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Canción para hombres grandes de Rafa Cervera en CulturPlaza

Eduardo Almiñana reseña Canción para hombres grandes en CulturPlaza de Valencia Plaza.

Rafa Cervera, periodista de los que quedan pocos, va ya por su tercera novela en el fantástico sello Jeyill&Jill de Víctor Gomollón: tras toda una vida escribiendo en gran cantidad de medios de renombre, este escritor oriundo de esa isla extraña que es El Saler —que compagina turistas estacionales y una gran soledad—, se puso manos a la obra con otra vertiente de la literatura y comenzó a construir una obra que hoy escribe una nueva línea en la bibliografía con esta Canción para hombres grandes que comienza con una fantástica imagen de cubierta de Josep Ros, muy en la línea de eso a lo que nos tiene acostumbrados Gomollón y que hace de la lectura de un libro de su editorial una experiencia que combina con gran acierto lo literario y lo extraliterario.

En esta ocasión, el autor que comenzó escribiendo sobre Bowie, nos ofrece un relato de cambios profundos; una historia de autoconocimiento, de celebrarse a uno mismo poco a poco pero sin complejos, en una edad madura, tras una etapa larga, una etapa de esas que uno piensa que lo definen y que es ya para toda la vida. En esta canción, el protagonista sufre una ruptura que lo separa de la mujer con quien se veía para siempre: ella pincha esa burbuja de comodidad en la que a veces nos asentamos y de la que a veces también la otra persona sale sin que nos demos cuenta. El protagonista de la novela de Cervera, entonces, se encuentra con una sexualidad olvidada o reprimida, que mucho tiempo atrás, antes de todo lo femenino, la encarnaba un bañador Speedo mojado en una piscina. De nuevo a solas consigo mismo, e inmerso en un proceso de reconstrucción postraumático, el protagonista de Canción para hombres grandes decide —quizás no es propiamente una decisión, sino un episodio indefectible— retomar el hilo de una faceta de su sexualidad hasta entonces inexplorada, las camas de otros hombres a través de los cuales se conoce como hasta entonces no lo había hecho.  Seguir leyendo

 

Paco Inclán en Valencia Plaza

Lidia Caro entrevista a María Bastarós, Kike Parra y Paco Inclán para hablar sobre la reivindicación de los relatos. En Valencia Plaza:

Cuentistas: la reivindicación de los relatos

dadas-las-circunstanciasCuentan que Julio Cortázar afirmó que “La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”. El escritor argentino continuó el símil pugilístico diciendo que “El buen cuentista es un boxeador muy astuto, muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando las resistencias más sólidas del adversario”.

El género de la narrativa más o menos breve, los relatos o cuentos, tiene tanta validez como la novela, sin embargo, se publican muchas más novelas que libros de relatos. ¿Se le da más valor a la novela? ¿Parece que el relato sea una narrativa de principiantes? ¿Son estas preguntas una tontería?

María Bastarós es escritora e historiadora del arte. Ha publicado la novela Historia de España contada a las niñas (Fulgencio Pimentel), el libro de relatos No era a esto a lo que veníamos(Candaya) y los manuales de historia Herstory: una historia ilustrada de las mujeres, y Sexbook: una historia ilustrada de la sexualidad (Lumen).

Sus primeros gestos como cuentista se remontan a los doce años. “A los doce años comencé a asistir a un Club de escritores en mi colegio, una actividad extraescolar que no gozaba de ningún éxito. Creo que en total éramos unos seis participantes. Yo era la más pequeña y la única de mi curso en asistir, así que mi vergüenza era inmensa. Lo llevaba un cura al que recuerdo —contra todo pronóstico— como un personaje nada oscuro. Recuerdo una ocasión concreta en la que nos pidió un relato sobre «el chico o la chica que os gusta» (reitero lo de que el cura no era un tipo oscuro porque este último dato le hace flaco favor a esa afirmación). Mi cuento comenzaba con una adolescente —yo—, que está preparando un bizcocho antes de ponerse a escribir un relato que le da mucho apuro, y continuaba con la posterior quema de dicho bizcocho, el humo en la cocina, las llamas ascendiendo por el techo —evidentemente mi yo de doce años no entendía el funcionamiento de los hornos—, los bomberos y, por supuesto, ni palabra del chico en cuestión. La literatura siempre te ofrece una estrategia para el disimulo, hasta para el disimulo con salero”.

