más representativos. La escala magiar tocada con staccato y descendiendo en terceras menores trabajaba más allá de las paredes de la cabaña”.
La prosa de Lombardi actúa sobre el cerebro como un hongo seco que cuesta tragar al principio, pero que garantiza viajes fabulosos una vez se empieza a digerir. La estimulación llega a niveles psicotrópicos, los protagonistas se funden con lo que pasa al otro lado del telón de fondo, el pueblo cae y nos desorientamos, ellos y nosotros, y seguimos leyendo creyendo que ahora llegará la gran revelación, que llegar llega, en forma de bug que recuerda a la Ciclonopedia del iraní Reza Negarestani; aquí y allá asociaciones estridentes, antiintuitivas, poéticas, absurdas, cibernéticas. Llegamos al final con una intoxicación lombardiana galopante, en estado crítico, pidiendo oxígeno, donuts y un refresco. Al borde de dar por concluida la última página, la historia se vuelve caleidoscópica en la memoria reciente -porque este libro es aconsejable leerlo de una sola dosis-, y al cerrarlo, con la mente abotargada, pensamos: ¿qué ha pasado? ¿Qué me ha pasado? Me han echado algo en el libro. Y entonces nos acordamos de los rostros de las plantas maléficas, y nos preguntamos si no habremos sido víctimas capítulo a capítulo de su terrible influjo de seres preternaturales y antiguos.
Eduardo Almiñana reseña Saturno, de Eduardo Halfon, en Valencia Plaza:
Eduardo Halfon devora al padre en Saturno, el nuevo libro de la editorial Jekyll&Jill
El escritor guatemalteco nos presenta el ajuste de cuentas entre un narrador atormentado y su padre, un narrador que a la vez se confiesa y se cobra una anhelada venganza literaria
3/04/2017 – VALÈNCIA. Según la mitología romana, Saturno fue concebido por el dios Caelus —el cielo, el firmamento— y por la diosa frigia Cibeles —para los romanos Tellus, la tierra—. A cambio de reinar en lugar de Titán, su hermano mayor y por tanto el legítimo heredero del trono divino, Saturno prometió no tener hijos, para que de esta manera, a su muerte, los hijos de su hermano continuasen la dinastía. Sin embargo, las palabras se las lleva el viento también en el reino celestial, y Saturno, lejos de respetar el pacto, lo interpretó a su manera: sí engendraba hijos, pero se los comía, en un terrible acto de canibalismo parricida que Goya o Rubens ilustraron con gran talento. Saturno, en cuyo honor se celebraban las Saturnalia —días de excesos, banquetes y regalos a propósito del solsticio de invierno coincidentes con nuestra Nochebuena y Navidad—, acabó sus días rendido y vencido por su hijo Júpiter, quien no se conformó con arrebatarle la corona y culminó su venganza mandando a su padre al inframundo, molesto por su feliz jubilación en el Lacio.
Un amigo especialmente sabio e iluminado, el escritor Carlos Lopezosa, me aseguró una vez que cualquier conflicto que podamos imaginar ha sido ya tratado en los mitos grecolatinos, que solo Cervantes ha sabido desde entonces crear algo nuevo en este campo, en el de los mitos —su aportación vino con El Quijote y guarda relación con el peso del tiempo frente a la modernidad—. Cuando uno hace el experimento se da cuenta de que hasta los miedos más actuales, al ser despojados de toda la parafernalia tecnológica, son muy similares a esas historias que tanto hemos oído; es realmente complejo el asunto, hasta el punto de que inventar un mito por completo original se presenta como una tarea titánica. Las relaciones paternofiliales más tormentosas no están exentas de este reflejo mitológico, por eso el escritor guatemalteco Eduardo Halfon tituló Saturno a esta nouvelle escrita en dos mil tres —hasta ahora inédita en España— que llega a nuestras manos ahora por obra y gracia de Jekyll&Jill, un sello gourmet siempre garantía de calidad literaria. La editorial de Víctor Gomollón nos ofrece esta vez un libro ligero que carga con una historia enorme, como Atlas y el peso del mundo sobre sus —cabe suponer— doloridas espaldas.
