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La canción de NOF4 en Revista Détour



detourÓscar Brox reseña La canción de NOF4, de Raúl Quinto, en Revista Détour.

«Últimamente no dejo de pensar en lo que puede ser un ensayo. En las maneras que tiene el ensayo para desprenderse de formas pasadas, del viejo academicismo que procede una y otra vez según las mismas claves, como si todavía se escribiese con la peluca empolvada. Dice Raúl Quinto (o su editor, no lo tengo muy claro) que esto del ensayo es una forma mestiza; un híbrido en el que cabe la investigación biográfica, la reflexión estética, lo fundamental de la naturaleza y, por qué no, la poesía. Es, ante todo, escritura. La cuestión de hasta dónde pueden dar de sí el texto y la expresión de las ideas.

En un punto, me gustaría que Fernando Oreste Nannetti no hubiese existido. Que no fuese un excéntrico representante del art brut. Que su obra, a medio camino de la ruina y el derrumbe, no hubiese sobrevivido al paso del tiempo. Que fuese, simplemente, una ensoñación de Quinto.

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Este pequeño arte de Kate Briggs en Revista Détour



Óscar Brox recomienda Este pequeño arte, de Kate Briggs, en Revista Détour:kbdetour

Hace unos días hablaba con un editor a propósito de la traducción. O, mejor dicho, de los matices que hay entre un traductor de oficio y otro, escritor, que se acerca de tanto en tanto a la traducción. Pero, ¿los hay? Tal vez, si lo enfocamos como una cuestión de volumen y trabajo. O de vicios y métodos. Y lo cierto es que no estoy muy seguro de todo esto. Hablamos de cómo suena una traducción, de la frescura o la espesura de un texto u otro según quién está detrás de su versión. Y pensé un poco en aquello que decía Miguel Martínez-Lage de que cada generación debe hacer su propia traducción de los clásicos. No sé si se trata de adaptarlos al tiempo; en todo caso, dejarles respirar. Quitarles el polvo. Hacer un poco de genealogía. Observar. Estar atento.

Diría que Este pequeño arte trata sobre eso: estar atento. Trabajar con las palabras, pero también pensar cómo trabajamos con esas palabras. ¿Cuál es el lugar del traductor en ese proceso que es la escritura de una obra? ¿Ser meticuloso? Puede ser. ¿Ponerse en la piel del autor a traducir? Claro. O reconstruir. Volver a andar. Reescribir y rearmar. Insuflar unas cuantas bocanadas de aliento a un texto que está, pero que todavía no está. Que no está hasta que no se produce esa identificación, cuando otras palabras comienzan a escribir una novela, un ensayo, cualquier obra ya escrita.  SEGUIR LEYENDO

Porque ya no queda tiempo en Revista Détour


Óscar Brox reseña Porque ya no queda tiempo, de Rafa Cervera, en Revista Détour.

Rafa Cervera. Los recuerdos no pueden esperar, por Óscar Brox

Porque ya no queda tiempo, de Rafa Cervera (Jekyll & Jill) | por Óscar Brox

Habitaciones de hotel. Lugares de paso. Puntos de encuentro. Oficinas. Porque ya no queda tiempo comienza en la de Lou Reed, en Nueva York. Es 1995. Rápidamente viajamos atrás en el tiempo. A la infancia. A la calle Palomar, la casa familiar, a las fotografías del tío Lugosi y la complicidad que se fragua con un pequeño Rafa Cervera. Complicidad, carácter, manera de mirar el mundo. Qué cabecita si no se estropea. En estos primeros compases de la novela, uno tiene la sensación de caminar entre mitologías. Está Lou Reed, el coloso musical que aparece de muchas formas en el libro, pero está también aquella València familiar de la que cada vez quedan menos cosas. La València de Ciutat Vella, de calles estrechas y edificios decadentes pero emblemáticos; lo suficiente como para albergar los restos de la editorial Prometeo. Están las letras de Reed, surcadas por sus preocupaciones literarias, y están las fotografías de la vieja Leica familiar. Y está la memoria de Rafa Cervera para conceder una nueva vida a todo ese amasijo de voces e instantes, de lugares y personas, con los que cuajar un estado de ánimo. Una identidad. La suya.porqueyanoquedatiempo