Kike Parra, el autor de Ninguna mujer ha pisado la luna y Me pillas en mal momento(Relee) comenzó su singladura con una historia de aventuras: “Tendría once o doce años y en esa época imitaba a Enid Blyton. Iba de una chica a la que se le escapa el perro mientras dan un paseo por la montaña y lo encuentra dentro de una cueva en la que hay un tesoro y unos malvapaco-inclan_forCropdos que llegan para llevárselo”. Para Parra existe cierta situación novela versus relatos “Pierde el relato y pierden los lectores y las lectoras. Por un lado, hay una opinión generalizada de que es más complicado escribir una novela que un libro de relatos, por otro, aún hay novelistas que miran a los escritores de relatos por encima del hombro y, por último, está la realidad impuesta por la mayoría de editoriales, que apuestan por publicar novelas antes que relatos, incluso aún las hay —de las que llamamos grandes— que ocultan al lector que está ante un libro de relatos. Con este panorama, el hábitat creado es el de que la novela es lo que se tiene que leer, lo demás, como existe menos, se queda fuera”.

No opina así María Bastarós “Nadie pierde. Todo el que lee sabe que hay novelas y cuentos extraordinarios, y también ensayos y fanzines y poemas y cómics y fotonovelas. Uno puede rastrear la belleza en una canción de trap y en las instrucciones de una bolsita de ramen precocinado. Pensar en formatos como criterio de valoración me parece un error. Es cierto que mucha gente da prioridad a la novela sobre el relato, que sienten que con quinientas páginas pesando en las manos invierten su tiempo en algo más importante o trascendente. En mi opinión hay relatos que en veinte páginas te han volado la cabeza con un disparo más certero que el de cualquier novela, y también hay novelas que te cambian la vida, y cuentos que te ofrecen una mirada sobre el mundo tan singular que nunca olvidas determinadas frases, determinados desenlaces. Hay mucha literatura y, por mi parte, muy poco interés en dividirla en nichos”. Tampoco Paco Inclán, el autor de los libros de relatos Tantas mentiras, Incertidumbre y Dadas las circunstancias, publicados por la editorial Jekyll&Jill. “No lo veo en términos de competencia. Ambos géneros tienen suficientes rivales externos para además tener que competir entre ellos. Cualquier género es bueno siempre que lo que se cuente también lo sea”. SEGUIR LEYENDO

Rafa Cervera recomienda Dadas las circunstancias de Paco Inclán



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Rafa Cervera recomienda Dadas las circunstancias, de Paco Inclán, en CulturPlaza, de Valencia Plaza.

«Acabo el último libro de Paco Inclán, Dadas las circunstancias. Adoro lo que escribe Paco. Me parece tan único, tan dueño de su propia visión que no puedo dejar de admirarlo. De hecho, mientras corrijo este texto, me doy cuenta de que yo bien podría ser el personaje de uno de sus relatos, que hablan de extravagantes que viven felizmente refugiados en sus cráneos, quizá trastornados por un mundo que siempre será más extravagante que ellos.»

