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Distraídos venceremos de Andrea Valdés por Víctor Balcells


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Víctor Balcells escribe sobre Distraídos venceremos, de Andrea Valdés:

Distraídos venceremos, de Andrea Valdés: un comentario

La canción es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta.
Violeta Parra

Como pretendido discípulo de Diógenes Laercio, me gusta crear pequeñas biografías personales acerca de los escritores que sigo y que viven en mi ciudad. Se construyen en base a fortuitos y aislados encuentros en los que anudo una perspectiva de trama inventada. Luego, parece ser que los escritores que sigo no corresponden nunca con los escritores que persigo. Hay grandes vacíos de conocimiento en mi pensamiento de los escritores que sigo, más imaginación que hechos consumados.

La primera vez que hablé con Andrea Valdés fue en una excéntrica cena familiar, hace seis años, que supuso un antes y un después para varios de los presentes. En esa cena había varios primos de la familia Matas interesados de una forma u otra en literatura, y todos ellos sufrimos graves desgracias tras ese encuentro. Al día siguiente, accidentes, rupturas, despidos, hundimientos en la depresión de varios de los presentes. Inexplicable, pero históricamente cierto. Luca, el anfitrión, fue quien trajo a Andrea, una mujer poderosa y de hablar rápido y humanístico (en el sentido de cambiante, saltarín, juguetón), con una ironía fértil, evoco, tal vez melancólica, que animó y polemizó la conversación. De acuerdo con mis referencias -Luca-, también para Andrea esa cena supuso una chiave di volta de la existencia. La última vez que la vi fue hace unas semanas, seis años después, en la presentación de su libro. Libro acerca del que quiero hablar diletántemente hoy: Distraídos Venceremos. Usos y derivas de la escritura autobiográfica. Entre ese primer encuentro fatídico y el último, ha habido otros que trataré de desglosar de acuerdo con mi frágil y hotelero recuerdo, porque tal vez sirvan para esbozar los rasgos de estilo de esta escritora extraña, y para esbozar los rasgos maestros de lo que supone su lectura. (Mi uso del término “extraño” es siempre honorífico, por cierto. No quiero generar ambigüedades al respecto).

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Lo que encontrará el lector en Distraídos venceremos es, en esencia y en esqueleto, un libro que habla de escritores particulares (formal, estilística, temáticamente) y autobiográficos, del ámbito de la literatura latinoamericana, y que los saca a la luz ofreciendo un mix de pinceladas biográficas, acercamientos freestyle a sus obras y con el añadido de contenido autobiográfico que inserta a la autora como un personaje más de la pieza, en diferentes formas y magnitudes. El efecto de ensayo se desdibuja debido a la cualidad cambiante de la narradora, que en los sucesivos capítulos elabora presentaciones estructural y estilísticamente variadas de los escritores/as de los que aporta noticia, y no ceñidas a ninguna academia o ley (o quizá tan solo a la ley Schwobiana, como veremos). Tenemos desde la crónica de un viaje en busca de la noticia de alguien (Rosa Chacel, por ejemplo, escritora introvertida e introyectada en el sentido estricto de las palabras), hasta la presentación de un escritor a través de una carta irreverente y altamente literaria que la autora le dirige personalmente (Mario Levrero, entrando así en oscuros juegos metaliterarios). Hay una jugosidad en todo ello porque los escritores/as presentados son fascinantes y porque, en definitiva, se presentan y ensayan formas expresivas (lo cual siempre me engolfa como lector).