De aquel niño que posa en la foto disfrazado, entre su tía y la sonrisa de su madre, a aquel otro que comienza a escuchar música. Que pasa del colegio a la tienda de discos y las cubetas; de las primeras amistades, unas más fugaces que otras, a esos vínculos casi sanguíneos que atraviesan la novela: Leivas, Jean Montag, El Bello, Macías… Cervera escribe sobre el pasado, no tanto para consignar aquello que echa de menos, sino para armar ese retrato con el que (d)escribirse. Con el que saltar por encima de la etiqueta de periodista musical y continuar lo ya apuntado en su anterior novela, Lejos de todo. Esa canción de La Velvet, aquella chica del Gintonic en la discoteca, el concierto de Reed en Usera, la primera entrevista en el hotel Londres. Son fechas, son momentos, pero Cervera tiene la habilidad suficiente para conferirles algo más: vida, emociones; la sensación de que algo se movía y cambiaba. Y lo hace sin abusar del tono confesional, respetando en muchas ocasiones una intimidad que evoca con delicadeza; casi, con prudencia.

Tanto Lou Reed como Andy Warhol son figuras omnipresentes en un relato que pasa también por narrar la euforia cultural de una España arrancada de las manos de la dictadura. De un país que se convierte en música, pintura y cine, en noches que nunca acaban y vanguardias que se consumen a la velocidad de las vidas efímeras de quienes las protagonizan. Esa efervescencia vital impregna toda la novela de Cervera, si bien el autor sabe cómo hacer que bascule de una época a otra: la llegada a Madrid, los primeros escarceos culturales, la forja de un camino, Barcelona, Nueva York y todas las historias que, de pronto, se desencadenan ante sus ojos. Gente que viene y va, la familia que permanece en València y esos vínculos que se resquebrajan con las cuitas existenciales. Ese Lou Reed casi impenetrable, que cuando te felicita no sabes si es sarcasmo o reconocimiento. O ese Bowie al que consigues arrancar una fotografía tras montar guardia junto al camerino. De repente caen las Torres, el mundo redescubre el horror. Madrid se va difuminando y vuelve a aparecer València. El Saler. Ese espacio vacío, al calor de la Albufera, que se convierte en un nuevo hogar.

Uno lee a Rafa Cervera como si estuviese persiguiendo algo; las palabras justas, diría. Esa descripción, ese retrato, con el que plasmar no solo un estado de ánimo sino, también, un tiempo. De ahí pasajes tan bellos como el que dedica a Pablo (Sycet) y su amistad con Jaime Gil de Biedma; al propio Reed y sus años de aprendizaje con Delmore Schwartz; a Jean Montag y su mujer o a Roberta Marrero. O, sin duda, a la mirada del padre, que cierra el libro con la foto de solapa. Por eso, me gusta pensar que Porque ya no queda tiempo es una obra que habla de amistad, de otro tipo de amor, de esas palabras que cuesta tanto hacer brotar porque son demasiado sinceras (y la sinceridad, literaria o no, siempre asusta). Y por eso, también, uno tiene la sensación de que Cervera da muchas vueltas, muchos saltos, que nos conduce por infinitas puertas giratorias, porque necesita demorarse para dar con el gesto exacto, con la palabra exacta, con la emoción que necesita. Para consignar la importancia de todos aquellos momentos y, sobre todo, su lugar en aquel maremágnum. Para dejar constancia de los que pasaron, de lo que ha quedado de todos ellos y de lo que, quién sabe, quedará de él. De cómo le gustaría que fuesen los recuerdos y de qué hacer con todas esas pequeñas y grandes mitologías que construimos y nos acompañan a cada cambio de edad.

