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Sergio Chejfec, entrevista en Cuadernos Hispanoamericanos


Sergio Chejfec

«Apuntes para un panfleto»

Sergio Chejfec

© A. J. JOJI

Nacido en 1956 en Buenos Aires (Argentina), Sergio Chejfec empezó a publicar en revistas literarias al tiempo que se desempeñaba de librero, taxista u oficinista. Se trataba, en sus propias palabras, de «compatibilizar el “estudio” y la subsistencia». En 1990 se mudó a Caracas, donde formó parte de la redacción de la revista cultural y de ciencias sociales Nueva Sociedad. Radicado en Venezuela, Chejfec fue desplegando desde su país natal una bibliografía que, inaugurada con las novelas Lenta biografía y Moral —ambas aparecidas en 1990—, se compone fundamentalmente de obras narrativas, aunque también incluye la poesía —Tres poemas y una merced (2002), Gallos y huesos (2003)— y el ensayo —El punto vacilante (2005), Sobre Giannuzzi (2010)—. A sus dos primeras novelas de 1990 le sucedieron títulos como El aire (1992), Cinco (1996), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000), Los incompletos (2004), Baroni: un viaje (2007), Mis dos mundos (2008) o La experiencia dramática (2012), así como los cuentos de Modo linterna (2013). Ha recibido prestigiosas becas literarias como las concedidas por la Civitella Ranieri Foundation, la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de Saint-Nazaire o la John Simon Guggenheim Foundation. Desde 2005 vive en Estados Unidos y ejerce la docencia en el programa de Escritura Creativa del Departamento de Español y Portugués de la New York University (NYU), donde es Distinguished Writer in Residence. Sus últimos libros, característicos de la hibridez genérica y la renombrada incertidumbre referencial que singulariza la literatura de este autor, son Últimas noticias de la escritura (2016), El visitante (2017), Teoría del ascensor (2017) y 5 (2019).

En su último libro, 5, que se propulsa narrativamente a partir de Cinco, un texto originalmente publicado en 1996 gracias a una residencia literaria en Francia, se desliza la idea de que sus primeras obras —Lenta biografía, Moral y El aire— componen una especie de protohistoria personal. ¿Podría describir de qué naturaleza era su imaginación literaria durante aquella época?
Supongo que en ese momento estaba captado, probablemente sin advertirlo, por cuestiones amplias. La memoria y la herencia, la constitución de la escritura, el espacio de la ciudad. Me parece que son novelas indagatorias, y además que están asociadas a la adquisición de una lengua de escritura, por lo menos al intento. Son un poco tentativas y enfáticas a la vez; novelas de alguien que comienza. También es verdad que no me abandonó la sensación de comienzo, debe ser porque he tenido con la literatura una relación de ajenidad.
La imaginación literaria ha sido un poco cerrada, o directamente reducida. Sigue siendo así. Me siento ajeno de la idea de peripecia. Aunque muchas veces la disfrute frente a buenos libros, es un terreno un poco vedado para mí, quién sabe por qué. Diría que más que literaria, mi imaginación es narrativa, y aun así es bastante acotada. Es una imaginación más volcada a la idea de relato, en general y casi abstracto. Una enunciación que puede asumir distintas formas. Una imaginación asociada al relato, por lo tanto una imaginación relativa…

Su primera novela, Lenta biografía, suele catalogarse como una novela de la «posmemoria», es decir, esa memoria de segunda generación que, en el caso particular de su libro, aspira a verbalizar el pasado de un padre judío empeñado en no recordar el Holocausto. Y todavía en Los planetas, de 1999, la huida de la persecución nazi se vincula con el terrorismo de Estado en Argentina. Este tipo de coordenadas más o menos heredadas y de carácter histórico se fueron adelgazando posteriormente en sus libros. ¿Cuál fue el detonante que le condujo a explorar la memoria y la identidad por otros medios y estrategias?
No creo que hayan sido completamente heredadas. Al contrario, supongo que esos otros medios y estrategias obedecieron al peso real, emocional y perentorio, de estas cuestiones. Me parece también que la distancia narrativa respecto de la dimensión más testimonial buscaba no rebajarlas como problemas ni como temas, y asignarles una dimensión dramática por otras vías.