He dicho antes la ley schwobiana porque Distraídos venceremos, creo, se encuadra en el género de las vidas de vidas en su vertiente no académica, de la que forman parte, precisamente, autores como Diógenes Laercio, James Boswell o John Aubrey. La forma más repetida en Distraídos venceremos es el simulacro de vida imaginaria que practicó Schwob en sus Vidas imaginarias, donde personajes y obras se muestran de forma esquelética y libre, tomando partes o aspectos por el todo, en lo que finalmente es la elaboración de una imagen poética, una sublime abstracción conectiva (con añadidos más actuales, como injertos de texto fragmentado y otros juegos literarios). Se presenta a un autor, por ejemplo, el primero, autora, Rosa Chacel, y, sorpresa: por los elementos formales y estilísticos se transmite también la cualidad sinestésica de ese autor. Hay, por decirlo así, un practicar del género del ensayo atmosférico. Se eligen sólo algunos aspectos, la perspectiva es cerrada, acotada a un tema, entroncada en una imagen, afincada en un motivo. Se produce lo poético porque se da un efecto de sentido y, al mismo tiempo, un efecto de agujero (el vacío por el que se pasa a otra cosa): se conforma en el lector una sensación en el cuerpo pretendida que, a su vez, es una forma de conocimiento. Tenemos la brevedad schwobiana, los elementos oníricos, los aspectos sórdidos biográficos, el carácter metaliterario. En la teoría literaria estamos próximos, creo, a Lubomír Dolezel. Ir más allá, no puedo ni sé.

De las tres partes, la que más me ha impresionado es la tercera, centrada en escritoras cuya obra surge, en ocasiones, desde la cuádruple condición de ser mujeres, de no ser blancas, de géneros y sexualidades distintas a las tradicionales-solidificadas (es que no sé cómo expresarlo), y de pertenecer a tradiciones culturales alejadas de occidente. Observo aquí un tipo de escrituras que me hacen pensar en lo que he sentido cuando he leído a escritores/as africanos no blancos: uno entra en reinos de sentido distintos en los que pueden ocurrir dos cosas: o se pone en duda el propio reino de sentido y uno se suelta ante las otras formas de conciencia y sintaxis, y las descubre, y se enriquece en esas otras lenguas del sentido, o se produce la resistencia etnocentrista, la negación: pienso en la fanzinoteca feminista cuir/queer de Gelen Jelenton, que aparece en esa tercera parte del libro.

Todo esto que elucubro se trama de alguna forma con otras experiencias personales muy vagas y no propiamente vinculantes, y sumamente deformadas en el recuerdo, supongo, que he compartido con la autora. Años atrás trabajé los fines de semana en una lúgubre nave industrial en la que se vendían libros de segunda mano y ella apareció varias veces por allí, imagino ahora, en busca de autores raros. Las veces que la oí hablar, desde la penumbra de la caja registradora, y en la cena fundacional de la que he hablado antes, y años más tarde, hace unas semanas, en la presentación de este libro, y un día en un taxi que compartimos tras un encuentro con conocidos comunes, tenían como punto común este elemento saltarín y sumamente humorístico en los temas de conversación. Saltarín en el sentido de que se podía tratar un tema de suma gravedad y a continuación caer en el más hondo cinismo, con una variedad extensa de referencias y en todo momento a mano, un nerviosismo vibrante, una fuerza. Hay una sintonía de la voz escrita de Andrea con esa fuerza que manifiesta en persona. Y hay también una gran fantasía constructiva en mí, pues yo realmente no conozco a esta persona, aunque todo cuadra en mi cabeza, y en todo caso hago lo que ella misma ha hecho con los autores de los que habla, en una cadena sisifolítica en sí misma. (También he de señalar, nota aparte, que, de acuerdo con mi recuerdo, es una persona que no envejece. Lo cual no me sorprendería, pues hay muchos casos de vampiros en el mundo literario, según he conocido y descrito en esta misma página web).