Para alguien que ha escrito que los recuerdos no pueden esperar, que ha consagrado parte de su carrera al retrato de artistas, lugares y discos, hacer memoria es un poco como aquello que decía Jacques Derrida: cada vez última, el fin del mundo. Leer su novela invita a pensar en una suerte de tiempo excepcional, único, que sin embargo se borra porque todo pasa demasiado rápido. Que se olvida y precipita esa especie de horror vacui que no se sabe muy bien adónde conduce. Por eso, como digo, me gusta pensar que este es un libro de amistades (una especial, la de Esteban Leivas) y maestros, de paternidades y de cómo el tiempo configura nuestro rostro una vez alcanzada la madurez. Una novela que acaba, pero que me resisto a creer que no sea con un punto y seguido. Que nos deja en esa especie de fortaleza de la soledad ubicada en El Saler, pero que concentra toda la energía de una época, de unas vidas, de unas voces con las que construir fragmento a fragmento una voz propia. Un espacio vital. Una identidad.

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Dadas las circunstancias de Paco Inclán en Revista Détour


pacoinclan

Óscar Brox dedica una excelente reseña a Dadas las circunstancias, el nuevo libro de Paco Inclán, en Revista Détour.

Paco Inclán. Un heterodoxo, por Óscar Brox

Dadas las circunstancias, de Paco Inclán (Jekyll & Jill) | por Óscar Brox

Paco Inclán | Dadas las circunstancias

Siempre tengo la sensación de que las novelas de Paco Inclán -aunque me gusta más decir los artefactos– mantienen una serie de conexiones subterráneas, literarias y hasta espirituales que, a su manera, las hacen inseparables. Forman parte de un gabinete de curiosidades, de una crónica de viajes sedentarios (esto último se lo leí hace un rato al propio autor) y de un gusto, más bien literario, por embellecer la anécdota hasta convertirla en un signo de cultura. En un vestigio. O, ya que estamos, en una tentativa de abarcar las cosas más comunes desde otros ángulos. A Jean Echenoz, por ejemplo, le preocupaba más construir a Ravel a partir de su obsesión por comprobar que había cerrado la llave de paso de su casa que a través de las partituras que compuso; al fin y al cabo, esto último está al alcance de cualquier estudio. Y algo así sucede cuando nos sumergimos en la primera miniatura de Dadas las circunstancias, en la que las cuitas en torno a la existencia (o la trascendencia de Plutón) se entremezclan con el recuerdo de Roque Dalton en una taberna checa, en medio de una conversación en otro idioma con Hesel, autor enano. Así, uno tiene la sensación de que Inclán nos conduce por cada recoveco de la historia, aglutinando gestos, detalles y cosas, como una especie de ruido de fondo, que paulatinamente dibujan un paisaje. Un paisaje marciano, pero al que nos agarramos como si se tratase de la traducción más cercana de aquello que nos conmueve. A esto suena Taberna, de Dalton, podría decir mientras trata de descodificar la sonrisa del enano Hesel en una mesa del U Fleku.

De Chequia pasamos a Cuba, Islandia o Sant Pau D’Ordal. A Inclán en busca de un chiste perdido en una Habana en la que se habla valencià y la hija del Che dicta una de tantas hagiografías en torno a la Revolución. Aquí hay un chiste asesino, como en el sketch aquel de los Monty Python, un barrido por la geografía cubana, ficción que parece una autoficción que parece una ficción, encuentros culturales y genealogías del chiste, alguna que otra recensión sobre la obra de Julián del Casal y una pizca de sexo para desengrasar la aventura. O para unir dos latitudes, dos idiosincrasias, en lo que dura leer un ejemplar de la revista Bostezo. Inclán siempre está ahí para sacar punta de la ocurrencia y brillo a lo insignificante, dejando que hablen las ruinas de una librería de viejo, que se critique con resignación el establishment que solo cree en la lectura del Granma y de José Martí o que un viaje a Cuba se convierta en toda una psicogeografía por una ciudad permanentemente atrapada en sus contradicciones.