Si Júpiter enviaba a su derrotado padre al Averno, Halfon inicia su alegato aludiendo al abismo: parece inevitable hacer referencia a las profundidades más oscuras cuando se tiene que narrar el dolor provocado por un progenitor ausente. En Saturno somos testigos de una larga confesión, la de un hijo tratando de poner nombre a sus heridas, las que le dejó toda una vida de silencio e indiferencia paternal, cuando no de rechazo. “El padre es un nombre”, se repite nuestro protagonista como un mantra, en un esfuerzo por conjurar los demonios que invoca cada vez que piensa en cómo su vocación de escritor siempre fue ridiculizada, en cómo su padre le decía a sus amigos que su vástago era ingeniero para aliviar la vergüenza que sentía ante el oficio que en realidad había escogido. Los demonios emergen cada vez que recuerda el desprecio con que eran recibidos sus escritos, que se amontonaban en la mesita de noche de su padre, que se refería a ellos como artículos en lugar de cuentos -hasta ese punto ignoraba a qué se dedicaba-. Los dhiemonios aparecen más nauseabundos que nunca cada vez que la memoria recupera el nefasto día en que él, su poderoso y autoritario padre, en la última batalla que escenificaron, le recriminó su supuesta frialdad, distancia e ingratitud, tenedor en mano en un almuerzo. Allí, a los gritos, le reveló que sentía la necesidad de vengarse de él. Tras toda una vida de humillaciones, para colmo, el padre ansiaba vengarse del hijo.
Una tragedia familiar así puede desencadenar impulsos de todo tipo, y de entre todos ellos, el suicidio es uno de los más recurrentes. De ahí que el narrador devorado de la nouvelle de Halfon vaya tejiendo su monólogo acompañándose de imágenes prestadas de otras vidas zanjadas con mayor o menor brusquedad, pero siempre por voluntad del finado o la finada: desde Hemingway hasta Virginia Woolf pasando por Yukio Mishima, Yasunari Kawabata, Paul Celan, Hart Crane, Sylvia Plath, Cesare Pavese -autor de la cita que abre el libro-, Jack London, Malcolm Lowry, R.H. Barlow, Alejandra Pizarnik, Andrés Caicedo, Stefan Zweig, Vachel Lindsay, Horacio Quiroga, Pablo de Rokha, Hunter S. Thompson, Vladimir Mayakovsky, Tadeusz Borowski, Sergey Yesenin o Alfonsina Storni. La lista es tan larga que abruma. Confiesa nuestro protagonista con brutal honestidad que piensa a menudo en la posibilidad de quitarse de en medio, que al igual que tantos y tantas ha fantaseado con su propia muerte. ¿Qué tiene el oficio de la escritura que cuenta con tantos suicidas en su haber? ¿O es solo una ilusión, y el porcentaje no es tan elevado? ¿Cuántos corredores de bolsa se suicidan, cuántos jockeys, cuántos panaderos, cuántos policías?
Pese a todo, Saturnono es la crónica de un suicidio anunciado, si no de una venganza jupiteriana, la que se cobra el hijo cuando por fin puede, cuando la sombra gigantesca del padre se diluye en la tierra. Cuando como el Henry James enloquecido al que se refiere en un pasaje del libro, coge su luto y se deshace de él, una farsa a medias, un montaje perfecto, un ritual necesario para expiar todos esos pecados que no cometió pero por los que tuvo que pagar. Cuánto habrá de Halfon en las voces que leemos en su relato puede intuirse aunque sin ningún tipo de certeza: compartir el dolor puede ser un ejercicio de ficción y resultar tan agotador como una migraña. Aquí asistimos a una moderna representación del mito del padre que devora y destruye hasta que el hijo se recompone y toma el relevo en la destrucción, a una alternativa a la Carta al padre de Franz Kafka: de lo que se trata es de destruir al padre, como hizo Louise Bourgeois, como algunos animales, incluido el humano.