En el contexto de la literatura argentina, Ricardo Piglia o Graciela Speranza han subrayado el florecimiento de ciertas poéticas narrativas que, especialmente a raíz del Proceso de Reorganización Nacional, reaccionaban frente a la narrativa del Estado, cuya monolítica voz aspiraba a controlar y centralizar las historias que circulaban en su seno. ¿Proviene de tal circunstancia su elección de ese «tono menor» (Enrique Vila-Matas), conjetural y prolijo, capaz de obrar un llamativo extrañamiento de la realidad circundante?
No creo. Supongo que más bien se relaciona con las lecturas amadas y una forma de mirar en particular. También con una confianza negativa en la literatura o la narración. No tanto como instrumento para describir la realidad como para preguntarse sobre ella.

Desde el principio, el espacio se configuró como uno de los aspectos esenciales y más problemáticos de su literatura. Ya en El aire, el paisaje de Buenos Aires acusaba la ausencia de la mujer del protagonista, revelándose nuevas dimensiones del diseño urbano a causa de ella. En 5, su último libro, las deambulaciones del narrador por Saint-Nazaire, una ciudad francesa de astilleros y vinaterías, continúan vertebrando el discurso. Estos lugares se alzan como agentes provocadores de la narración y se convierten progresivamente en su asunto principal. Pero también parece que, de alguna manera, al transustanciarlos en literatura, se convirtieran en un lejano y sospechoso recuerdo. ¿Hasta qué punto su escritura clausura de forma consciente esos espacios o se distancia sentimentalmente de ellos?

Mi impresión es que la narrativa depende demasiado de la idea de cronología para contar una historia. Nuestra percepción de los hechos es más simultánea que secuencial, aun cuando precisemos de las secuencias para que lo real sea comprensible. Me gusta pensar mis relatos en términos de espacio, más que de progreso temporal. La ilusión es que se liberen de ese modo de las presiones hacia una forma de representación unívoca.
Supongo que para mí el espacio en los relatos es un ardid para evadir el tiempo. El recuento de lo que ocurrió antes y de lo que vino después. Es verdad que no es claro apartarse de eso, pero me gusta pensar en otros ejes para desarrollar un relato. El espacio, en sus distintas configuraciones, podría ser uno de ellos. Porque brinda la posibilidad de suspender el tiempo.

Tal vez sea en Mis dos mundos donde ha problematizado en mayor medida la tradición moderna del flâneur y del paseante urbano. Allí, las excursiones en torno a un parque brasileño no implican ninguna revelación o hallazgo, más bien sumen al narrador en la asfixiante e intermitente vida de la ciudad contemporánea (fundamentalmente de la urbe latinoamericana). ¿Puede relacionarse este hecho con la suburbanización de estos espacios, es decir, con la transformación de una parte del mundo en una sucesión de barrios descoyuntados, slums y bidonvilles?
Puede y no, no lo sé. En cuanto al flâneur, para mí es una figura residual que encarna la decepción. Seguir levantando al paseante como un icono de la modernidad en realidad es un intento de dar oxígeno a una actitud agotada e imposible. Muchas veces se ha convertido en un lugar común que permite el desarrollo de historias llenas de guiños culturales inútiles y de tics previsibles, porque aluden a un paisaje meramente voluntarista.

Unos apuntes incluidos en Teoría del ascensor profundizan en una actitud vital que usted ha designado como «deserción psicológica» y que considero esencial para comprender su literatura. Se trata de esa especie de «frontera interior» respecto del mundo cotidiano que suelen establecer sus narradores y personajes. ¿Es su literatura una consecuencia de la conciencia hiperselectiva, defensiva y a menudo paranoide que suelen desarrollar quienes viven en un país extranjero?
No creo que un personaje deba tener atributos de la literatura del siglo xix, expresados en términos de transparencia social y psicológica. Creo que la deserción psicológica sirve para refutar buena parte de las coordenadas dominantes. En esas deserciones encuentro más posibilidades literarias que en procesos de elocuente identificación con algo en particular.