No sé si fue por culpa de Los amos locos, de Jean Rouch, que me volví un hooligan de las etnoficciones y me pasé unos cuantos años con la idea de trabar contacto con otra cultura, más bien perdida, más bien olvidada, en busca de ese shock cultural que se produce cuando te topas con algo que apenas se ha estudiado, articulado o encadenado a una explicación. Todo esto viene a cuento del erromintxela, las lenguas nómadas y ese otro capítulo en el que Inclán narra el encuentro improbable con el último hablante de una lengua mezcla de euskera y romaní. O el periplo en dirección a Llodio para una improbable entrevista con el último superviviente del erromintxela. De Inclán me gusta ese gesto un poco autorreflexivo, otro poco irónico, de preguntarse y preguntar abiertamente por sus formas heterodoxas. En lugar de pasar el peaje de la Academia, del estudio -bostecemos- riguroso y bla, bla, bla, convierte cada historia en una microaventura, dejada de la mano de Dios y a merced de un ambiente más propio de Livingstone que de un Departamento de Filología; entre barro, frío, aire y bosques, pero sin un ápice de épica. Más bien, como un anticlímax que no necesita de desenlace para convencernos de que, al final, lo importante era la ocurrencia. Como cuando lees una plaquita ubicada en algún lugar ignoto y te da por imaginar qué puñetera historia te ha conducido hasta allí. Lo de menos, en definitiva, es si es verdad o no. Para eso está la ficción, ¿cierto?

Total, que Inclán nos transporta durante todo el libro por diversos estados. Hay capítulos, como el dedicado a Arnau de Vilanova, que duran lo que una carrera desesperada hacia el lavabo cuando vas de vientre. O lo que abarca una graciosa confusión etimológica con la fortuna de un término como escatología (la e, en este caso, no es baladí). De ahí a esa lengua-territorio que es el Esperanto, a una exaltación de Veracruz o, mi favorita, la historia en la que un banquete de comida se entremezcla con la crudeza de la proyección en vídeo de una guerra que no cesa. Esa misma a la que los estómagos agradecidos hacen oídos sordos mientras el mundo mira en cualquier otra dirección.

Y así, un poco por muchas cosas, uno llega a la última página de Dadas las circunstancias con la impresión de que Paco Inclán es un heterodoxo, un viajero sedentario o un aspirante a la logia del OuLiPo, si es que algún día le da por jugar con las palabras, además de con las anécdotas, y el orden del discurso. Mientras eso sucede, lo mejor es releer cada una de las piezas de ese gabinete de curiosidades que aloja en las páginas de su obra. De una obra capaz de saltar, de psicogeografía en psicogeografía, enseñándonos sus entrecruzamientos con la ficción, la autoficción y la etnoficción, con esa gracia con la que se saca brillo a lo insignificante. Que, como si hiciera falta volver a decirlo, en verdad es lo más valioso de las cosas.

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Lejos de todo de Rafa Cervera en revista Détour


Rafa Cervera. Los días vividos, por Óscar Brox

Lejos de todo, de Rafa Cervera (Jekyll y Jill) | por Óscar Brox

Rafa Cervera | Lejos de todo

Cuenta Simon Critchley en su pequeño estudio sobre David Bowie que su primera aparición en Top of the Popssupuso un pequeño terremoto en el seno de la sociedad inglesa. Fascinante en su androginia, autosuficiente y sofisticado, Bowie representaba una tercera vía para un público acostumbrado a los Stones o a los Beatles. Un (necesario) cambio de ritmo que, aun en el pesimismo que latía en sus letras, invitaba a mover las caderas para rebelarse contra el rígido corsé normativo que imponían la sociedad y la época. Algo de esa anécdota permanece en las primeras páginas de Lejos de todo, aunque las protagonice una versión algo más madura de Bowie. De un Bowie al que su autor, Rafa Cervera, convierte más que nunca en aquel extraterrestre al que Walter Tevis hizo caer sobre la tierra. Solo que en esta novela, ese otro mundo es una Valencia en pleno proceso de apertura democrática. Con la costra franquista secándose al sol de la playa del Saler. Un perfecto enclave para narrar el despertar juvenil, el camino iniciático y la influencia en esos dos episodios vitales de la música y la cultura que prendía en las canciones de David Bowie.

