Etiqueta: Alejandro Hermosilla

Entrevista a Alejandro Hermosilla en la revista Quimera



tripa_426_v0.indd

 

Fernando Clemot entrevista a Alejandro Hermosilla, autor de El jardinero, en el número 426 de Quimera. Revista de Literatura.

Alejandro Hermosilla

El jardinero (Jekyll & Jill) es la tercera novela de Alejandro Hermosilla tras Martillo y Bruja. Con estas tres obras ya se ha creado un hueco en la narrativa española más arriesgada. Sobre esta última novela en la editorial zaragozana conversamos con el autor.

Para un lector anónimo, ¿cómo definirías el jardinero? ¿qué se puede encontrar en su lectura?
Un libro extremo y salvaje donde asistimos a la lucha a muerte entre un jardinero y un conde por motivos que no terminan nunca de estar claros. Un retablo medieval un tanto esquizofrénico sobre nuestra época. Un retrato vivo y descarnado del odio a muerte entre dos facciones (tal vez izquierda y derecha; burguesía y proletariado) por el poder. Un jardín de las delicias de la era moderna. Aunque también es válido por supuesto verlo de maneras distintas. Tal vez como un sueño o una alucinación. Un maremoto violento y árido.

¿Qué ha cambiado en ti, en tu literatura, desde la publicación de Martillo y Bruja?
En aquellos dos libros era mucho más juguetón. Me los planteé casi como performances literarias. Me permitía realizar experimentos de todo tipo para probar mis límites y los de los lectores. Quería en parte transitar fronteras nuevas. Ensayar formas de escritura que no se hubieran puesto en práctica casi nunca, al menos de la manera desbordada en que yo lo hacía. Aunque tanto en uno como en otro no pude evitar reflejar el caos y el horror que sentía y percibía a mi alrededor. Sin embargo, en El jardinero me dedico básicamente a contar una historia de la mejor manera que puedo. Me interesa más el fondo que la forma. Me interesa el equilibrio entre las partes sin por ello perder intensidad ni un cierto ánimo transgresor. No me centro tanto en encontrar límites formales, sino en llevar hasta el extremo la historia que narro.

En tu presentación de Madrid comentaste que sin tu estancia en México no podrías haber escrito esta novela. ¿qué tipo de inspiración o experiencia te proporcionó este país para la redacción de El jardinero?

Yo vivía en Xalapa, una ciudad que se encuentra cercada por una vegetación frondosa y tropical y donde suele llover día sí y día también. La ciudad es una especie de jardín enorme. Debía ser preciosa hace décadas. Pero ahora, a pesar de su vegetación, tiene un aspecto decadente y sombrío que pienso que acabó afectando al libro. Al mismo tiempo, Xalapa se encuentra insertada en la región veracruzana, que se convirtió en una de las más violentas del país mientras yo vivía allí. Lo normal era levantarse y escuchar hablar sobre torturas y asesinatos a sangre fría en plazas y calles. La presencia del narco era omnipresente en el ambiente, con todo lo que eso significa, y era habitual ver fotos en los diarios de cuerpos descuartizados. Las atrocidades comenzaron a normalizarse y el odio y la desconfianza mutua pasaron a ser ingredientes cotidianos en la convivencia social hasta el punto de afectar a los actos más sencillos y habituales, algo que creo que quedó reflejado en El jardinero de una manera u otra.

En esta misma presentación hablaste sobre la extraña conexión que se presentó con la literatura del Conde de Lautréamont. también hay en la novela algo de Poe o de Bernhard. ¿de qué fuentes crees que bebe el contenido de el jardinero?

Las primeras frases del libro fueron insultos, maldiciones y descripciones de torturas, y fueron escritas en el 2003. Mi idea era trabajar con ellas para componer un libro kafkiano con influjo de Bernhard. Mi intención era emular a estos dos autores, pues sabía que, antes o después, aparecería mi voz mezclada con la de ellos y me obligaría a dar un pequeño giro a la forma de narrar. Esta voz no surgió totalmente hasta mis años mexicanos. Porque, como subrayé anteriormente, las situaciones extremas a las que el país somete a quienes habitan allí me condujeron a retratar el mal de una manera frontal y absoluta. A su vez, mis lecturas de Mario Bellatin contribuyeron en mucho a que no tuviera miedo de fragmentar el relato. Y en otro sentido, las lecturas de algunas obras clásicas antes de ponerme a escribir diariamente me dieron gran seguridad, la sensación de que el libro que estaba haciendo se integraba en una tradición que iba más allá de nuestro presente y, por tanto, su influjo podía no ser momentáneo. Quería mezclar lo instantáneo con lo eterno. En ese sentido, desde luego Los cantos de Maldoror me ayudaron. Pero también a veces la lectura de un poema de Baudelaire o un fragmento de un ensayo de Nietzsche.

Hay en algunas partes de la novela un entorno, mítico, que recuerda a los cuentos clásicos. ¿de dónde salió este escenario?