Sigamos. Al hilo de lo que decía, se percibe un riesgo en la elección de las referencias, un asilvestramiento; referencias que muchas veces son personales, más que académicas-canónicas. En el sentido de que la narradora compara con abundancia y sin distinción a partir de un universo, opino, extenso pero coherente y cerrado y manifiestamente propio de referencias de toda clase, y de todo orden y grado (lo pop con lo culto, por ejemplo), lo cual permite comparaciones muchas veces moduladas en extremo, entusiastas para el lector, o en el mal sentido, “cogidas con pinzas”. En todo caso, creo que este un valor del pensamiento humanista que comparto y reivindico: la posibilidad de fundar conocimiento desde el atravesamiento personal de la referencia y de lo que está “cogido con pinzas”. Todo esto son cavilaciones que yo apenas entiendo, luego, me exculpo; lo que trato de decir es que si el humanista sabe poco de muchas cosas, pues que sea un poeta del pensamiento. Que conecte a través de su universo personal de referencias, no por lo académico (que buscaría polos conectivos estrechos, mamotréticos y aburridos, en campos cercanos, en temporalidades (ne)cronificadas), sino por lo poético (saltos al vacío, a riesgo efectivamente de caer en dicho vacío, de lo desconocido).

Celebro a quienes tratan de crear obras así, y este es el caso. Donde hay especulación e irreverencia, también hay regocijo para mí. Por otro lado, este tipo de escriores/as me, ya he usado el término, engolfan como lector. Discuto mucho más con ellos, y en múltiples pasajes no me gustan. Pero eso, aunque suene paradójico, tiene un extremo valor para mí, cuyo día a día está entregado a algoritmos, planificaciones, planicies, formas rectas y estructuralmente solidificadas en las antañosidades de los tiempos. Como colofón, este libro me ha arrojado y descubierto autores cuyas soluciones técnicas estoy ahora ávido de imitar. En cuanto a la edición, gran comodidad: siempre quedo sorprendido con Jekill & Jill: suele haber alquimia de contenido y contenedor (es que el libro cabe de una forma magnífica en el bolsillo de mi chaqueta, mejor que cualquier otro, y soporta perfectamente el trato sádico que últimamente transfiero a estos objetos).

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Magistral de Rubén Martín Giráldez

Magistral de Rubén Martín Giráldez por Víctor Balcells



Rubén Martín Giráldez

Víctor Balcells reseña Magistral, de Rubén Martín Giráldez.

“Magistral”, de Rubén Martín Giráldez

Una conferencia de Albert Serra me permitió comprender cómo podía empezar esta reseña. En su tono enfático y a lo largo de una hora de monólogo ininterrumpido, reveló de forma explícita su poética. De entrada, Serra se refirió a Amos Vogel, teórico del cine, en concreto a su libro Film as a subvertive art (1974), para introducir el concepto de “imagen inédita”. La idea de “imagen inédita” podría ser el reverso del “lugar común”, aquello que habiendo expatriado (o por lo menos deformado) el molde consensuado explora terrenos inexplorados. Ponía este ejemplo: si debemos rodar una escena romántica, encontraremos multitud de escenas románticas en las que basarnos a lo largo de la historia del cine. Casi todas ellas ofrecerán puntos en común que, con el tiempo, se han convertido en “el molde” consensuado. En otras palabras, “lo que el espectador espera de acuerdo con lo que conoce”. Sin embargo, dijo Serra, una situación hipotética: ¿qué pasaría la primera vez que alguien, salvados todos los obstáculos de censura e imposibilidad de emisión, rodó con vocación artística, por ejemplo, un parto? Supongamos que ocurrió a principios de los años sesenta. Nos podemos imaginar a la persona encargada del rodaje accediendo en primer lugar a un archivo de películas. Lo vemos abandonar la tarea abatido porque no hay una “historia del cine de partos” todavía, y vemos cómo esa misma tristeza se transforma primero en miedo y luego en ansiedad creadora cuando comprende que será el primero en establecer una posible “forma de rodar un parto”. En esta situación, las decisiones que tome acerca de los planos podrían sentar las bases iniciales de lo que sería el molde. Suponiendo que su película tuviera mucho éxito y fuera vista y estudiada, podemos suponer también que ese molde podría llegar a fijarse en lo canónico a través de sucesivos abordajes de lo mismo. Y así, a lo largo de los años, se formaría un molde claro y una expectativa de lo que “se espera ver cuando se ve un parto filmado”.