Bowie perdido en las calles del centro de la ciudad. De un centro que en aquella época, tal vez, ni eran tan cosmopolita ni imaginaba la futura gentrificación del casco histórico. Que, en cierto modo, conservaba el gusto por sus ruinas y por aquellos barrios chinos que invitaban a cambiar de ruta. Cervera imagina en ellos, como decimos, a un Bowie taciturno, desgastado por el ruido del tiempo, que cambia de ciudad, de contexto, de cultura, tal vez en busca de nuevos estímulos. De la razón de ser, especialmente, cuando se es una estrella; un camaleón. Alguien acostumbrado a la reinvención estilística permanente. Tan moderno que, por fuerza, le ha ganado la carrera cuerpo a cuerpo a su época. De ahí, en definitiva, que Bowie solo pueda ser un extraterrestre o, como su personaje en El ansia, un vampiro. O, sencillamente, una figura inalcanzable que la versión adolescente de su autor cree intuir desde el otro lado de la ventana. En ese gesto tan típico de estupefacción, cada vez que nos decimos que es imposible que algo así suceda a un palmo de distancia.

Cervera deja que la acción transcurra entre la Valencia efervescente del centro de la ciudad y esa otra, de veraneo y periferia, que vive junto a la playa del Saler. Aislada. Con apenas contacto con la cultura (o la contracultura) que está abriendo una brecha en el establishment. Precisamente, la clase de espacio que define a su protagonista juvenil, encaprichado con la hermana de su mejor amigo y, al mismo tiempo, con el poderoso anhelo de un futuro escrito con las letras del rock’n’roll y narrado a 24 fotogramas por segundo. De ahí, en parte, ese sentimiento de falsa idealización con el que Cervera construye el decorado de su historia; los tropos habituales del género, el costumbrismo de una época de paréntesis en nuestra Historia y la euforia que bullía junto a las hormonas de los jóvenes. Por mucho que su autor, como en lo que explicaba Critchley, se esfuerce en separar el hedonismo tan característico de la idiosincrasia valenciana con lo que, pura y llanamente, es un despertar el universo de los adultos. Ese que, a toro pasado, siempre creemos que abarca lo que dura un verano. Que pensamos que llegará cuando termina cada uno de los veranos de nuestra adolescencia.

Para alguien con la cultura musical de su autor, no resulta aventurado creer que este Bowie está más cerca de Ashes to Ashes que de Life on Mars?; más cerca de aquel final de los 80 en el que la huella de Ziggy Stardust se había disuelto tras la enésima metamorfosis musical. No en vano, la languidez, la introspección que acompaña a su héroe por el periplo valenciano dibujan otro sentido para Bowie. La sensación de que, a cada salto, le resulta cada vez más difícil retomar la persona que ha sido. La persona que era. Marcado por una eterna carrera hacia delante. Por mucho contrapunto irónico que despierte la figura de Iggy Pop, fiel escudero en la travesía por Valencia. Porque, pensamos, Cervera es consciente de que su retrato es, también, el de una transición. Efímero, fugaz, lo que dura un verano o un silencio mientras cambia la canción. Lo que sucede cuando pasas, de golpe, de la infancia y la madurez te obliga, no te enseña, a mirar las cosas de otra manera.

Lejos de todo es una novela iniciática, sí, pero creo que es oportuno decir que se recrea poco en su nostalgia. Que, en su lugar, nos invita a reflexionar sobre lo que hacemos con nuestros recuerdos. El peso, o el legado, que les concedemos en nuestro presente. Es, asimismo, un retrato de Bowie, pero sabe cómo sacrificar todo el espíritu lúdico de su música para construir a un músico en busca de algo más. De otro lugar, de otra vida; de una vida extra que alargue decididamente ese tiempo que pasa a toda velocidad, con sus adicciones y caídas. Que termina cada vez que lleva a cabo su metamorfosis. En el que aquella Valencia que empezaba a desperezarse, que fue también caladero de la Movida, es el perfecto escenario mutante para reescribir al mito. Para reinventar al cantante. Para retomar las memorias de adolescencia. El tiempo que pasó, las heridas que quizá no se cerraron. Lo que se perdió y lo que se aprendió. Los días vividos.