Creo que elegí un contorno medieval con aires fantásticos porque, además de que me parecía muy sugerente y suntuoso, me servía para referirme indirectamente a esta época. Pues, de algún modo, soy de los que piensan que vivimos en una nueva Edad Media, puesto que no hay en absoluto separación de poderes en nuestra mal llamada democracia. Lo que convierte a los presidentes en déspotas parecidos a los que retrató Pasolini en Saló. Es algo que me quedó muy claro en México, donde al despotismo hay que unir la degeneración. La pornografía de la violencia y la crueldad.

quimera¿De dónde sacaste los personajes del Conde y del Jardinero? ¿qué libros o experiencias se engloban ahí?
El jardinero nació de un conflicto real que tuve con un jardinero. Eran los años de la especulación económica en España y, debido a los negocios que este jardinero llevaba entre manos con el administrador y el presidente de la urbanización donde yo veraneaba, los jardines de aquel espacio quedaron todos fulminados, pues se primó el alargamiento de unos balcones por encima de las zonas comunes. Es decir, nuestro jardinero no dudó en destrozar los pocos árboles y plantas que había en nuestro recinto para obtener beneficios económicos. Eso me enojó mucho, aunque no pude hacer demasiado porque este señor había logrado recabar votos de decenas de personas de la urbanización que creían —como yo lo había hecho anteriormente— en su honestidad y no eran conscientes de que los manipulaba para controlar nuestro espacio, pues utilizaba la delegación del voto de los propietarios con el objeto ganar todas las votaciones y hacer su voluntad. En realidad, este hombre era imparable y finalmente me di cuenta de que era imposible de vencer. Pero quise hacer un libro para hablar de su tremendo y grotesco poder. El jardinero, por tanto, sería este señor y el conde una mezcla entre mis deseos de vengarme de él y una descripción subjetiva de cómo veo internamente a nuestros políticos. En cuanto a referentes literarios, el jardinero no los tiene, pero sí el conde, pues me inspiré en parte (muy levemente) en el príncipe Sarau que aparece en Trastorno, de Thomas Bernhard. Aunque ciertamente recuerda a los miembros cruentos de los Borgia o a personajes como Gilles de Rais, del que leí pequeñas biografías y recuentos de sus cruentos actos mientras escribía la novela.

EN LIBRERÍAS12345
COMPRAR EN LA WEB

El jardinero de Alejandro Hermosilla en El coloquio de los perros


alejandro-hermosilla-foto-javier-alcaraz
Alejandro Hermosilla. Foto: © Javier Alcaraz

 

Diego Sánchez Aguilar reseña El jardinero, de Alejandro Hermosilla en la revista El coloquio de los perros:

ALEJANDRO HERMOSILLA. EL JARDINERO

El jardinero es la tercera novela de Alejandro Hermosilla tras Martillo y Bruja. Con estas tres obras ya se ha creado un hueco en la narrativa española más experimental. Comparte espacio ahí con autores como Rubén Martín Giráldez (Menos joven, Magistral) o Alfonso García-Villalba (Esquizorrealismo, Homoconejo) por citar dos nombres que me gustan especialmente en el rincón más salvaje y menos cuerdo de la narrativa actual española.
Porque, más aún que en sus novelas anteriores, el lector tendrá siempre esta frase en la cabeza mientras lea: “¡¿Pero esto qué es?!” Esta frase podrá enunciarse en forma admirativa, perpleja o despectiva, según los gustos lectores y las expectativas ante el hecho narrativo que tenga cada lector. Yo lo he hecho en las dos primeras formas, porque he disfrutado enormemente este artefacto literario que rebosa maldad y odio por los cuatro hermosos costados con que Jekyll and Jill ha vestido (una vez más) la novela.
Pero vayamos, sin más rodeos, a intentar explicar a los potenciales lectores qué es El jardinero. Si uno mira la contraportada del libro, verá que en ella se explica que la novela nace de una anécdota biográfica del autor, consistente en una disputa que tuvo hace años con el jardinero de su urbanización. Si alguien no conoce la literatura de Hermosilla, estará tentado de sospechar que se encuentra, pues, ante otra muestra de narrativa de autoficción. Jajaja (léase con entonación malvada esta risa, por favor, y sirva como evidente negación de tal supuesto). De hecho, si el lector abre el libro por la última página, se va a encontrar unas pistas mucho más certeras del ecosistema literario al que pertenece Alejandro Hermosilla: avisa ahí de que en la novela se han intercalado frases o “entonaciones” de los siguientes autores: Blanchot, Beckett, Bernhard, Kafka, Lautremont, Sade…
Con estos nombres, podemos darnos cuenta de unas de las características más significativas del libro, y de una de las respuestas que me iba dando a mí mismo ante la pregunta (¡¿Pero esto qué es?!) que me acompañaba continuamente: este es un libro de otro tiempo, que se inserta en el nuestro de una manera extraña y luminosa. Me ocurre lo mismo que cuando leo a Cărtărescu, por decir un nombre que casi todo el mundo puede reconocer. Siento esa misma extrañeza gozosa. Esa intensidad radical por la cual la literatura es todavía algo importante, algo en lo que quien escribe se juega la vida, algo que se lee sin sonrisas irónicas, sin complicidades intelectuales, que se lee lleno de admiración y de odio, o de amor, pero con la certeza de que se está ante un acontecimiento importante. Son libros, en definitiva, que se niegan a ser libros (o, todo lo contrario, que, como el Magistral de Martín Giráldez, pretenden ser el libro que acabe con todos los libros, el último libro), que siguen enzarzados en esa utopía previa a la posmodernidad, por la cual, la literatura tenía que ser llevada al límite, negarse a sí misma, negar lo dado, la tradición retórica y previsible que convertía en falso cualquier intento comunicativo radical.
Desde la óptica posmoderna, esa utopía ya terminó. Y asumir que un libro es una obra de arte, que se está trabajando con un material limitado por su género, recepción, tradición, etc., es algo incorporado a casi toda obra contemporánea. El deseo de superar las barreras vida/literatura persiste, pero ha mutado hoy en el triunfo de la autoficción, que mezcla la autoconsciencia textual posmoderna con el rechazo de lo falso o ficticio de la convención literaria.
eljardinero-coverok
        Perdón por la digresión, pero siempre me sucede cuando tengo que comentar libros que se escapan a una recepción “transparente”, y eso es bueno, al menos desde mi criterio. Volvamos a El jardinero. La novela comienza con un sueño. Y en ese sueño aparece un mundo medieval donde un conde pasea con su noble y venerable madre por los jardines de su feudo hasta que tienen un inquietante encuentro con su jardinero. El autor nos quiere introducir en su ficción narrativa con un sueño, como una forma de avisarnos de lo onírico y alejado de los caminos de la narración realista que vamos a encontrarnos. Porque, a diferencia de otras novelas en que las escenas de sueño son un paréntesis de onirismo, aquí, cuando el personaje despierta y entramos en el mundo “real”, lo que vamos a encontrar va a ser una realidad tan bizarra o más que aquella relatada en el sueño.
           Así, los materiales narrativos con los que se construye esta novela son, por un lado, la historia de este Conde que mantiene un enfrentamiento con su jardinero y, por otro lado, unos fragmentos ensayísticos que se intercalan, interrumpiendo la narración: son fragmentos apócrifos de Artaud, de Teofrasto de Ereso, Kafka, etc, así como de herramientas y técnicas de jardinería. Estos fragmentos construyen una delirante “enciclopedia del jardín” que mezcla erudición con surrealismo de una forma magistral: en ellos se ofrecen teorías y versiones sobre el jardín y los jardineros en un interesante juego intertextual que ayuda, además, a variar y a “descansar” del obsesivo tema y estilo de la narración principal.
Pero volvamos a esta narración principal. El carácter claramente onírico nos obliga a hablar de Kafka, el tono repetitivo y obsesivo nos obliga a hablar de Bernhard: creo que estos dos son los referentes más directos que pueden ayudar a entender el propósito de esta novela. Como en Kafka, estamos todo el tiempo ante una historia extraña, ante una pesadilla que nos ofrece una intención alegórica. Pero, como en el caso del checo, esa alegoría no se deja reducir: no hay un “mensaje” o una “correspondencia” directa y evidente con la que podamos “traducir” los personajes y hechos. Sabemos todo el tiempo que, a pesar de lo extraño de los sucesos y personajes narrados, es del ser humano y de su maldad de lo que se habla. Y es también de la sociedad y de sus problemas, pero nunca podremos “despejar” la ecuación de la alegoría, porque es el lenguaje de la novela, es su (i)lógica interna la que toma las riendas y nos introduce en su vorágine del mal. Porque, todavía no lo he dicho, en primer lugar, hay que explicar que este es un libro sobre el Mal, así con mayúsculas. Es un libro lleno de odio, cargado de elementos desagradables tanto a nivel físico (son importantísimas y abundantes las escenas sexuales muy, muy alejadas del concepto de “amor”, así como todo tipo de elementos escatológicos) como a nivel moral.
En cuanto a Bernhard, su huella está muy presente tanto en cierta actitud de desprecio y misantropía que el Conde ostenta en su continuo monólogo como, sobre todo, en lo obsesivo del tema, en la repetición continua de ciertas acciones, frases y motivos que acaban convirtiéndose en algo asfixiante.
Pero El jardinero nos va a desconcertar aún más (¡¿Pero esto qué es?!) que estos dos referentes, y eso es debido al manejo del tiempo narrativo que hace Hermosilla. Aquí experimentamos el tiempo como pesadilla: la pesadilla de la simultaneidad. Esto no está en Kafka, ni en Bernhard. Las pesadillas de Kafka, a las que hemos asemejado antes este libro, relatan de forma lineal y angustiosa hechos extraños y oníricos, cargados de espesor, pero avanzan: es un tiempo inexorable en el que los hechos se van sucediendo, con una lógica interna e irracional, pero reconocible. En Bernhard el tiempo está estancado y da vueltas, pero también sus reiteraciones funcionan dentro de cierta linealidad. Aquí, en El jardinero, asistimos a una ruptura total del tiempo del relato. Los hechos relatados no siguen ninguna linealidad, los fragmentos que componen la novela no están atados a una línea temporal, sino que se diseminan en una especie de simultaneidad, como si estuviéramos mirando El Jardín de las Delicias de El Bosco deteniéndonos en sus aberrantes figuras, saltando de una a otra, repitiendo la contemplación, abrumados.
          La fragmentaria narración se sostiene por la obsesiva voz en primera persona del Conde que, principalmente, habla del jardinero, de su odio por el jardinero, de cómo el jardinero está destruyendo su condado y su vida. El personaje del jardinero es un objeto. No es un sujeto, en ningún momento se le concede la voz. Es el objeto que va siendo creado párrafo tras párrafo por la voz del señor del castillo. Es el objeto/ausencia sobre el que se crea todo un relato de horror, que absorbe, como un agujero negro, todo un catálogo de vicios, defectos y miserias del ser humano. Pero el sujeto, el conde, el señor, el que habla, al crearlo, al escupir sobre él todo su odio, es también el jardinero y toda su inmundicia. La intenta expulsar o expiar en esas retahílas interminables, en esas infinitas variaciones del horror pero, más que conseguir sacarlas de sí, lo que hace es objetivarlas, crear un rival al que tiene que matar para matar todo eso de sí mismo. Para negar que la posibilidad de que el jardinero y él mismo puedan ser la misma persona.
Hay muchos más temas interesantísimos que podríamos seguir intentando interpretar, comentar, porque la novela se presta a ello. La idea del paraíso perdido, del Jardín del Edén y el Jardín de las Delicias; la idea de la decadencia, así como su relación con un pasado de esplendor muy sospechoso; la cuestión edípica y la sexual; el odio a uno mismo, y la esquizofrenia social entre la auto imagen y la realidad de los hechos… Pero el espacio aquí es limitado y esa tarea quedará para el ámbito académico que esta obra merece.
En cualquier caso, para terminar, solo me queda recomendar esta fiesta del lenguaje y de la imaginación que se recrea de forma obsesiva y compulsiva en el odio, en la tortura, en lo más inmundo de la palabra y del ser humano, como una espiral en la que cada círculo es más desagradable y violento que el anterior.
EN LIBRERÍAS12345
COMPRAR EN LA WEB