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Fábula de Isidoro de Julio Fuerte Tarín

Fábula de Isidoro de Julio Fuertes Tarín en Cultur Plaza

Eduardo Almiñana reseña Fábula de Isidoro, de Julio Fuertes Tarín, en CulturPlaza (Valencia Plaza):

Que alguien le dé un premio a ‘Fábula de Isidoro’ de Julio Fuertes Tarín

Cosa bárbara esta historia que vulnera las leyes literarias de la continuidad y la coherencia con la intención de contar una historia donde lo básico y lo complejo caminan de la mano hacia el fin del mundo

11/06/2018 – VALÈNCIA. Por qué esta la historia del niño Wynston de Chile, de Colombia, de Perú, no había aparecido antes por aquí es todo un misterio, o no: hay libros que caen en las grietas que se abren entre un libro y el siguiente, entre un libro empezado y una obligación, entre dos obligaciones, entre acabar unas páginas para un artículo y un fin de semana de merecido asueto mental acompañado de la destrucción de un número razonable de neuronas y sinapsis -no hay problema hasta cierto punto gracias a esa capacidad del cerebro para restablecer vías a la que llaman plasticidad-, entre que llega el sobre, lo abres y llega otro y otro más. La cuestión es que el niño Wynston, el niño aficionado Wynston, trasunto del Oliver japonés que corría con el balón en los pies por las calles animadas de la ciudad de Nankatsu en la prefectura de Shizuoka, el niño Wynston que por encima de todo quiere conocer el resultado de un penalti a lo panenka tirado por Messi el “fenomenal pillastre” Messi para Julio Fuertes Tarín, pechofrío para muchos frustrados espectadores albicelestes de eventos mundiales pasados, ha demostrado tener una capacidad especial para aguardar el momento apropiado en el que dejarse caer de la estantería directamente hasta unos ojos y de ahí convertido en interpretación muy subjetiva hasta la pantalla en la que ahora se manifiesta.

Pero las cosas pasan como pasan, y no de cualquier otra manera. El caso es que Fábula de Isidoro, del autor al que hemos mencionado en negrita unas líneas atrás, ha caído por aquí ahora, y no hace dos años, cuando la editorial Jekyll&Jill la publicó. Mejor o peor, más oportuno o menos, tanto da, porque la historia, como suele ocurrir con las historias que se imprimen, se ha mantenido fiel a los hechos que contaba en dos mil dieciséis, de tal manera que podemos disfrutarla por primera vez ahora, o por segunda o incluso más si se quiere sin perjuicio alguno; puede que hasta haya mejorado con los años la historia del niño Wynston y el diablo Isidoro, Isidoro “el de colérico temperamento”, Isidoro “el de las manos largas”, Isidoro “el de la pupila conjetural y avisada”, que así se refiere a él Fuertes el de todas las letras, Fuertes maestro de ditirambos, Fuertes apelativus rex. La fábula del autor de Cheste es cosa mayor, o como diría el presidente extinto, dicho de otro modo: no es cosa menor. En ella lo que sucede tiene valor, pero mucho más valor tiene cómo se nos cuenta lo que sucede. Fuertes muestra rápido casi todas las cartas: enseguida sabemos que nos dirigimos hacia un Día de los Hechos de tintes apocalípticos, no en vano todo arranca con un presidente, precisamente, que martirio y redención pirolítica mediante, despeja el camino a un viaje iniciático del pequeño Wynston, cuyo descenso a los infiernos desemboca en los vomitorios del Bernabéu.

El humor es una de las claves de esta fábula que solo alecciona en materia de cómo escribir bien: el humor marca el camino y decide el destino del comando deadpooliano que se cisca en los protocolos literarios episodio sí episodio también: “¡La continuidad y la coherencia son dioses menores y no hay que presentarles la mínima ofrenda!”, exclama Isidoro tras aparecer como si nada tras haber sido cosido a balazos sobre una embarcación que ya la querría Caronte para sus paseos aquerontianos o estigios en barca y haber caído al río Guadalquivir. Isidoro es una fuente constante de sabiduría. Dice Isidoro: “Ahora calla. Debemos bajar a los jardines y llamar a Gazel, el moro, que nos ofrecerá generosamente una divisa especial con la que pagaremos al Alférez. ¿Y sabes por qué lo hará, joven Wynston? -el niño calla-. Lo hará porque me debe favores, porque fue tentado como tú y obró con la misma sensatez que tú. Nuestras almas son un valor de cambio y sobre este mercadeo fundamos una fecunda sociedad: así se impulsa el progreso del hombre a velocidades apabullantes”. En verdad es demoníaco Isidoro en el sentido de que su conocimiento profundo de la naturaleza humana solo puede proceder del rey de los engaños, a veces, la más honesta de todas las voces.