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Magistral de Rubén Martín Giráldez

Magistral en revista Détour



Magistral de Rubén Martín GiráldezÓscar Brox reseña Magistral, de Rubén Martín Giráldez en la revista Détour:

A la lengua castellana no le vendría mal una escala de dureza, como la de Mohs con los minerales, o un test periódico que evaluase su resistencia. O las contraintes, las constricciones que definían las singularidades de la escritura del OuLiPo. La lista, tal vez, podría ser más que extensa y, a fin de cuentas, cada adición reflejaría una misma necesidad: llevar al límite las posibilidades expresivas de una lengua, reclamar un chute de vitalidad, perseguir incansable, más bien inconformistamente, todo lo que se puede llegar a decir, a hacer, a crear con las palabras. Magistral, el pequeño libro-texto-misil-novela-ensayo escrito por Rubén Martín Giráldez expone con sus dosis (des)medidas de ironía y elocuencia este punto. Así, hasta constituirse en una lección magistral de todo lo que puede dar de sí nuestra lengua.

Con Magistral sucede como con la bella aventura traductora de El secuestro, de Perec, o con la adaptación de las novelas de Gombrowicz al castellano, en las que lo bonito no es tanto detenerse a indagar en el qué, prácticamente imposible, sino perderse en el cómo. En el ritmo alocado e intermitente, en la panoplia de recursos expresivos que se suceden línea tras línea, en ese sano sentimiento de tocar narices, jugar con los lugares comunes y alumbrar un puñado de dudas en torno a lo que significa escribir, traducir y, por qué no decirlo, leer. De qué manera se imbrican estas tres actividades. En el texto de Martín Giráldez hay bardólatras, perezosos,  ocurrencias y un baile intermitente con cada recurso habido y por haber del acervo castellano. Hasta tal punto que bastan unas pocas hojas para renunciar a plantarle batalla y dejarse llevar por la musicalidad, por las rimas y las gracias, por el sentido del divertimento que parece proyectar el inacabable monólogo sobre las potencialidades de una lengua, de una escritura y de, en fin, una cultura. Por todo aquello que dejamos arrinconado, orillado por una moda pasajera o por el confort que proporcionan las reglas de oro del oficio. Por el oficio, que a veces es un concepto demasiado gris para hablar de la escritura. Funcional. Por los olvidos de siglos, esto sí, de oro, que hacían rico y moderno al castellano sin necesidad de ponerle una cresta de punki o pintarle un grafiti en la pared del comedor.

Martín Giráldez aprovecha el texto para ahondar en la importancia de la duda, es decir, en cómo los brotes de escepticismos nos sacan de todas esas certezas estancadas durante décadas. Cómo nos permiten llevar a cabo una potente zancada en busca de otra cosa. Hacer más elástico y permeable el lenguaje, tal vez, pero también preguntarnos cuál es nuestra relación con él, con lo que escribimos, con lo que traducimos. Con esas palabras vertidas en un procesador de textos que forman párrafos, capítulos y libros. Cuál es el pegamento secreto. El argumento, el meollo y el discurso. Qué se puede decir, o seguir diciendo, en una época fatalmente saturada por obras que no dicen nada. O que dicen demasiado de lo mismo, sin apelar a una pizca de intuición para revolverse contra los convencionalismos. Para no ser otro estéril ejercicio de vanguardia que, en cinco o diez años, morirá anclado en la moda que lo parió.