El jardinero, un apunte rápido



Paco Baños García escribe sobre El jardinero, de Alejandro Hermosilla:

EL JARDINERO. Alejandro Hermosilla. Jekyll & Jill, 2018
Un apunte rápidoeljardinero-coverok

El jardinero es una maravillosa metáfora que Alejandro Hermosilla compone como un extenso monólogo, una narración en espiral que asciende sin tregua, sin concesiones hasta ese paroxismo final de sexo y violencia con el que llena las últimas páginas.
Narrada como un monólogo o como una sucesión de entradas en un diario personal en el que se anotaran ideas, sueños, acontecimientos del día y recuerdos, la novela consigue trasmitir sensaciones de angustia, de odio, violencia, perturbación, alucinación, desasosiego, miedo, horror, locura, deseo… de una manera prodigiosa, como por encantamiento. Y es, probablemente, por la brillante utilización de recursos narrativos como la repetición expresiva, o la misma mezcla de elementos oníricos y alucinados con elementos reales, o la utilización de la violencia y el erotismo, por lo que consigue tan fácilmente atrapar al lector a pesar de no hacer concesiones, de no dar tregua.
El castillo, el condado, las aldeas, las relaciones entre los señores del castillo y sus siervos me ha traído a la memoria aquel magistral ‘Titus Groan’ que Mervyn Peake publicó en 1946 y que pertenece a la saga ‘Gormengast’ y en la irrupción del jardinero en la vida de los habitantes del castillo en la obra de Hermosilla he creído ver rasgos de aquel joven Pirañavelo el ambicioso pinche de cocina del gran castillo de Gormengast.

Entrevista a Alejandro Hermosilla en La Verdad

alejandro-hermosilla-foto-javier-alcaraz
Foto: ©Javier Alcaraz

Minerva Piñero entrevista a Alejandro Hermosilla en el diario La verdad con motivo de la publicación de su novela El jardinero.

«La sociedad ha creado un confort que lleva al odio»

MINERVA PIÑERO

Un precipicio narrativo; una colilla literaria; el lienzo del egoísmo contemporáneo. Son algunos de los términos que describen a ‘El jardinero’ (Jekyll&Jill, 2018), el último libro publicado por Alejandro Hermosilla (Cartagena, 1974), quien se recuerda con un lápiz en la mano con tan solo cinco años, «desde que tengo uso de conciencia. Puede que incluso mi madre conserve ese primer cuaderno». Doctor en Literatura Comparada por la Universidad de Murcia, actualmente reside y forja sus historias en La Manga, después de haber vivido en México durante seis años.

-¿Cómo es el jardinero que da nombre a su obra?

-Todos hemos querido matar a alguien en un momento determinado. Es una expresión, un símbolo, como si esa sensación de querer matar a alguien no se quedara durante un segundo, sino que se extendiera en el tiempo y se convirtiese en tu archienemigo. Es una metáfora de lo que odiamos en el mundo; una novela sobre el odio. El jardinero existe y no existe al mismo tiempo.

 -¿Dónde sitúa la novela?

-En un castillo gobernado por nobles, en un condado, en un tiempo indeterminado. Creo que los grandes libros deben servir para todas las épocas. Quería hacer un libro que se pudiera leer dentro de cincuenta años con la misma intensidad que ahora. Pensé que era una especie de Edad Media, aunque mi editor me dijo que él lo veía más parecido al siglo XVIII. Es un condado con estructuras medievales; la obra se desarrolla en los años posteriores o anteriores a la Revolución Francesa.

el jardinerocover.indd-¿Con qué historia se encuentra el lector?

-Con una historia violenta, atractiva, morbosa, extrema. Un conde y un jardinero luchan a muerte. Ellos pueden ser la representación de la nobleza contra el pueblo, una metáfora del odio que sienten ambos bandos. Y como en el fondo son iguales, nobleza y pueblo tienen el mismo rostro. Son idénticos en su odio. A veces sucede que el pueblo llega al poder y se comporta como el tirano. El odio une tanto como el amor.