Esta imagen inédita inicial, con el tiempo, tiende a perder su carácter inédito en el contexto del colectivo. Es asimilada y la asimilación le resta extrañeza y fuerza. Asimismo -espero no estar cometiendo un gran atentado intelectual; fabulo- podemos encontrar un efecto parecido de desgaste por exceso de uso y presencia de determinadas imágenes con pretensión poética como “pesa menos que una pluma” y etc: los lugares comunes. Según creo, el mito es el único vehículo que mantiene el sentido de lo inédito en el molde (curiosa paradoja, habría que pensar en ello).

Puede decirse por otro lado que, desde que existen los archivos, existen también los cazadores de imágenes inéditas. Es una vocación moderna. Albert Serra se definió a sí mismo como tal. Su película Historia de la meva mort es un ejemplo. Rodada originalmente en 4:3, con una composición pensada para ese formato, se proyectó finalmente en formato 2:35. Pocos días antes de la presentación, el director tomó la decisión de cambiar el formato contra el consejo de los directores de fotografía, que habían pensado todo el film en 4:3. El resultado es sorprendente: todas las composiciones de plano parecen escindidas en dos y el espectador, habitualmente, debe jugar con el fuera de campo (por arriba y por abajo) de forma intensiva y, además, debe desdoblar su atención en las asimetrías del formato resultante. Así, en Albert Serra, la concepción general ya adopta presupuestos que buscan la imagen inédita. Si repasamos escena por escena encontraremos en los diálogos, en el decorado, en el propio montaje, elementos que exploran ese aspecto. Cuando enfrentamos este tipo de cine, se dificulta el visionado y entendimiento por parte del espectador, pues uno debe reinterpretar lo visto de una nueva forma (o menos conocida): éste no puede dejarse llevar en el molde “de lo que conoce” (y que le permitiría incluso no pensar para yacer ahí, a la espera del desenlace, conceptualizando en esencia el cine como un entretenimiento repetitivo y, a lo sumo, como un acertijo), y debe enfrentar, todo el tiempo, “la extrañeza” formalizada en un extraño formato, tempos insólitos, extravagantes diálogos, elementos sutilmente simbólicos de escenario, etc.

En mi opinión, Magistral, de Rubén Martín Giráldez (Jekyll & Jill, 2016), debe leerse en esta clave. Lo que será pensado y percibido al acercarse a esta novela no tiene mucho que ver con lo que uno, comúnmente -no hace falta definirlo otra vez-, espera y percibe al leer una novela al uso. De entrada, debemos aceptar que no hay una trama, no hay un espacio, no hay personajes claramente dibujados. Hay una voz que elucubra. Esta voz nos habla de una novela titulada Magistral que, al parecer, ha sido determinante, decisiva, profundamente traumática para el castellano y nuestra cultura en general (de modo que el tema es el mundo literario, pero fantásticamente extrapolado a un todo inefable y claro por la vía del lenguaje imaginativo). La reveladora obra (el propio autor confiesa Magistral de Rubén Martín Giráldezque “no decía nada”, construyendo así sólidamente la divertida paradoja que conforma este texto) ha conducido al colapso de lo conocido y ante nosotros sólo se abre el turbulento -pero en verdad dichoso- camino del misterio de la decadencia, la figura del ocaso que antecede al vuelco de paradigma. Esta voz construye una forma contemporánea del comentario; la novedad reside, creo, en la puesta en escena de su propia contradicción: así Magistral combina la flagelación con la auto-flagelación, destila su propia vanidad para sucumbir finalmente ante ella, declara su novedad para declararse finalmente epígono de alguien todavía más grande y presenta en última instancia el indisoluble problema entre tradición y progreso (la voz dice, casi corrigiéndome, pero, según creo, parafraseándome: lo mío es más bien elaborar comentarios sobre el límite borroso entre problema y solución).