Modo linterna reúne nueve textos que trasladan su poética al ámbito del cuento literario. Si, por lo general, su literatura tiende a lo deambulatorio y lo divagatorio, ¿qué espacios concretos o qué acechanzas específicas le permite encarar este género?
Son relatos cortos que podrían haber sido extensos. A lo mejor en algunos casos con una extensión más novelística. No los diferencio gran cosa de los relatos extensos. Sencillamente en cierto momento decidí que hasta ahí habían llegado. Me muevo de forma intuitiva, y atendiendo un poco al deseo de seguir o no con eso. Lo que uno busca es más o menos igual en los relatos cortos o extensos. Para mí, se relaciona con la memoria del lector. No me interesa tanto que vaya a recordar una historia como que tenga la sensación de haber asistido a un momento desplegado a lo largo de cierta cantidad de páginas.

En la permanente imbricación entre memoria e identidad que distingue su literatura, resulta llamativo constatar que, pese a que sus libros suelen gravitar sobre estos ejes, no creo que se pueda afirmar que el lector conozca o acceda finalmente a las interioridades de los narradores y personajes, cuya actitud es con frecuencia dubitativa, insegura, elusiva o desconfiada. Son, como el título de uno de sus libros, Los incompletos. El lenguaje, obviamente, representa un problema para ellos. Pero, como dijo Richard Poirier, «el lenguaje es el único modo de sortear los obstáculos del lenguaje». ¿De qué modo el lenguaje les permite (o no) conjeturar su arduo lugar en el mundo?
El tono es importante. Mi idea es la de un tono conversacional, que de este modo se aproxime al soliloquio. Otro elemento acaso sea la actitud hacia la narración, que tiende a ser reflexiva. Mis narradores no se preocupan tanto por lo que ocurre sino por el significado de ello. Es que, en definitiva, tiendo a creer que la narración se trata del despliegue del pensamiento. A lo mejor por eso me siento más identificado con la dimensión ensayística de un relato, que le permite liberarse de los mandatos del sentido en términos de acción o resultados.

La ficción constituye literalmente un problema en Baroni: un viaje a la hora de representar a la singularísima y multidimensional Rafaela Baroni, pero también para describir la amalgama de tradiciones artísticas, creencias religiosas, paisajes y fenómenos paranormales que se entrelazan con la vida de este personaje. Sin duda, ese libro eleva varios interrogantes acerca de la naturaleza de la creación artística. ¿Es esa incertidumbre ante lo descrito, ese indefinido vaivén genérico (ficción, ensayo, relato de viajes, écfrasis) el inevitable corolario de una realidad múltiple y escurridiza, refractaria a toda representación fija o estable?
La pregunta que traté de hacerme en Baroni pasaba por entender de qué modo tan profundo me sentía yo atravesado por un arte que es más elocuente que sofisticado. Ello me llevó a la descripción de cosas relacionadas con el arte de esta artista, con su vida y su paisaje. Fue también una suerte de despedida de Venezuela, país en el que estuve quince años. Tanto el impacto de conocer a Baroni como el hecho de separarme de tan bello y escurridizo territorio me pusieron en el trance de la descripción. Sentía que si «contaba», violentaba. Y que si describía, ponía a mi relato fuera de las luchas explícitas por el significado legible. Aun cuando, claro, el significado siga siendo, espero, un interrogante fuerte en el libro.

Y en relación con la pregunta anterior, ¿cómo se relacionarían las estrategias de representación que ha ido desarrollando con su propósito explícito, durante la época de Cinco, de escribir «antiliteratura»?
La idea de antiliteratura no tiene nada de novedoso ni excepcional. Es algo muy básico, casi inocente. Pasa por contestar, en la medida de lo posible, el peso institucional de lo literario. Traicionar o rebatir un mandato de legibilidad, de intencionalidad, de circulación, de corrección, etcétera.

En medio de esta encrucijada de discursos y géneros, ¿qué otra disciplina artística considera que ha marcado en mayor grado su escritura y su dicción?
Me gusta escribir sobre poetas y artistas plásticos. Acaso porque, en general, ambos tienen una relación con la temporalidad, en sus obras, que yo añoro para la narrativa. La relación es de mayor inmediatez con la percepción, no tanto con el desarrollo.