-¿Cuál es su mensaje?

-Si realmente lo supiera, no habría escrito el libro. Las novelas tienen que superar a los propios escritores: temo a quienes controlan sus libros. Lo que intento con la obra es trabajar el sentimiento del odio, ese que está tan presente en la sociedad contemporánea y a la vez tan mal visto. Se nos dice que no hay que odiar, pero yo digo que sí, para no reprimirnos con nosotros mismos. Debemos exponer ese sentimiento para trabajar con él. Lo reprimido, como decía Freud, siempre surge.

-Cuenta, además, que aborda el egoísmo contemporáneo.

-Creo que el egoísmo ha existido en todos los siglos, pero ahora, en los países del primer mundo, como es España, aunque aquí encontremos cosas del segundo o incluso quinto mundo, no somos conscientes de lo que realmente tenemos. Siempre nos estamos quejando por cosas bastante superfluas. No agradecemos, pedimos más. La novela es, en cierto modo, un reflejo de que la riqueza lleva al egoísmo y la perversión. En otras épocas teníamos menos medios y la tarea del ser humano era trabajar para mejorar la sociedad. Ahora la sociedad ha creado un confort que lleva al odio.

-¿Y qué le llevó a usted a escribir sobre ese sentimiento?

-Este libro nace después de un viaje por Argentina, Chile, Bolivia y Perú, cuando volví aquí, a La Manga, en 2003. Había una ola de calor, así que cuando llegué bajé a la piscina. Prácticamente no había dormido y me peleé con una persona. Y fue una estupidez, pero la pelea creció hasta que llegó la Guardia Civil. Empezaron a pelearse entre ellos incluso los vecinos; todo se convirtió en una verdadera locura. Pude observar muchas reacciones del ser humano que ni me imaginaba, así que tuve mucho en lo que pensar. Con los puños e insultos no se llega a ningún sitio. En 2003 ya sabía que tenía que escribir sobre esto.

-¿En qué proyectos trabaja ahora?

-Entre otros libros, estoy terminando ‘Tormenta’, que completa mi trilogía onírica. Las dos primeras partes fueron ‘Martillo’ y ‘Bruja’. También escribo sobre música, literatura, pintura y circunstancias en averiadepollos.com, mi blog. Siempre desde el punto de vista más personal.

ENLACE al artículo

EN LIBRERÍAS12345
COMPRAR EN LA WEB

Adelanto de las primeras páginas de la novela El jardinero, de Alejandro Hermosilla



eljardinero-coverok

Adelanto de las primeras páginas de la novela El jardinero, de Alejandro Hermosilla, en Revista PenúltiMa:

Ecos de Bernhard, Kafka, Sade, Beckett, Blanchot, Bataille o Lautreamont aparecen en las páginas de esta novela de Alejandro Hermosilla que publica de modo inminente la editorial Jekyll & Jill. Y cuando digo ecos lo hago porque exactamente es eso lo que son: presencias que sirven como manes tutelares para una historia salvaje y desbocada, de las que al mismo tiempo seducen y horripilan al lector.

ENLACE al artículo

 

Alejandro Hermosilla reseña La coronación de las plantas


Alejandro Hermosilla reseña la novela La coronación de las plantas, de Diego S. Lombardi, ilustrado por Claudio Romo, en la revista El coloquio de los perros:

DIEGO S. LOMBARDI. LA CORONACIÓN DE LAS PLANTAS
(Jekyll & Jill, Zaragoza, 2017)