Hay un comentario de Italo Calvino a una obra de Manganelli (Nuovo commento. Por cierto, Manganelli es citado en Magistral no por casualidad) que parece adaptarse mágicamente por la vía de la tergiversación (cortando aquí y allá, lamento decirlo) a lo que sentí al leer Magistral. Cuando leí -con parcialidad y todavía bajo el influjo del libro de Rubén- las palabras de Calvino, quedé francamente perturbado por la correspondencia (estaba en un Ferrocarrils de la Generalitat, de regreso de Sabadell, y atravesábamos el bosque):

Se comienza diciendo: he comprendido todo, un comentario a un texto que no existe, cómo hará para mantenerlo sin ninguna narración […] luego, cuando ya no lo esperamos, llegamos a cierto umbral  en el que la iluminación inesperada nos alcanza: pero ¡es verdad, el texto es Dios y el universo! ¿Cómo no he podido entenderlo antes? Entonces lo leemos desde el principio conscientes de que la llave es el texto, es el universo como lenguaje, discurso de un Dios cuyo único significado es la suma de los significantes, y todo se sostiene de forma perfecta.
Aunque un crítico ha dicho que Magistral “no se parece a nada que nadie haya leído nunca”, mi impresión en las primeras páginas fue exactamente la contraria. Hay muchos elementos que remiten a un tipo de literatura que, en general, suele incluso disgustarme y aburrirme. Podría aventurarme a llamarla la estirpe de los Textos para nada de Beckett. La condición sine qua non para que este tipo de obras no me aburran tiene que ver con el estilo y con su capacidad para nombrar. En primera instancia, uno diría que Magistral tiene algo muy Lobo Antuniano (por citar a uno inter pares); puede leerse con la voluntad de construir un todo u, omitiéndolo, sencillamente se puede proseguir a la espera de las iluminaciones que el autor deposita en la mente de quien lee. No tengo claro que esta obra necesite ser comprendida en su conjunto, puesto que su voluntad parece, como característica propia del comentario, aforística. La comprensión del conjunto, en este caso, lleva a la paradoja y al Ouroboros mental, según he comprobado. De modo que pasajes como:

Había muerto la diferencia, por no hablar de la distinción. El criterio tuvo tanta culpa como los perpretadores de opinión: habíamos llevado el idioma al cero, habíamos vuelto la lengua castellana muelle y fantocha. Me habían elegido a mí como podrían haber elegido a cualquiera, Magistral presidía una tontomaquia puesta en marcha en quién sabe qué copetín infame, pero (y esto era lo peor) bienintencionado.
me bastaban para incendiar mi ánimo y ensalivar mi boca por lo general seca (estoy muy cansado de leer literatura, así lo digo y así lo lamento) y para seguir adelante con renovado brío. El texto crece y, tal y como De Chiricho decía de sus cuadros, existe una especie de ejercicio similar al de pelar una alcachofa en sus sucesivas capas, un deseo repentino de llegar al corazón y la consecuente decepción final (que el autor ha orquestado a propósito, se entiende): en el centro de la alcachofa no hay nada.