Hablando de voces: qué gran acierto de Fuertes el introducir múltiples perspectivas sobre los mismos hechos, de este truco se sirve con gran talento para decir todo lo que le apetece y mucho más en pocas páginas -ojo, las justas, las necesarias, una más o una menos desequilibrarían la solución-. En una cita al inicio el libro, en la voz cursiva de Manolo, en una nota al pie, en un epílogo, en un apéndice teatral: cosa bárbara. Aquí no hay distancia que valga: el libro es Julio Fuertes Tarín a coro, aunque una obra coral, que se dice mucho ahora, no es. En Fábula de Isidoro habla sobre todo Isidoro: el resto de su caravana de malditos escucha, aprende, y con suerte, dice algo, más o menos coherente -pero ya hemos visto que la coherencia es un duende molesto y doméstico del que más vale librarse a veces en aras de un proyecto de interés. Llamar “observación” a la fórmula Alá es grande es de interés. Recurrir dos o tres veces al adjetivo “fenomenal” es de interés -si la memoria no falla también recurría a fenomenal el autor Mr. Perfumme en más de una ocasión en sus historias-, acudir a la muerte del genial astrónomo danés Tycho Brahe por culpa de una uremia provocada por un exceso de etiqueta como ruego para recibir permiso para ir al baño en clase es de interés, “una especie de gemido con la letra ‘u’, gemido grave, adulto y sindical, como de hincha del Atlético de Madrid” es de interés, decir que el sueño de alguien es “llegar a ser un futbolista de los que parecen algo inteligentes, es decir uno de esos jugadores de fútbol profesional que poseen uno o más títulos universitarios, que no destacan excesivamente en el campo pero compensan su falta de brillo genial con una sorprendente soltura en las ruedas de prensa, rara avis: el centrocampista defensivo con estudios superiores” es de interés.

Todo es de interés en el libro de Julio Fuertes Tarín, sin lugar a dudas lo son la edición y sus sorpresas artesanales, las ilustraciones de Irina Vólkova para Fábula de Isidoro resumida para niños que se encuentra al final de los últimos apéndices que van desadaptándonos paso a paso de la lectura como se desengancha un morfinómano de su adicción. Por eso, y por todo lo que las enmiendas a la santa continuidad nos permiten no decir, que alguien le dé un premio a este libro para que no pueda volver a esconderse nunca más.

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Versus de Karlos Linazasoro en CulturPlaza

Eduardo Almiñana dedica una excelente reseña a Versus, estampas de un náufrago, de Karlos Linazasoro. En CulturPlaza de Valencia Plaza:

LIBROS FACTOR CINCUENTA #5

El ruido ‘Versus’ las estampas de un náufrago de Karlos Linazasoro

El autor tolosano dibuja un paisaje insular a través de noventa y nueve estampas en el que el naufragio se hace persona y más que sobrevivir, practica cada día para cabalgar la nada 

30/07/2018 – VALÈNCIA. Los libros son islas, las lecturas, archipiélagos. Pero las islas, por mucho que se empeñe el verbo aislar, solo están desconectadas en la superficie, y ni siquiera. Las islas son una pieza más del engranaje terrestre-marino, lugares donde pasa todo, depende de para quién. Entre islas hay corrientes que mueven masas de agua y todo lo que ella contiene como larguísimas autopistas acuáticas: en la corriente de Humboldt viven pacíficos los calamares gigantes, Dosidicus gigas, jibia o potón, gigantes pero no tanto como sus primos de allende las profundidades; la corriente Circumpolar Antártica da vueltas en torno al continente que le da nombre y sentido poniendo en contacto partículas del Paso de Drake, las Malvinas, las islas Kerguelen -las Islas de la Desolación- y Nueva Zelanda. Con las islas pasa como con las islas heladas que son los icebergs: tendemos a creer en la parte por el todo, cuando el todo es de hecho poderoso, relevante, aunque oculto a primera vista para todos los descendientes de las primeras criaturas que se aventuraron a secarse al sol. Que el terracentrismo no nos impida ver el bosque de algas kelp.