La mirada cuántica de Sergio Chejfec nos muestra lo que no vemos en ‘Teoría del ascensor’
La editorial Jekyll&Jill amplía su catálogo con una nueva obra del autor argentino, un volumen en el que se recoge su inequívoca vocación por detenerse en aquello que a otros pasaría desapercibido
9/01/2017 –
VALENCIA. Se dice que la experiencia sensorial derivada de la vista es distinta para cada ser humano que cuenta con ella; ejemplo de ello son los enconados debates en torno a si un color se acerca más aquí, al verde, o más allá, al marrón. Este fenómeno ha sido protagonista incluso de modas virales recientes, como aquel vestido del que tanto se habló, sin ir más lejos. Constatar que el vecino navega en la misma realidad que nosotros pero con un radar diferente es algo que nos inquieta: ¿qué puede estar viendo que yo me estoy perdiendo? ¿Será mejor su opción o la mía? La incapacidad de trasladarnos y calzarnos su cuerpo remata la frustración. Qué fantástico sería poder introducirse temporalmente en otro ser y acercarnos a la realidad desde sus sentidos, descubrirlo todo de nuevo a través del tacto extraordinario de un topo, de la sensibilidad térmica de algunas serpientes, de la ecolocalización de los cetáceos, la electrocepción de los tiburones, la habilidad para entenderse con los campos magnéticos del planeta propia de algunas aves.
Como ocurre con esas historias abundantes en detalles las cuales pueden ser disfrutadas una y otra vez porque siempre se nos revelan nuevos matices en la relectura, podríamos percibir otras capas de la existencia que ahora nos resultan del todo invisibles. ¿En qué se convertiría la noche si nos guiásemos principalmente por el olfato? A veces no hace falta imaginar tanto: hay sujetos de nuestra especie que hacen gala de otro talento distinto pero con resultados similares, gente que emplea un sentido idéntico al nuestro de una forma distinta. Gente que mira de otra manera. Donde uno ve rutina, ellos ven ocasión. Donde otros sienten tedio, ellos encuentran un hecho digno de ser desmenuzado minuciosamente hasta comprenderlo y abarcarlo en su totalidad. Algo así le ocurre a Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), autor de Teoría del ascensor y de otros títulos como Mis dos mundos, Baroni: un viaje, La experiencia dramática, Lenta biografía, Sobre Giannuzzi o Últimas noticias de la escritura. En este compendio de reflexiones y visiones que es la última obra suya que nos ha llegado, gracias a la editorial Jekyll&Jill, Chejfec va iluminando parcelas de lo que se extiende allá donde la propiocepción -hablando de sentidos- nos dice que hemos terminado nosotros.
Quizás de Japón y su idiosincrasia habríamos apreciado más otros elementos que su asombrosa tendencia al cero, una particularidad matemático-social que de pronto se torna un hecho muy tangible y verdadero una vez ha pasado por el particular filtro del autor. En este caso, el poso de quien escribe, su impronta, es más que evidente: es como una lente que ralentiza la llegada a una certeza, un cristal translúcido en ocasiones y en otras, tan transparente que podríamos chocarnos con él. Chejfec es un medio de transporte complejo al que hay que aproximarse con cierta precaución. La experiencia de leerle es difícil de explicar, algunos episodios -no son exactamente episodios- transcurren fluidos y reveladores, en otros corremos riesgo de quedar apresados por la densidad de la página. Enrique Vila-Matas vuelve a aparecer por estos pagos: si ya mencionamos su gusto por el bilbaíno Álvaro Cortina, autor de Deshielo y Ascensión, añadiremos ahora lo siguiente sobre Chejfec: “¿Es narrador o ensayista? Ahí a veces dudo, como ahora mismo; titubeo bastante, nunca sé qué decidir. Pero no importa. Después de todo, a él le atraen las indecisiones. Con todo, de algo creo estar seguro: en sus textos, poblados de fantasmas tenues y etéreos, acabo siempre de golpe comprendiendo que no pasa nada, pasa sólo que son excepcionales”.
Narrador o ensayista: Chejfec alterna entre un pelaje y otro sin prestar demasiada atención a la metamorfosis, su prosa se desenvuelve cómodamente en cualquier situación. Tan pronto nos informa de las mecánicas del premio literario que ideó junto a Alejandro Zambra y Guadalupe Nettel -el Alacrán-, como nos devuelve a esa época en la que las guías de teléfono -descritas con una maravillosa capacidad para poner palabras a algo tan cotidiano como el contraste entre robustez de estos tomos y lo aparentemente frágil de sus hojas- podían servir para localizar a escritores de la talla de Cortázar en mitad del caos y el frenesí de una gran metrópolis como el Buenos Aires que frecuenta en sus relatos. La mirada de Chejfec tiene una cualidad cuántica, sus ojos y su intención se posan en eventos discretos, en paisajes a los que ya estamos acostumbrados, y es allí, en estas normalidades, donde el escritor encuentra el material que requiere para desplegar su talento y su erudición.