Pero, ¿qué es lo que tiene este texto que se eleva por encima de tantas otras obras de caracter metaliterario, elucubrador y aforístico? Ahora desenfundo, como quien dice, una pistola y me apunto frente al espejo. Así veo yo la labor del crítico literario. Me entristece por Rubén que se le haya tildado -justamente- de genial sin haber postulado una teoría completa de su genialidad (en alguna reseña incluso se ha juntado tontamente eso de abtruso + genio; en otras se ha dado efectivamente la audacia de la hipótesis titubeante, cosa que es de celebrar, y, supongo, habrá la todavía más tonta y dominante combinación de comentarios que venga a decir: “abtruso + pretensión = nunca genio”, emitidos supongo por los tontilocos que aborden la lecutra sin pensarla. Diría incluso que podrían sacarse nuevas variantes y que Magistral se amoldaría felizmente a todas, siendo la sombra que proyecte sobre ellas siempre más poderosa en su carnavalesca disposición). Me parece que la propia obra exige del exterior comentarios y audacias de ese estilo más que juicios, pues ella misma contiene su propio juicio. De modo que aventuremos una hipótesis de bardólatra. Magistral es una obra poderosa porque nombra con precisión. Rara avis español. No hay que desestimar la grave decadencia del Nombre en nuestra lengua. Puesto que existe una relación estrecha entre el sonido de cada palabra y lo que representa efectivamente, una fijación histórica de los significados en sus sucesivas mutaciones, no ser preciso al nombrar nos expulsa al triste mundo de lo endeble (mani di pastafrolla, se diría en italiano de un escritor flojo en el Nombre). Están equivocados los escritores si creen que lo esencial es otra cosa. Eso es lo esencial en términos de fuerza y de eso depende y se destila, creo, lo que vagamente se llama el alma del propio texto (en cualquier molde posible). Los etimologistas son personas mucho más audaces de lo que creemos (Me imagino a Corominas solitario en medio del pirineo, en medio de una ventisca y perseguido por osos, consagrado a la caza de la variante y el matiz en el significado de cada palabra, pueblo a pueblo, vieja a vieja) y su trabajo no debe ser olvidado. Este fragmento ejemplifica la precisión en el nombrar:

Nuestra palabra ya no es de libelista, que qué es eso y qué vale, sino de traductores, y así nuestra palabra es ley y pirula y todo lo que a ella escapa, aventura, picadillo palare y fabla rucia y bable gramática parda; la equis ha tachado al rey Alfonso el Sabio, ya no opina nuestra lengua, ¡que va!, sino que vierte, vuelca y derrama -y, si la apuran, glosa-, es coreuta, derviche arcano, ringleader, arcipestre, cognoscenti, cantora, cantatriza, porque si en la literatura española la claridad está prohibida, en la traducción el esoterismo triunfal es… la norma.
También podemos ver en él otros elementos. Recuerdo un texto de James Wood en el que se comenta un pasaje sensual de Philip Roth en El mal de Portnoy. En aquel pasaje que ahora no tengo a mano se pone de manifiesto que, además del nombrar, existen otros elementos que pueden vigorizar un fragmento. Tanto en ese caso, como en este que he transcrito, se construye una tensión entre disparidades de grado, pero no de orden. Además de la precisión, el lector se siente elevado y lanzado contra el suelo varias veces dentro del mismo pasaje debido, pienso, a la combinación de estratos de lenguaje de las más diversas procedencias que mueven del oscurantismo a la claridad para representar, en efecto y en la técnica, el propio concepto del que se habla. A mí esto me parece un logro asombroso. Diríase casi que uno debe re-configurar la clave de su percepción varias veces en la misma frase. Eso sin duda es un truco al alcance de pocos. De dominarlo, como es el caso, el escritor se convierte en hipnotista. Por otro lado, fíjense en la puntuación y en el ritmo que se desprende de la misma. Recuerdo un antiguo volumen de prosodia (impreso en 1890) que sustraje a una librería de viejo en la que trabajaba. En la primera página el autor dice:

No habiendo libros buenos de prosodia a que acudir, se perpetúan muchas malas prácticas de los más fecundos versificadores. Los versos se hacen por todos al oído, dejándose ir los poetas por la gravitación cuyas leyes rigen la métrica española; pero, ignorantes de esas leyes y sin pautas fijas a que atenerse, suelen infringirlas o desdeñarlas; a veces con buena fe; a veces con perversión de oido; a veces conociendo que obran mal, pero consintiendo en el error por no existir, impresos, códigos sancionados de PROSODIA y de VERSIFICACIÓN cuyos artículos en la mano pudiera acusarlos de lesa métrica la crítica severa y razonada.
No cito el pasaje para decir a continuación que Magistral satisfaría a dicho autor, sino para señalar precisamente un signo contemporáneo de la obra: parece que “la voz” actúe “a veces con perversión de oído” y “a veces conociendo que obra mal”, y otras veces al revés. En eso puede residir uno de los niveles de la bufonada. Existe una oscilación entre pasajes muy ceñidos a la regla y pasajes libres y atonales. En todo caso, resulta difícil demostrar una intención de estas características sin un análisis minucioso que no puedo acometer aquí, pues sería equivalente a introducirse en el inefable problema euclidiano de las paralelas.