Tal vez Magistral, como ese Mujeres ilustres norteamericanas que figura como anexo (qué sería de las ediciones de Jekyll & Jill sin sus anexos), solo deparen una pregunta. Pero qué pregunta: ¿Qué es un libro? Un libro bajo sus influencias, bajo sus reflujos, herencias, ideas, juegos, tradiciones, constricciones y reglas. Y así, también, qué es un escritor, qué un lector y qué una cultura. Y qué lugar ocupan todos ellos, todos nosotros, qué lugar ocupamos en este mismo momento. El libro de Martín Giráldez podría ser como un número de magia que agota todo su repertorio de golpe, desatando tal clase de asombro que invita al K.O. A la confusión. A bajar los brazos. Y, sin embargo, su sabia combinación de ingenio y locura, de divertimento y de estudio, nos depara una interesante reflexión sobre la relación que mantenemos con la literatura. Como en las obras de Calvino, como en los ensayos de Eco, como en las historias juveniles de elige tu propia aventura. Solo que aquí, en vez de cíclopes, hay bardólatras, y los cantos de sirena que distraen al héroe de su empresa son los de una lengua vaga que anhela recuperar el vigor. La invención. La energía. Y, como demuestra este libro, la diversión.

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Maleza viva de Gemma Pellicer en Détour



Maleza viva en revista Detour microrrelatos Gemma Pellicer

Óscar Brox reseña Maleza viva, de Gemma Pellicer, en Revista Détour:

«A menudo se tiende a pensar, quizá un tanto exageradamente, en el microrrelato como si se tratase de un ejercicio perfecto de miniatura literaria. Y lo cierto es que lo bonito de esas miniaturas radica en la tentativa, en las ideas que anotan y las líneas que exploran (y no necesariamente cierran); en esas pequeñas cosas que observan durante un instante de atención. Aquello que, en definitiva, despierta nuestra perplejidad. Cada vez que nos preguntamos por todo ese vasto universo de cosas, de lugares y de personas, de costumbres y de pensamientos, que a fuerza de mantener su parcela en el tiempo se han convertido en verdaderos misterios. Porque nunca nos obligamos a buscar su sentido, el porqué de su vigencia, la fuerza de atracción que nos impulsa a incluirlos dentro de la esfera de nuestra cotidianidad. Visto así, se puede decir que Maleza viva es un libro de relatos en el que su autora, Gemma Pellicer, se propone desenmarañar todos esos misterios que envuelven a la realidad que, tal vez porque está en nuestra naturaleza humana no reparar en ellos, pasan desapercibidos en el día a día. Desenmarañar, desarbolar, desarticular. Parodiar, en suma, con gracia e ironía, para detectar cada pequeña inconsistencia dentro de nuestra en ocasiones rutinaria manera de ver las cosas.

Maleza viva conjuga la prosa con la poesía, el texto corto con el relato dialogado, siempre en busca de ese momento de ingenio que derrame un poco de inteligencia allí donde solo queda un lugar común. Una idea banal. Una nada. Y lo consigue al precipitarnos contra los pensamientos de una estatua ecuestre que se pregunta por su inevitable falta de uso (al menos, en tiempos actuales); un árbol en plena caída de hojas que discute su identidad arbórea (¿es la corteza? ¿El majestuoso manto verde que adorna sus ramas? ¿Quizá todo aquello que respira a través de la resina?); o esa vejez que convierte en extrañas a aquellas figuras que han formado parte del paisaje por el que nos movemos (ya sea en bellísimos retratos como Estela de pájaro o La vagabunda). Es decir, al enfrentarnos a lo que queda en el fondo, al poso, de unas vivencias a menudo demasiado maquinales. Excesivamente automatizadas por los ritmos de la vida moderna. Esa en la que las pequeñas y grandes tragedias se ahogan con la comicidad que surge tras lo grotesco (Desacuerdo) o lo absurdo (Correspondencias). Tras esas palabras que, enmarañadas, parecen gastar su efectividad con tan poca cosa. Liándose unas con otras, enredadas, sin que parezca posible tirar de un hilo para desenmarañarlas» …seguir leyendo

Gran Fin de Monoperro en la revista Détour



gran-fin.detourÓscar Brox reseña Gran Fin de monoperro en la revista Détour.