PLANTAS, OPIO, MONSTRUOS

La coronación de las plantas es un libro-hoja. Un libro con sabor a árbol y a excursión adolescente. Un libro cuyas páginas huelen a clorofila y parecen haber sido bañadas en ácido. Porque, ante todo, es un libro alucinógeno. Una voladura de cabeza que mezcla piedras y mate en un balde lleno de páginas rotas de textos de Borges, Ricardo Güiraldes y Juan José Saer. Su autor, Diego S. Lombardi, es argentino y se nota. Pues como los grandes maestros de esta literatura, transforma las digresiones en argumentos centrales de la obra, cualquier reflexión sin importancia en un drama trascendental y las notas a pie de página en imperdibles páginas novelescas. Algo que provoca un sugerente caos ideal para sumergir (y confundir) al lector en la selva literaria que nos propone. La coronación de las plantas es la historia de una posesión. La transformación de un hombre en planta (o del lector en hierba y la literatura en bosque). Una sugerente mezcla entre un relato de Lovecraft y una novelita de Aira. Entre una novela de terror y uno de esos ensayos marcianos y metafísicos de Macedonio Fernández. Una Twin Peaks pampeana que conduce a sus personajes a otras dimensiones a través de una escritura sibilina, infecciosa, volátil, libre, anárquica y alargada que simula ser un brebaje. Un árbol contrahecho lleno de redondeces y pliegues que va poco a poco minando la voluntad del lector y acaba devorándolo. Situándolo en un paisaje alucinado donde se desconoce todo y las paradojas e interrogantes son las únicas afirmaciones contundentes.
La coronación de las plantas es un texto mórbido. Uno de esos que habrían hecho las delicias de los simbolistas franceses. Es una novela casi cabalística. Un mejunje de brujo lleno de pinceladas oníricas y orificios ocultistas. Casi un tarot con ilustraciones basadas en el mundo natural. Una invitación a viajar al país de las maravillas. Pero también una mirada corrosiva, casi una carcajada maléfica, sobre el legado ecológico. En esta improvisación jazzística no hay nostalgia. Probablemente porque no hay en ella ni pasado ni futuro. Es una novela llena de instantes. De presente absoluto. Una novela narrada por la naturaleza más que por un ser humano en la que el escritor cumple el papel de enloquecido jardinero. Intenta podar más que describir y aclarar parajes terrestres más que narrar. En realidad, La coronación de las plantas —fantástico título que remite a misteriosos lienzos barrocos— es una actualización de aquellos iracundos cuentos de Horacio Quiroga en los que los personajes eran doblegados y sometidos por una naturaleza cruel. Soberbia y terrorífica como la voz del dios Yahvé. Pero, obviamente, la mirada de Lombardi es más cínica. Más irónica, budista y transparente. Y en su novela la naturaleza es un ente sutil, silencioso y líquido. Un ser más parecido a un insecto que a ese indomable tigre que retrataba Quiroga. No es un huracán ni un monstruo, sino más bien una ciénaga llena de sombras y ramas partidas. Una rana muda cuyos ojos observan de manera penetrante y aguda a quien se aproxima a ella.
         Diego S. Lombardi ha sido capaz de describir con suma perspicacia la extrañeza que sienten los argentinos (esos europeos de América) frente a la naturaleza. Los escasos restos de presencia indígena que restan en el país. Recuerdo haber viajado a La Pampa y recorrer cientos de kilómetros para encontrar unas pinturas indígenas grabadas en una roca escondida. Haber escuchado con asombro en algún pueblo perdido de La Patagonia que por allí andaba una anciana centenaria que era la única persona que conservaba viva la sangre de los antiguos patagones. Y haber pernoctado una semana en la ciudad de Tigre en la que, tras varios días, parecía que iba a ser inoculado por la fastuosa naturaleza que me rodeaba. Los argentinos odian y aman los inmensos campos naturales que los cercan. Por un lado, los arbustos son símbolos de su destierro en América. Un signo de terror. Y por otro, son símbolos de su libertad. De lo nuevo y originario americano. Y eso está perfectamente expuesto en la novela de Lombardi que, además, acumula otro mérito. Es sabido que la literatura argentina se diferenció de gran parte la producida en las naciones hermanas por haber sustituido el realismo mágico por una extrema racionalidad. Pues bien, La coronación de las plantas obra el milagro de hacer llegar el realismo mágico de forma sumamente original a la narrativa argentina. Componiendo un fresco lleno de delirantes situaciones y personajes que recuerdan a muchas de las novelas oníricas hispanoamericanas: el viejo de las gallinas, el niño de los dientes picados, el Guriburi, la viuda de las Tartas, además de, por supuesto, el absorbente recuerdo del botánico nazi August von Franken y su mágico e inquietante herbario. Un jardín de las delicias austral.
Posiblemente La coronación de las plantas no sea una obra maestra. Lombardi fue podando y mejorando el relato con el paso de los años, pero supongo que se daría cuenta de que, como un frondoso bosque, era imposible controlar su crecimiento por completo. Y optó por no enloquecer y dejarlo libre. Con ese aspecto de mágico y silvestre campo con el que lo hemos conocido. Una sabia decisión que permite hacerse una idea cabal y alucinada de la relación entre los argentinos y el mundo natural. La cosmogonía americana. Un diálogo que raya por momentos en lo opaco y esotérico, tal y como reflejan con insólita maestría las ilustraciones de Claudio Romo. La guinda de una edición —otra más— que demuestra que Jekyll & Jill es, sin dudas, la cabeza de dragón de las editoriales independientes contemporáneas. Una editorial que no publica libro, sino cofres. Insólitos Anillos. Ramos de flores perversas y envenenadas.
Saturno

Alejandro Hermosilla reseña Saturno de Eduardo Halfon



Alejandro Hermosilla reseña Saturno de Eduardo Halfon en la revista El coloquio de los perros:

Saturno es una bomba literaria. Un libro potente, hermoso y demoledor y también frío y despiadado. Una bola de hielo rodando por las montañas de la desolación. El clásico texto que, de no haber escrito Eduardo Halfon ninguno más, habría pasado a la historia y habría consagrado para siempre a su hacedor. O, al menos, sería sin dudas desde hace tiempo una obra de culto. Un referente artístico capaz de superar su tiempo y circunstancias. Porque en Saturno, contrariamente a la inmensa mayoría de libros que se publican actualmente, hay verdad. Sangre. Hay una confrontación con las entrañas del monstruo-vida, y una batalla a muerte contra la escritura. Existe la sensación de hecho, al leerlo, de que el escritor hubiera muerto de no escribir estas pocas cuartillas y de que durante el tiempo que las estuvo escribiendo no había un acto vital más importante para él. Ya que Saturno es una de esas obras sacras que salvan vidas y fomentan vocaciones. De esas que se aman o se odian. Dejan a muchos sin aliento al leerlas y a otros tantos les hacen pronunciar aquello de “no era para tanto”. La típica frase de los tibios ante la enormidad y la intensidad. La locura y los maremotos artísticos.
¿Qué es Saturno? Una especie de Carta al padre kafkiana reescrita por Enrique Vila-Matas. Lo que significa que además de ser un texto en el que el narrador establece una conversación con su padre en el abismo, en medio de un árido desierto literario en donde apenas se escucha ruido alguno, también se lleva a cabo un recuento y recorrido por la vida y, sobre todo, manera de morir de unos cuantos escritores suicidas. La cruda realidad y el desamparo se mezclan con la intertextualidad y el dolor y la amargura con la cultura literaria. En realidad, Saturno es probablemente tan intenso porque de no haber sido por el poder catártico de la escritura, Halfon hubiera sido uno más de esos escritores suicidas que cita en el texto. Su libro, al menos, deja claro que su relación con su ancestro fue tortuosa, casi infernal. Que cada acercamiento entre ellos era un combate y cada alejamiento, un gesto desesperado. Cada palabra, fuego ardiendo en sus bocas y cada mirada, un cuchillo afilado desplazándose por sus espaldas. Una guerra a muerte que no crearía más que confusión, ruido y tragedia, pues ni la vida ni la muerte podrían interceder en una relación condenada al fracaso. Una relación más inexistente cuanto más intensa, tras las que se escuchan los aullidos de un protagonista que, en realidad, más que un acto catártico, está hilvanando una carta de despedida previa a su seguro suicidio. Pues el odio en Saturno es tan visceral que más que fuerza de separación lo es de unión. Siendo fácil entrever al final de la narración, que el hijo terminará por acompañar al padre en el camino hacia el reino del más allá para proseguir la disputa que no terminará jamás. Esa rivalidad infinita, a partir de la que Freud levantó toda una ciencia, que corroe las entrañas de los seres humanos y más que forjar su personalidad, traza su destino.

Vislumbro, no obstante, que siendo un texto tan intenso, Saturno no puede únicamente leerse como un cruento, descarnado y violento manifiesto filio-parental. Halfon es un escritor guatemalteco y, por tanto, americano. Una tierra donde los antiguos emigrantes sienten la ausencia del padre occidental con enorme crudeza, siendo por tanto el lamento personal del protagonista extrapolable al de América en su conjunto. De hecho, yo leo en parte Saturno como un texto en el que el inconsciente colectivo de América dialoga con Europa. Un relato certero de una conversación inconclusa y desesperada. Pero ocurre, asimismo, que Halfon es judío y, le guste más o menos, se ha visto obligado a relacionarse desde su infancia con el tiránico, furioso dios Yavhé. El dios cuyo rostro, como el de su padre real, nunca aparece. Por lo que pienso que su nouvelle puede leerse también como un texto religioso, o más bien, una tortuosa narración de un desengaño. La lucha desesperada de un joven muchacho y aspirante a escritor por renegar de su Creador. La búsqueda de su propia voz en medio de un territorio en el que la divinidad hebrea se encontraba ausente y cuando aparecía, lo hací a con aullidos de cólera. Lo que hizo que para Halfon, desde muy temprano, la literatura y la escritura fueran bálsamo y oasis y la mera posibilidad del suicidio, una manifestación de VITALIDAD TOTAL. Exactamente, lo que es Saturno para los amantes de la LITERATURA.

ENLACE al artículo

Fábula de Isidoro de Julio Fuerte Tarín

Fábula de Isidoro en El Coloquio de los perros



Alejandro Hermosilla dedica una reseña a Fábula de Isidoro, de Julio Fuertes Tarín, en El coloquio de los perros).

13776046_10153980042978138_7095581738912972412_n

Lo que más me gusta de la Fábula de Isidoro de Fuertes Tarín es su actitud. Su visceralidad a medio camino de la anarquía y la rebeldía adolescente. Su necesidad y ansia de corromper, demoler. Como ponen de manifiesto esa prosa cruda llena de vaivenes semejantes a navajazos lingüísticos o esas frases aceleradas que en realidad, son violentos puñetazos a las tripas del lenguaje, así como al orden establecido. Cuchilladas en el vientre de la narrativa española contemporánea y su sociedad. De hecho, no veo el relato tanto como una narración sino más bien como un ladrido. Los berridos de varios perros hartos de sus amos, los collares y la comida procesada que ingieren diariamente. Lo que provoca, obviamente, que Fábula de Isidoro no sea un texto perfecto. Sea orgullosamente irregular. Exactitud que, por otro lado, no creo que pretenda, pues su apuesta se basa más bien en la destrucción, la corrosión, esto es, la sinceridad y rabia de su grito. Un grito parecido a una sardónica canción de Extremoduro mezclada con los delirios oníricos de Lautréamont. O a un crudo relato urbano con ecos del lenguaje carnavalesco barroco. Un riff de La Polla Records viajando a través de los intersticios literarios hispanos de este y otros siglos.
Siento dos fuerzas chocando y peleándose en el relato de Tarín. Una primera que, más allá de su carácter gamberro, intenta dotar a la obra de cierto aliento mágico, sobrenatural y onírico capaz en cierto modo de trascender y elevarse (aunque sea de forma canalla) sobre aquello que narra. Para lo que se ayuda tanto de la palabra fábula en el título, la maravillosa portada (del propio Tarín) o el ingenioso trabajo editorial de Jekyll & Jill, cómplice en todo momento con las ideas del autor como de ciertos guiños a la novela picaresca e incluso, sí, a los textos satíricos del Siglo de Oro o el romanticismo español. Y otra segunda (realmente mucho más fuerte), tan destructiva como desacomplejada. Un sarpullido de nihilismo barrial empeñado en que los escasos ecos sobrenaturales y morales que la primera fuerza invoca, besen el polvo. No se eleven más que unos pocos centímetros de la tierra como en cierto modo exige una narración cainita y sanguinaria que, en este sentido, me recuerda (sobre todo, en el espíritu) al Polispuercon del gran Héctor A. Murena. Un Lautréamont despojado de toda marcialidad y trascendencia, centrado más en los rugidos de los intestinos que en los truenos o las maldiciones celestes. Atento más a los insultos y escupitajos, los recorridos por los barrios y las cárceles, y a la sangre y al semen circulando por las venas y los testículos, que al propio desafío de los inconformes contra Dios, las leyes y el estado. Es decir, más interesado por lo físico que por lo metafísico. Por la violencia que por las consecuencias de esa misma violencia. Por palpar los trajes de las brujas que aparecen en los cuadros de Goya (y si es posible meterles mano) o pegarse una comilona entre malandrines, que por extraer una lectura profunda y global de la hechicería o la picaresca. Algo lógico, porque Fábula de Isidoro es un grotesco relato de castizo punk. Un ácrata basta ya contra el franquismo y el autoritarismo que persisten como muros infranqueables en esa España del siglo XXI que, a ojos de Tarín, no es muy distinta de la del XVIII o la del XIX. Es una farsa sin fin que merece por tanto ser dinamitada literariamente (o vitalmente).