Quizás la isla, si carece de valor para la explotación turística, todavía pueda ser emblema de la soledad: todavía quedan islas solo frecuentadas por albatros, cormoranes, petreles, leones marinos, focas y pingüinos. Las menos, sin duda, pero existir, existen. Islas en las que no querríamos retirarnos pero a veces sí perdernos y que funcionan de maravilla como acicate para la fantasía. ¿Qué nadas esconden? ¿Qué silencios proponen? ¿A qué velocidad pasan las horas en ellas? Si fuesen barridas por un tsunami, ¿pasaría la ola de costa a costa como un terrible y acuoso orgasmo purificador? ¿Afecta a sus habitantes nuestro ruido, el ruido interminable, físico, matérico, el ruido que arrasa con todo como una niveladora y que se ha convertido en nuestro más característico producto cultural? El ruido de la contaminación, de la quema de las posibilidades, de la destrucción hooligan de todo lo que es bello, de la estrechez de miras, del cortoplacismo ingenuo, del hablar en el cine. El ruido del trabajo, de la política, de la alimentación, de la televisión, de la opinión, de la ofensa, de la incomprensión, de la velocidad, de los sueldos, de las cuotas de autónomos, del miedo, de la competición, del optimismo maníaco, de los plazos, de la ignorancia, de la masificación, del aburrimiento, de la sensación abrumadora de ser una roca incandescente más en el flujo piroclástico que es el presente a medida que llega y es.

En la isla que propone Karlos Linazasoro (Tolosa, 1962) en Versus. Estampas de un náufrago (Jekyll & Jill, 2018), se puede ser nada y ser todo: diez metros de largo y cinco de ancho y una palmera de cuatro metros y treinta y cinco centímetros que no da frutos coronando el promontorio central, que si uno se la imagina no tarda en redondear la escena con un sol y unas olas de esas que dibujábamos cuando niños: soles y olas básicas, todo lo contrario a la soledad que dibuja Linazasoro para los ojos de Versus, el náufrago, que vive en una isla-náufrago o mejor, apunta el autor, en una isla-naufragio. En su isla, Versus recuerda, pero también se masturba con una disciplina marcial, come lo que llega, sea un pez volador que aterriza en su garganta o un ave que se ha esmerado en querer, mutila a una muñeca hinchable y arroja sus cuartos al océano como el villano celestial de una narración mitológica, piensa en la muerte y se cura un varicocele en un testículo, se plantea qué sentido tiene vivir de esa manera y descubre que ha olvidado el día adicional de los años bisiestos, regala monedas al mar, anhela un ascensor o un arca, distribuye el cansancio en siestas, trata de imaginar cuántas palabras nuevas habrán sido creadas desde que vive en el exilio, cubre la isla con periódicos, la amuebla con los pedidos que le entrega la marea, decide escribir una novela a su regreso, y como todo náufrago, escruta el horizonte en busca de una señal que permita el rescate, aunque para él el rescate sea ya más cosa del pasado que del futuro.