Catalogar lo que nos ofrece el argentino es una tarea ardua; esta no es una obra recomendable para quienes busquen una única historia, ni tampoco para quienes deseen dedicar unas horas a la lectura de un ensayo al uso: en Teoría del ascensor las perspectivas se mezclan y los horizontes se difuminan. La ambigüedad a la que se le dedican palabras en el libro se mantiene presente en todo momento. Cita Chejfec a Walter Benjamin en uno de los pasajes del libro para compartir con el lector la semejanza entre la labor del escritor y la del cocinero: así como hay productos que crudos nos resultarían dañinos, y es el oficio del chef el que los hace digeribles y apetitosos, también sucede que muchos acontecimientos son anodinos o indigestos hasta pasar por las manos de un buen gourmet de la escritura, como en este caso sería Chejfec. Él puede transformar una reflexión en un capítulo perlado de grandes sentencias donde se nos enfrenta a nuestro propio idioma, de tal forma que conseguimos vislumbrar sus costuras, sus límites.
¿Y qué hay del ascensor? Dice el autor que los ascensores “ofrecen, para quien quiera encontrarlas, experiencias de la suspensión. El ascensor se manifiesta por sus efectos. No solo alude a la suspensión física de las cabinas cuando van de un punto a otro en la vertical, sino sobre todo a la pausa impuesta en el interior hasta que el tiempo corre de nuevo cuando la puerta se abre”. Un ascensor, un elevador que nos va parando en diferentes plantas de la literatura. Así es leer a este escritor que parece ser capaz de hacer grande lo más pequeño.
Eduardo Almiñana dedica una excelente reseña a Magistral, de Paco Inclán, en Valencia Plaza:
«El periodista valenciano continúa con su labor de cronista de lo inesperado en esta obra marcada por aventuras apasionantes, ambiciosas, únicas y en muchas ocasiones, previsiblemente frustrantes»
«Las grandes marcas nos dicen a diario que la vida es ese recipiente que debemos llenar con experiencias increíbles, con viajes constantes a parajes exóticos. Carpe diem: si puedes, debes saltar en paracaídas. No seas cobarde. Tienes que correr al menos, una maratón al año. Tienes que llegar a lo más alto en tu trabajo, tienes que destilar cierta agresividad y emprender, emprender una y otra vez y no rendirte. A tu alrededor todo el mundo está alcanzando sus metas, consolidando parejas indestructibles, haciendo surf en playas del sudeste asiático, acumulando gatos fotogénicos, obteniendo enseñanzas imprescindibles de esas que cambian vidas, asistiendo a eventos exclusivos, viendo las películas más celebradas el mismo día del estreno, terminando los últimos capítulos de las series de moda. A tu alrededor todo el mundo es un proyecto de yogui, un experto en terapias que funcionan, un gastrónomo insaciable que se conoce al dedillo los mejores restaurantes para comer ceviche. El muro de tus redes sociales está copado por las imágenes y vídeos de un monstruoso otro que te hace sentir miserable y aburrido. Pobre, precario. No estás todo lo en forma que deberías. No te da tiempo a llevar a cabo planes tan fantásticos como los de los demás. Un año más no has recorrido en furgoneta las mejores playas del país. Pero, ¿cómo lo hacen? ¿De dónde salen sus ingresos? ¿Están todos abonados a Netflix menos tú?
No te preocupes, es todo una ilusión. Lo que ves es la acumulación de buenos momentos e imposturas de un sinfín de contactos arrastrados por la misma inercia. Nadie comparte algo como: “voy a bajar a pagar la luz”, o una foto de una estantería llena de polvo que hay que limpiar aunque no apetezca. En los planes de tus contactos no entra, al igual que tampoco entraría en los tuyos, hacer un álbum de la limpieza del baño. Ni un GIF de un desagradable encontronazo con un compañero de trabajo. Generalmente, la foto de perfil será la vencedora entre decenas de candidatas. Porque en las redes del espectáculo social en que tantas horas pasamos no mostramos la vida, sino una dosis concentrada de lo que querríamos que fuese siempre. Es como esa carcajada que escribimos en una conversación: sí, puede habernos hecho gracia cierta ocurrencia. Pero al otro lado de la pantalla nuestro semblante es serio en la mayoría de ocasiones. Por eso nunca han acabado de cuajar las videollamadas. Exigen demasiada coherencia.» ...seguir leyendo