Finalmente, dado el carácter performativo de su obra (donde se combinan y ensamblan géneros, materiales e incluso imágenes), cada libro que publica parece alzarse al cabo como una faceta, tesela o capítulo de un episódico libro de artista. Es obvio que ponerle un título a semejante obra sería demasiado comprometido. Pero, si aceptamos que esto es así, ¿qué lema o subtítulo (provisional, si quiere) podría rotular este work in progress?
Elegiría el propio título de una cosa que termino ahora: «Apuntes para un panfleto». No está en la naturaleza de mi escritura asumir una voz alta, pero a la vez existe un deseo de operar en términos de disolución. Quisiera que mi literatura fuera más destructiva de lo que es. Por eso apuntaría a un panfleto imposible, porque carece de volumen acústico y debe conformarse con los apuntes.

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5Teoría del ascensorÚltimas noticias de la escritura

5 de Sergio Chejfec en Cuadernos Hispanoamericanos



Cristian Crusat reseña 5, de Sergio Chejfec, en Cuadernos Hispanoamericanos:

Fenomenologías de lo eventual

5, el último libro de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), por lo demás editado primorosamente, acentúa uno de los aspectos más sobresalientes de la literatura de este escritor: su radical espacialidad. De este modo, si consideramos que la obra de Chejfec constituye un episódico repertorio de actitudes frente a lo visible y lo representable, 5 significa la ratificación absoluta de que el espacio es el eje primordial sobre el que se articulan las relaciones del autor argentino con el mundo (y, dentro de éste, sobre todo, con las prácticas de la escritura). En efecto, la literatura de Chejfec depende del espacio, el cual se alza como agente provocador de la narración y se convierte progresivamente en su asunto principal. Profundizando aún más en estos presupuestos, cabe afirmar que la literatura de Chejfec —que parte de la observación y el movimiento— se enmarca siempre en un espacio concreto (a menudo novedoso y extranjero, ya sea por medio de un viaje, ya de una caminata), al que clausura de algún modo tras haberlo transustanciado en cuaderno o libro. Sin embargo, la naturaleza de los espacios con los que se imbrica el discurso de Chejfec no debería relacionarse con la de las célebres imágenes de espacios felices y ensalzados que, al cabo, conformaban la maravillosa e íntima topofilia de Gaston Bachelard en La poética del espacio: cajones, buhardillas, rincones, armarios, nidos y conchas… Encierran siempre los lugares en la literatura de Chejfec algún tipo de paradoja, singular incoherencia o cauteloso asombro. No obstante, la prosa de este autor sí refleja un mismo desequilibrio entre los vaivenes del exterior y la intimidad, aunque hablar de intimidad en la obra de Chejfec podría ser arriesgado, toda vez que los narradores de sus libros se caracterizan por su carácter elusivo e inseguro, propio de un intermitente, forastero y suburbano «hombre sin atributos».

En congruencia con lo anterior, cabe reseñar que ya en varios de los libros de Chejfec, aunque singularmente en Mis dos mundos (2008), se había problematizado la tradición moderna del flâneur y del consabido paseante urbano. Por medio de una demorada y minuciosa escritura, la caminata se convertía entonces en un mecanismo elemental y en un procedimiento literario básico de este autor, en una suerte de tic físico y social que, además de desvelar el esencial desequilibrio entre los mapas y la realidad urbana, motivaba un profundo desnortamiento en el narrador (en el caso de Mis dos mundos, a través de un anodino parque brasileño, justo antes de cumplir los cincuenta años; aunque Buenos Aires, París o Caracas también figuran en el particular atlas del desconcierto de Chejfec). Desamparado a merced de la inanidad de sus excursiones, el narrador quedaba extraviado en la discontinua vida de la ciudad contemporánea, privado de cualquier tipo de revelación o hallazgo y entregado a la deriva de la escritura fragmentaria e inconexa. Inacción, errancia y fractalidad definen el flâneurismo narrativo de Chejfec, quien ha convertido la caminata deambulatoria en su indolente abstracción literaria y su propia escritura, en un «réquiem impasible del paseante urbano clásico» (Graciela Speranza).

