«La Historia no es más que una rama de la literatura con pretensiones documentales»
Después de algunos títulos más que estimulantes (La piedra que se escribe, Mezclados y agitados o Lima y limón), del florilegio antólogo de Poesía en mutación o de la selección –como toda colección siempre impugnable– de cuentos del mejicano Alberto Chimal, Siete, este filólogo y maestro, también crítico literario llamado Antonio Jiménez Morato (1976) acaba de regalarnos una novela alucinada, densa como sangre de sacrificio en prosa, que nos atropella, nos seduce, nos embiste y nos fascina a partes iguales: NOLA (Jekyll & Jilles), un asentamiento en intensidad de escala (narrativo, emocional, lingüístico, sonoro) en la ciudad de Nueva Orleans.
«Suena horrible, lo sé, me imagino tu cara ahora mimo hipócrita lector», escribe el narrador cuando da cuenta del olor de los jóvenes que viven en la calle. ¿La buena literatura es aquella que incomoda al lector?
No sabría decir si tiene que incomodar como tal, porque la sensación de displacer no es la única característica de la buena literatura, quiero decir que la buena literatura no se caracteriza solo por ser displicente, pero sí creo que, desde luego, no puede dejar indiferente al lector. Iría más allá, no solo no debería dejar indiferente al lector, sino tampoco al estamento literario, ni a su industria o ámbito profesional, elija cada uno el término que quiera, ni siquiera al propio autor que la escribió le podría dejar incólume. Porque muchas veces se olvida algo tan sencillo como eso, que una literatura que el autor suelta como quien va al retrete no va a cambiar la literatura, ni siquiera va a permanecer allí mucho tiempo, apenas lo que se tarde en accionar la cisterna. Hoy vivimos en medio de una profusión de una literatura de consumo, contra la que no tengo nada per se, hay literatura de consumo que es estupenda, aunque conviene no perder de vista cuáles fueron sus objetivos y presupuestos, no dejar de lado como suele hacerse demasiado a menudo que tampoco eran especialmente ambiciosas en lo literario, y eso las lastra aunque no queramos verlo porque todos tenemos eso que ahora llaman «placeres culpables» y antes se denominaban «debilidades», estoy pensando en Zweig o Simenon, cimas de la literatura de consumo pero literatura de consumo a fin de cuentas. Sí que me resulta un tanto incómodo que el mero argumento de la cantidad de libros vendidos sirva como marchamo de la supuesta calidad de un libro, que sea un mecanismo objetivo no lo hace válido, ni sobre todo omnipotente, me temo. Nadie diría que un menú de una cadena de hamburgueserías es mejor que un filet mignon porque se vendan muchos más menús. Por ejemplo, bajando mucho el listón respecto a los ejemplos anteriores: todo el revuelo con los Carmen Mola. Parece que lo indignante sea que tres tipos se enmascaren tras un nombre femenino, cosa que leída de modo literal lo que evidencia es que sí se ha producido un vuelco real en la industria del libro y la institución literaria respecto a la situación del pasado, o sea, que esto debería haber sido leído como una victoria del feminismo más superficial y no como una afrenta, que es lo que ha sucedido porque no se quiere ver lo obvio, y en cambio ha pasado desapercibido y considerado como cosa perfectamente normal lo verdaderamente escandaloso: que se pueda fabricar, siguiendo unas directrices reconocibles a las que amoldarse un súper ventas y que sea exitoso, porque la mayoría de estos best sellers prefabricados no venden un carajo, por eso las librerías están llenas de libros malos hechos pensados para que se vendieran, en buena medida son malos por eso, porque quisieron ser los más acomodaticios de todos los libros, y en cambio estos dieron en el clavo, molaron podría decirse, como en su momento hizo Umberto Eco con El nombre de la rosa, por poner un ejemplo de alguien que era brillante, ahí están sus ensayos para demostrarlo y hacía buena literatura comercial o de consumo, porque el problema es que suele pensarse que los escritores de estos libros son menos brillantes que los otros, cosa que no es real. Pero lo que se confirma es que sí se puede fabricar un producto para un nicho de mercado reconocible, y esto viene además acompañado no ya de las campañas de publicidad y promoción lógicas y esperables de las editoriales para colocar sus productos, el otro día llegué a ver carteles por las calles como si de conciertos de pop se tratase, sino, y creo que es incluso peor, de una legitimación a manos de críticos de suplementos culturales, porque en los suplementos se publicaron críticas laudatorias de los libros de Carmen Mola como ya sucedió antes con los de Pérez-Reverte para legitimarlos y tantos otros ejemplos de por qué están las mesas de novedades de las librerías tan bastardeadas y llenas de lo que están llenas. Entonces, frente a esa literatura de mero consumo, intercambiable, casi podría decirse que desechable una vez ha servido a su uso, efímera y banal, sí que me gusta ensalzar una literatura que interpela, que incomoda, que hace pensar, que obliga a cuestionar cosas. Una literatura que conmueve, que remueve, que escapa a las clasificaciones y que surge de modo muy intuitivo, incontrolable y hasta cierto punto doloroso para su creador. No creo que todo eso suceda solo mediante la sensación de incomodidad, pero sí que, y en eso estoy de acuerdo con la mayor de la pregunta, está claro que desde luego no con o desde la de comodidad. Una literatura comodona y apoltronada no es buena, no puede serlo casi por definición, y desde luego no es algo que a mí me interese, ni como lector ni como autor. Pero de aquí surge otra paradoja que voy a explicar porque no querría ser malinterpretado. Llama la atención que mucha de la literatura que se nos vende, uso el verbo con toda la malicia del mundo, como «arriesgada» sea en cambio eminentemente comodona, porque requiere para funcionar de que se mantenga el estado de cosas. Digo esto porque, precisamente, una de las «marcas de identidad» de mucha literatura actual es la búsqueda del escándalo, pero lo hace recurriendo a una supuesta inmoralidad que en realidad impone, exige, la existencia de esa moral a la que se ataca. Por ejemplo, casi todo lo que leo sobre el poliamor da bastante vergüenza ajena, porque está cimentado en una actitud del tipo «qué salvajes e intrépidos somos, y lo somos porque hay que ver cuánto molestamos al burgués por follar con quien queremos». Luego necesitas la existencia de esa moralidad establecida y que se perpetúe para que alguien pueda sentirse escandalizado por tu libro. El día que eso se resuelva tu libro pasa a ser una rareza de museo, como mucho. Si la única virtud de tu libro es el escándalo, mal negocio. Si seguimos leyendo a Rimbaud, a Verlaine y a Flaubert es porque sus libros eran buenos, no por el escándalo generado en torno a ellos en la sociedad de su tiempo. De hecho, la mayoría de la gente que se acerca a ellos ni siquiera sabe que sus autores tuvieron problemas con la ley. Otro ejemplo más doloroso si cabe es la continua revisión del canon que se lleva a cabo de modo constante y un poco ingenuo desde filas feministas o poscoloniales: lo verdaderamente rupturista sería desactivar la idea del canon, no querer meter la cabeza y exigir formar parte de algo tan aburridamente burgués como la idea de un conjunto de modelos y referentes comunes, esto es, una imposición para los planes educativos, instituciones artísticas, gobiernos, etc. O sea, en última instancia no van contra el sistema que se ha revelado inoperante y excluyente, sino que quieren integrarse en él. Pues vale, me parece perfecto, pero volviendo al principio, entonces no te incomoda el canon, la idea de exclusión o de unos valores impuestos, te incomoda no estar en él, no ser doxa, y en ese fascismo dúctil e interesado me cuesta encontrar algo que me provoque simpatía. 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