Porque Versus es ya parte de la isla, un fantasma, un enfermo terminal mirando desde la ventana. Versus desea la muerte pero es que igual ya no le hace falta: la isla es una fiesta, en cierto sentido. Una fiesta espectral. Si uno presta atención a las palabras de Linazasoro, en la isla no falta de nada, la isla nebulosa y palpitante del relato es San Borondón, una isla aspiracional, un tesoro enterrado por unos piratas sinápticos en la mente. El Sol sale por la espalda de Versus, se nos dice, y se pone por el lado del rostro. ¿Es Versus la propia isla? ¿Es Versus un dios olvidado de los naufragios? Versus no podría adivinarlo porque en su isla no hay espejos. En la isla de Versus solo hay tiempo, un tiempo viscoso por el que se arrastra la vida, cae por él como por un tobogán pero nunca llega a ninguna parte. Las estampas que exhiben la vida de Versus el personaje, Versus el náufrago, Versus la metáfora, suman noventa y nueve. Antes de llegar al siglo se detienen para dejarnos en la orilla y dejar a su protagonista contando aletas de tiburón entre las crestas espumosas del oleaje perpetuo. No es difícil generar tras los ojos el paisaje: la isla prototípica donde habitaban los integrantes de Tricicle y tantos otros perdidos de viñeta. Esa isla que permanece inmóvil en el tiempo aun a riesgo de quedarse atrás.

El océano y el verano maridan a la perfección con este libro que cuenta con las portadas más bellas y relajantes de lo que va de año: Versus insta a ser leído, pero también a ser tocado, portado, expuesto, admirado. Es un libro factor cincuenta con todas las de la ley, una sombrilla de papel para desviar los rayos cancerígenos de la normalidad sofocante de una estación que es fértil para el balconing pero también para la nostalgia productiva.

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Rafa Cervera escribe sobre Bowie en Valencia Plaza



Rafa Cervera escribe sobre la vida sin Bowie en su sección Los recuerdos no pueden esperar, en CulturPlaza (Valencia Plaza).

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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Año II después de David Bowie

VALÈNCIA. El próximo 10 de enero comienza el año II después de David Bowie. Su muerte no ha hecho más que incrementar su presencia en nuestra vida cotidiana. Nadie pudo prever que su desaparición tendría semejante efecto. Y sin embargo, ese efecto es completamente lógico. Atención: este artículo contiene un spoiler o dos.

A medida que concluye la secuencia final del tercer capítulo de Mindhunter, comienza a sonar una canción titulada ‘Right’. Aparecen los créditos y la voz y la música de David Bowie siguen escuchándose, creando una sensación turbadora. Desde el 10 de enero de 2016, cada vez que una canción de Bowie es extraída de su contexto natural (un disco, un concierto, una playlist), esta llega revestida de una nueva carga emocional. Antes de esa fecha se trataba sobre todo de canciones, ahora también son mensajes de ultratumba. Es lo que ocurre con ‘Five Years’ en un capítulo de Fear The Walking Dead, y también al despedirse Ray Donovancon ‘Rock & Roll Suicide’. Las canciones de Bowie han sido incorporadas a películas y series docenas de veces, pero desde su muerte, lo que canta parece provenir de otra dimensión. Nada que ver con Seu Jorge versionándolo a destajo en The Life Aquatic de Wes Anderson, porque cuando se estrenó, Bowie estaba vivo. Nada que ver con los homenajes de American Horror Story y el personaje de Elsa Mars encarnado por Jessica Lange, porque cuando se emitió, Bowie aún no había muerto. Nada que ver con esas otras canciones suyas sonando en capítulos de Los Simpson, Dexter o Mad Men, todos ellos anteriores a enero de 2016. Nada ha cambiado. Todo ha cambiado.