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En las primeras obras de Chejfec, como Lenta biografía (1990), El aire (1992) o incluso Los planetas (1999), los lugares y espacios establecían una densa relación con la memoria personal y familiar, de manera que el recuerdo (o su imposibilidad) determinaba tanto la configuración del escenario urbano como el delineamiento de la propia identidad del narrador. Poco a poco, tales coordenadas más o menos heredadas y de carácter histórico (el pasado de un padre judío que escapó del Holocausto, la desaparición de un amigo durante la dictadura militar argentina) dieron paso en la trayectoria de Chejfec a relatos que gravitaban sobre un puñado de modestas peripecias vitales, a través de cuya minuciosa narración comenzarán a desprenderse leves indicios, tímidas conjeturas sobre la propia identidad y el sentido que ésta puede encerrar. Radicado en Nueva York, adonde llegó después de vivir durante tres lustros en Caracas, la literatura de Chejfec responde a una actitud vital que él mismo llegó a designar como «deserción psicológica» en Teoría del ascensor (2016): a resultas de su condición extranjera y del medio multilingüístico que habita, Chejfec ha ido creando, como sus reconocibles narradores, una «especie de frontera interior, silenciosa, paradójicamente por proximidad, del mundo cotidiano», es decir, una conciencia hiperselectiva y a menudo paranoide en relación con todo lo que le rodea (y que, en cierta medida, gracias a su extranjería, convoca en el lector el recuerdo de esa galería de exiliados de la literatura de Nabokov: seres espectrales que, desposeídos de todo cuanto un día fue suyo, pierden incluso la certeza de la realidad de su propio yo).

Y tal vez éste represente el aspecto más cautivador de la literatura de Chejfec: su meticulosísima enunciación de cuanto sucedió o pudo haber sucedido, lo cual le confiere a cuantos libros publica su particular cualidad divagatoria y acechante, como si el fenómeno de la escritura se estableciera como un genuino mecanismo de alerta o precaución. De todas formas, esta cautela que pone en marcha la escritura chez Chejfec nunca se ve satisfecha; más bien sucede todo lo contrario, pues a medida que se profundiza en la descripción de los detalles y vislumbres se multiplican, inevitablemente, las sospechas. Quizá fuera en La experiencia dramática (2012), más aún que en Los incompletos (2004), donde este autor supo conjugar de manera más precisa su puntillista descripción del comportamiento de los personajes y, al mismo tiempo, convertir la narración en una permanente y admirable exploración de contingencias. En general, este breve repaso a la trayectoria de Chejfec debería resultar significativo, ya que 5, el libro que nos ocupa, es el testimonio de un momento decisivo en la escritura de este autor y acaso recrea su más determinante punto de inflexión.

Cumple referir desde el principio que, en puridad, 5, el último título publicado por Sergio Chejfec, constituye un díptico narrativo. Así, en primer lugar, figura un texto que, denominado «Cinco», fue el resultado de un periodo de residencia literaria de la que disfrutó Chejfec en 1995, concretamente en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de la ciudad bretona de Saint-Nazaire. Por este motivo, «Cinco» delinea una sucinta trama provinciana de aire inequívocamente francés, muy próxima a las asordinadas atmósferas de la nouvelle vague: tanto el carácter de sus personajes como el conflicto narrativo responden a la naturaleza portuaria del lugar, que convierte la original «Cinco» en una historia a medio camino entre aquellas protagonizadas por esos personajes de Éric Rohmer que de repente deciden espiar y seguir a algún desconocido en la calle y una imaginaria adaptación de alguna novela —tal vez nunca escrita— de Simenon. La narración aspira a encontrar en esos rastreos una verdad puramente sentimental sobre un puñado de personajes, es decir, una verdad conjetural, efímera e incompleta.

Le sigue a este texto de 1995 uno nuevo, «Nota», que le confiere todo su sentido al conjunto. Mediante la rememoración de la época en que «Cinco» fue escrito y, sobre todo, del repaso de las ideas que para el autor convocaba por aquel entonces la práctica de la escritura, esta «Nota» se convierte en un texto esencial para comprender el quehacer literario de Chejfec. Entre otras muchas cosas, «Nota» relata: las rutinas de trabajo durante el periodo de residencia, la relación del narrador con las personas vinculadas a la institución, su propósito de escribir «antiliteratura», las deambulaciones por una ciudad de astilleros y vinaterías (y el retrato de quienes frecuentan estos lugares), las rutas de autobús por el extrarradio, y un breve romance entre sesiones de lectura de El mar de las Sirtes, de Julien Gracq. Pero, en lo esencial, la «Nota» conforma una oblicua poética literaria de Chejfec, ya que gravita en torno a una época cardinal para su proyecto: «Porque debo decir también que poco a poco he ido considerando la Residencia como la circunstancia en que me plegué a la escritura de una forma nueva —o abandoné la anterior—; el “almácigo” o incubadora de otro tipo de imaginación».