Sigo con algunos comentarios menos interesantes acerca de la estructura y de su relevancia para el conjunto. Lo dividiría en tres partes (esta elección tripartita es gustosa para mí, pues en el 3 y en el 7 existen los rasgos más herméticos) que corresponden con dos tomas de aliento del narrador. El autor de Magistral deja entrar, poco a poco, a Ben Marcus, escritor referente del que, en cierta medida, se declara deudor en varias ocasiones (“¿devasto a Marcus o me convierto en su director de propaganda?”).  La tercera parte, precisamente -si no he entendido mal-, es un pasaje donde habla el mismo Marcus para juzgar al autor de Magistral y a su lengua (“Más despacio, avanzo a base de singultos, te supero, me necrofollo tu idioma por el agujero de las oes…” / “Tenías muy presente que si jugabas con la voz, la voz buscaría la manera de apuñalarte”). Ni siquiera sabemos si habla Ben Marcus. Puede que sea Ben Marcus, dice esa misma voz, “a lo mejor soy una persona”, añade, certificando que una voz podría no ser nada. En cualquier caso Ben Marcus es recibido por nosotros como un ente superior todavía más hábil que quien creíamos el más hábil. Puede encarnar fácilmente ese papel porque se trata de un autor norteamericano que ha llegado muy poco por la vía de la traducción (como otros autores y obras inclasificables cuyo proceso de traducción y edición se constituye en una pirrónica empresa) y que por tanto se enviste fácilmente con la potencia de “el otro”, la figura paterna que juzga y fagocita, Saturno que simboliza la tradición y que engulle a sus hijos. La última frase, donde por primera vez se pronuncia el nombre de “Rubén” dislocando finalmente toda la estructura que uno pudiera haber concebido en una babel de capas mentales, será el tormento de los exegetas del futuro. Iba a citarla pero no lo hago (de todas formas, confío que a estas alturas todos los lectores hayan abandonado y quedemos aquí unos cuantos trasnochados todavía dispuestos a lanzar al ruedo hipótesis cada vez más endebles y truculentas; los ociosos de la ebriedad).

En todo caso, al cerrar el libro la cabeza de uno hierve de ideas y posibilidades. Conseguir este efecto es arduo para el escritor, pues habitualmente el caldo se concibe, cocina, come y digiere dentro de la misma obra, de forma que cuando uno termina de leerla queda exonerado de tener que pensarla. Que aquí ocurra exactamente lo contrario es de celebrar. El construir para sostener un efecto que se prolongue más allá de la lectura es signo de que la obra se inserta en el poco frecuentado ámbito de quienes rinden tributo a la imaginación (la más exacta de las ciencias, cuidado). Por otro lado, hay algunas cosas que reprochar. La prosa de Rubén me ha inspirado la suficiente confianza como para exigirle que incluyera, también, muestras de esa obra titulada Magistral de la que todo el tiempo se habla y que fue definitiva para nuestra cultura. Entiendo el juego que supone su ausencia, pero precisamente esa ausencia me parece tópica y falta de audacia en el contexto de una posible tradición en la que podríamos encuadrar el texto (quizá se contrarresta con la irrupción devastadora de Marcus al ser una grandeza que cubre otra grandeza, pero debería haberse intentado ese añadido). Sea como sea, está claro que desde hace ya varias líneas el terreno es pantanoso en este texto-comentario, el scroll ha descendido mucho hacia abajo sin claridad y el propio comentario del comentario pierde su fuerza, si es que la ha tenido. De modo que lo dejo aquí con la esperanza de haber impulsado a alguien hacia la lectura de este magnífico libro.

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