Año cero

Según la acertada definición que hicieron Nacho Canut y Alaska cuando el ídolo murió, el año que acaba de comenzar sería el año II después de Bowie. Dos años. En el siglo XXI, ese tiempo puede ser el equivalente a media vida. Cada vez que vayamos adentrándonos en el futuro, iremos descubriendo nuevos matices al analizar la cuestión de nuestro mundo sin Bowie. Por ahora, el gimoteo masivo se ha ido apagando. Cada tanto hay un ilustre difunto al cual llorar; como se trata de que nos compadezcan, vale prácticamente cualquiera, el único requisito es que sea conocido y críe malvas. Ahora que el llanto general por Bowie es menor y algo lejano, resulta algo más fácil intentar vislumbrar por qué resulta tan profundo ese vacío. Por qué escuchar ‘Right’, que me ha acompañado cientos de veces, me conmueve de una manera tan inesperada. Posiblemente sea porque aparece al final del capítulo de una serie, que siempre es un momento muy emocional. Pero también porque, de golpe, la canción me recuerda que su autor está muerto.

Agente Philip Jeffries

Llevo más de dos años analizando los motivos de esa devastación, que para mí comenzó a finales de 2013 con la muerte de Lou Reed. Es un sentimiento privado y personal, pero a la vez, es algo que le ocurre a más gente, quizá no a tanta como parece. Le ocurre a Loles, lo sufre Remi, le pasa a Juande o le pasa a Paula a la cual no conozco pero que el otro día comentaba en Twitter que temía el momento en que empezaran a aparecer artículos como este. El 10 de enero de 2016 Bowie protagonizó su propia versión de The Leftovers. Desapareció repentinamente, casi inexplicablemente, de este mundo con un involuntario golpe maestro. Un acto digno de Houdini, sólo que realizado a la inversa. El colofón de una carrera que, salvo en unos episodios muy concretos, fue monumental. Oímos el rumor desde el control de tierra y muchos pensamos, no, no digas que es cierto. La despedida ha concluido pero la sensación de ausencia es perenne. Cada tanto algo nos recuerda que el personaje que durante más tiempo amplió el poder y la semántica de la música pop, se ha ido para siempre. En la tercera entrega de Twin Peaks,  David Lynch le homenajeó a su eléctrica manera. Phillip Jeffries, personaje con una  brevísima aparición -y mucho más misteriosa desaparición- en Fire Walk With Me, adquiría un papel fundamental. Al igual que ha ocurrido con Bowie, Jeffreys está presente en la serie sin aparecer apenas en ella. Al igual que dicho personaje, viajó a un rincón del universo desconocido para nosotros.

Año uno

La muerte de Bowie duele porque dejó un poco más solos y vulnerables a aquellos que le seguimos con fascinación. Con su obra nos ayudó a contemplar el mundo al que pertenecemos. También logró que este resultara más soportable. El filósofo Simon Critchleyexplicaba en el ensayo David Bowie que “fue alguien que hizo de la vida algo menos trivial durante un periodo de tiempo tremendamente largo”. Luego corroboraba lo que el propio artista dijo en ‘Blackstar’: “No soy una estrella de pop”. Para Critchley, para mí y para sus fans, fue mucho más que eso: “Fue alguien que, simplemente, nos hizo sentir vivos”. Lo hizo, por ejemplo, al intentar describir la confusión que nos asedia sin descanso, en ‘Life On Mars?’ (“mira al hombre de la ley golpeando al tipo equivocado”) y mientras lo hacía, nos daba pistas para que intentásemos esbozar nuestra propia poesía. Es el horror de saber de qué trata este mundo, dijo en la letra de ‘Under Pressure’. Es la lucha entre lo sublime y lo horrendo, la sensatez y la paranoia, la inocencia y la malicia, y la inevitable desesperación para intentar discernir una cosa de la otra. Bowie, como cualquier otro artista de la música pop, implica muchas cosas –diversión, fantasía, osadía-, posibilidades que se convierten en armas y refugios para intentar comprender la vida. Su muerte plantea una cuestión alrededor del enigma que nadie sabe contestar. Él también se hizo esas preguntas mientras estaba aquí, y las expresó a través de su obra. Ahora que quizá sepa las respuestas, no nos las puede contar.