ENLACE al artículo

 

Magistral de Rubén Martín Giráldez

Magistral de Rubén Martín Giráldez por Alejandro Hermosilla


El escritor Alejandro Hermosilla reseña Magistral, de Rubén Martín Giráldez en su blog Avería de pollos
«Por lo general, no hablo de libros nuevos —¡una expresión odiosa! ¿existen libros nuevos o viejos en el océano de los papeles o la biblioteca marina?— en avería sino hasta que han transcurrido varios meses o un año. No lo hago por ningún motivo ético concreto o un necesario distanciamiento sino porque conforme los compro, se ponen en fila detrás de los que llevan esperando su momento durante meses. Pero con Magistral, la gigantesca uña de ballena linguística compuesta por Rubén Martín Giráldezhe hecho una excepción no tanto por el revuelo crítico que ha armado sino porque Diego Sánchez me advirtió de su parecido en el tono de la voz narrativa con Ruido. Una novela que aún no sé ni cuándo ni dónde publicaré pero entiendo que cuando lo haga, será el momento adecuado. Y, en fin, lo cierto es que me alegro de haber puesto en primer lugar de mis lecturas a Magistral para empezar porque, siendo sinceros, estaba asustado o más bien, tenía cierto temor de que sus posibles concomitancias con Ruido, anularan mi propuesta. Lastraran su posible originalidad y radicalidad. Pero no es así. Los dos textos no se solapan sino que al contrario, se entrelazan, establecen un diálogo sordo entre ellos y tal vez, leídos en el futuro se complementen a manera de una improvisación distorsionada realizada entre los gritos de multitudes histéricas asistiendo al naufragio de la literatura. A los estertores de ese mundo cultural que, -lo sepa o no y desee reconocerlo o no- ha sido el mayor ejecutor de la escritura. QuieMagistral de Rubén Martín Giráldezn más ha hecho por hundir la literatura en el barro de la extrañeza y la indiferencia, transformándola en una caja vacía llena de palabras que no dicen nada.
¿Qué puedo decir de Magistral? No demasiado teniendo en cuenta que es una obra que se comenta a sí misma. Es un texto caníbal y torbellino. Una indigestión literaria que recoge heces y vómitos culturales en un discurso alterado y crispado. Nervioso y vibrante hasta el punto de descomponerse en palabras que únicamente aspiran a la putrefacción. O mejor, a la ruina. La construcción de una literatura derruida y repetitiva que sondea y alcanza límites que son habitaciones solitarias. Habitáculos cerrados donde el sonido en vez de expanderse, se contrae. Se apaga. Porque Magistral es la exposición de un ocaso. La voz de los muertos enojada por haber sido desterrada del mundo del arte, luchando por volver a un territorio que se encuentra opacado, abollado y vejado por los vivos. La inteligencia cultural. O la mano que asfixia la espontaneidad. Arranca con saña las raíces de la poesía y la creatividad y convierte el mundo, cualquier texto literario, en ininteligible. Creo, sí, que Magistral narra cómo maquinal, obsesiva e impiadosamente -con la cabezonería además de quien se cree con la razón absoluta- la crítica ha destruido la literatura. Y también, las esperanzas y expectativas del lector que más que condicionar, determinan, ejecutan la propia escritura. Magistral, sí, es Pedro Páramo desarrollándose en el interior de los suplementos literarios. O la cabeza de un escritor. Una conversación, repito, entre muertos. O más que un diálogo, un monólogo. El túnel, la novela de Sábato, adaptada a la época del ruido y la esterilidad. En resumen, una zarpa emergiendo de una tumba cerrada intentando capturar el ritmo de la vida, y viéndose imposibilitada para ello. Y también, una garganta tapada entre las miles de gargantas de ese mundo que la información oculta: el de la ira y la violencia de los sanos. Las Universidades, como campos de batalla, los periódicos como tricheras y las televisiones, como bombas nucleares» …seguir leyendo