A bote pronto, las primeras páginas de Gran fin invitan a compartir la misma sensación que tuvo su editora al recibir el manuscrito: el estilo chocante de sus dibujos parece obra de un niño o de un demente; de una imaginación desbocada que se ha parapetado tras un estuche de rotuladores de colores o de alguien lo suficientemente calculador como para ilustrar, con palabras e ideas, eso que cada vez olvidamos con más frecuencia. Pensar por uno mismo. En efecto, el trabajo de Monoperro consiste en socavar el plano de certezas y conocimientos que acumulamos con el tiempo; los nombres, los lugares, las definiciones… cualquier detalle adquirido que, al estirar del hilo de la memoria, nos retrotrae a una experiencia ajena. A una especie de contagio, un mensaje encadenado que pasa de cabeza en cabeza sin proceso de digestión. Que no parece aportar nada especial, pese a que nos gusta concluir que se trata de conocimiento, y precisamente por ello de algo importante en nuestra progresiva madurez.
En cierto modo, Gran fin no deja de aportar una lectura más irónica que onírica, más perspicaz que metafísica. Ahora que vivimos en una sociedad que hinca la rodilla ante la fuerza del big data, todo parece dirigirnos hacia la acumulación y la igualación; sabemos muchas cosas porque hallamos en la persona de al lado una figura que valida nuestros conocimientos. Nada más. Bueno, sí, queda ese pequeño detalle de calibrar qué hacer con las llamadas intuiciones, con las corazonadas inexplicables que sacuden los cimientos de nuestro, ejem, conocimiento. En definitiva, con todo aquello que no es potestad de la fachada pública que erigimos al pertenecer a una determinada sociedad. Todo aquello que, por tanto, vive cooptado, subordinado o mediado por algo más. En lo que no podemos adscribir nuestra identidad porque no es nuestro; no se encuentra en lo más profundo, en lo más íntimo, sino que pasa de un cuerpo a otro, de un rostro anónimo al siguiente, con la misma sensibilidad que un dispositivo de bluetooth …seguir leyendo

«Deshielo y ascensión», de Álvaro Cortina Urdampilleta, en la revista Détour


«Deshielo y ascensión describe un arco que nos conduce de la tierra a las estrellas, en una distancia que, a pesar de su entorno de ciencia-ficción, continúa siendo inmensa. El políptico, que representa una escena religiosa, dibuja esas estrellas sobre sus tablas, como un sentimiento elevado y trascendente que el arte y la creación pueden acercarnos. No se me ocurre mejor imagen para describir la primera novela de Álvaro Cortina, estupendamente editada por Jekyll & Jill, donde todos sus personajes buscan algo que nunca logran hallar completamente: una consolación, una soledad compartida, eso que nos recuerda todo aquello que albergamos en nuestro interior. El éxtasis y el declive del arte que narra la obra de Cortina son otra forma de referirse a la pérdida de lo humano. De ahí la obstinación por atrapar esa fuerza creativa, la que nos permite conciliar el arte con los sentimientos, con nosotros mismos».

Óscar Brox reseña la novela Deshielo y ascensión, de Álvaro Cortina Urdampilleta, en la Revista Détour.

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«Deshielo y ascensión», de Álvaro Cortina Urdampilleta, en la revista Détour


«Deshielo y ascensión describe un arco que nos conduce de la tierra a las estrellas, en una distancia que, a pesar de su entorno de ciencia-ficción, continúa siendo inmensa. El políptico, que representa una escena religiosa, dibuja esas estrellas sobre sus tablas, como un sentimiento elevado y trascendente que el arte y la creación pueden acercarnos. No se me ocurre mejor imagen para describir la primera novela de Álvaro Cortina, estupendamente editada por Jekyll & Jill, donde todos sus personajes buscan algo que nunca logran hallar completamente: una consolación, una soledad compartida, eso que nos recuerda todo aquello que albergamos en nuestro interior. El éxtasis y el declive del arte que narra la obra de Cortina son otra forma de referirse a la pérdida de lo humano. De ahí la obstinación por atrapar esa fuerza creativa, la que nos permite conciliar el arte con los sentimientos, con nosotros mismos».

Óscar Brox reseña la novela Deshielo y ascensión, de Álvaro Cortina Urdampilleta, en la Revista Détour.

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