A nivel personal, la muerte de Lou Reed fue un acontecimiento desolador. Aunque sus problemas de salud habían sido difundidos públicamente, nunca me planteé que pudiera fallecer. Fue el artista que me alumbró en la oscuridad y la confusión de la adolescencia y me hizo ver que había un espacio en el cual, algún día, yo podría ser la criatura que estaba llamado a ser. A partir de cierta edad, la muerte deja de ser una fantasía para pasar a formar parte de lo cotidiano. La de Lou Reed marcó un punto de inflexión. Dos años después, la desaparición de Bowie corroboró que así había sido. Aquellos que me proporcionaron fe, autoestima, felicidad y conocimiento, también se van. A los 50 años posiblemente no los necesite tanto como a los 16, pero sí que necesito que sigan aquí, conmigo. Pero se van.  Después de habernos ayudado a entender y soportar la vida y la muerte, se van.

Año dos

La muerte de Bowie me impulsó a recuperar una novela cuya reescritura había abandonado. Sabía que, trabajando en la dirección correcta, podía sacar de ella la historia que necesitaba hacer. Él era uno de los protagonistas de la trama, una ficción que transcurre en València y El Saler. Es una historia de inocencia y perversión que construye una versión paralela de lo que pudo haber sido mi adolescencia. Mi adolescencia transcurrió en la playa de Pobla de Farnals. Eran pósteres de Lou Reed lo que había clavados en las paredes de mi habitación. Escuchaba sus canciones e indagaba en sus letras como podía, yo solo, en mi cuarto, con la ayuda de un diccionario de inglés americano que me trajo mi padre de un viaje a Estados Unidos. Escuchaba  a Reed con fervor y, a medida que su mundo me absorbía, fantaseaba con encontrármelo por Valencia, de incognito, como si hubiese decidido viajar hasta un sitio tan remoto sólo para darme la oportunidad de que me cruzase con él. Lou Reed fue el filtro que elegí para interpretar la realidad. Las primeras decepciones sentimentales. Los interrogantes del sexo. Los caprichos del alma humana. Lou Reed fue la puerta para cruzar al otro lado de la realidad. Si ingresaba allí, me decía mi instinto, podría empezar a ser yo mismo a pesar de todo. Cuarenta años después he publicado una novela que habla, entre otras cosas sobre eso. Si Lou Reed no hubiese existido, seguramente jamás la habría escrito. Si David Bowie no hubiese muerto, seguramente nunca la habría terminado.

El Saler es un buen sitio para muchas cosas, por eso lo elegí como escenario de ciertas escenas de la novela. Es un lugar perfecto para mirar, pensar, y no tener prisa para hacer nada. Es un sitio idóneo para perderse y olvidarse del resto del mundo, que acaba precisamente allí mismo. Un territorio impregnado por el sexo que se practica secretamente en sus bosques y  dunas, un contrapunto de carnalidad en medio de la belleza mística del paisaje. El Saler también es un buen sitio para ser invisible y llorar. Para escribir. Para vivir lejos de todo, anotando cosas en una libreta que sabe más de mí que nadie en el mundo. Un remolino de silencio en el cual sumergirse para soñar con lo irreal, como cuando tenía quince años. Para escribir sobre una mañana de verano, cuando la niebla flota a ras del suelo. Y a medida que esta se disipa y el sol se va elevando sobre las copas de los pinos, ver a David Bowie, despertando aturdido de un letargo. Está torpemente atado al tronco de un pino, rodeado de otros árboles y plantas. No muy lejos, en una situación similar, está Lou Reed. Al despertar contempla la vegetación que le rodea mientras intenta recordar qué le ha ocurrido y se deshace de la cuerda flácida que apenas le mantienen sujeto al tronco. Hay un tercer hombre que abre los ojos después de haberlos tenido cerrados más tiempos del que puede calcular. Andy Warhol balbucea algo mientras se desprende de las inocentes ligaduras y comienza a caminar colocándose bien la peluca. Los tres saben algo que ningún ser vivo puede saber. Si me quedo quieto donde estoy, acabaremos encontrándonos y me lo contarán.

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