En otras palabras, 5 (el díptico formado por «Cinco» y «Nota») da constancia del momento en que Chejfec se cayó del caballo de camino a su Damasco privado, tanto que en sus páginas llega a afirmar que los libros escritos antes de aquella residencia forman parte de una protohistoria personal. En esa ciudad bretona se consolidó la renombrada incertidumbre referencial que caracteriza los libros de Chejfec, uno de los rasgos que este autor comparte con uno de sus maestros reconocidos, Juan José Saer, a quien ya homenajeó en uno de los cuentos de Modo linterna (2013). Con el autor de El entenado, Glosa o En la zona, Chejfec parece asumir la distinción que Walter Benjamin estableció entre el novelista y el narrador, es decir, entre el sedentario y el viajero: «Yo tomé esa afirmación como una metáfora del novelista que está instalado en una teoría ya consolidada, y el narrador como el que viaja, el que explora y trata de modificar las formas, las posibilidades de su instrumento narrativo» (Saer). En congruencia con esto, desde entonces los libros de Chejfec se han erigido en seductoras tentativas narradoras de acceso a lo real, aunque sus aproximaciones pueden ser tan remiradas y prolijas que, paradójica y felizmente, obran un audaz extrañamiento de todo lo circundante, que queda distorsionado por un hiperrealismo sentimental y desestructurador.

A lo largo de estos años, el proyecto de Chejfec ha ido presentando pequeñísimas variaciones, al punto que, a tenor de su estricta y reconocible poética, pronto el hecho de titular sus libros podría dejar de tener sentido, ya que cada uno de ellos no es más que otra muy reconocible faceta de un núcleo esencial. Los riesgos de semejante escritura son evidentes, entre los que ciertos recelos acerca de lo previsible o pronosticable de su escritura no dejarán de ser esgrimidos por parte de algunos lectores. Sin embargo, estos riesgos son inherentes al sobresaliente desafío que representa la literatura de Chejfec en el contexto de la lengua española. Se trata de instalar entre el mundo y su representación una higiénica incertidumbre mediante la que la narración se galvaniza por mor de todas las tensiones que, de súbito, se anudan en torno a ella, especialmente en los lugares donde suceden: «El autor tenía la idea de que la misión de las novelas era revelar un espacio más que contar una historia», se decía ya entre los apuntes de Teoría del ascensor (2016). Deudora de Handke, Di Benedetto, Gracq, Saer o Sebald, la literatura de Chejfec representa una valiosa tentativa de agotamiento de lo representable, amén de una siempre sugerente propuesta ética. Entre sus muchas virtudes debe reseñarse el delineamiento de una admirable parcela de la sensibilidad contemporánea: la dizque deserción psicológica desde la que Chejfec escribe sus libros constituye una firme y admirable toma de posición a favor de una actitud de repliegue que, frente a lo que dictan la propaganda comercial y política, es mucho más común de lo que se piensa, o al menos debería serlo, así como otra poderosa razón por la que la lectura de este autor resulta prácticamente inexcusable.

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5 de Sergio Chejfec en Cuadernos Hispanoamericanos



Excelente artículo sobre 5, de Sergio Chejfec, por Cristian Crusat, en Cuadernos Hispanoamericanos.

En congruencia con lo anterior, cabe reseñar que ya en varios de los libros de Chejfec, aunque singularmente en Mis dos mundos (2008), se había problematizado la tradición moderna del flâneur y del consabido paseante urbano. Por medio de una demorada y minuciosa escritura, la caminata se convertía entonces en un mecanismo elemental y en un procedimiento literario básico de este autor, en una suerte de tic físico y social que, además de desvelar el esencial desequilibrio entre los mapas y la realidad urbana, motivaba un profundo desnortamiento en el narrador (en el caso de Mis dos mundos, a través de un anodino parque brasileño, justo antes de cumplir los cincuenta años; aunque Buenos Aires, París o Caracas también figuran en el particular atlas del desconcierto de Chejfec). Desamparado a merced de la inanidad de sus excursiones, el narrador quedaba extraviado en la discontinua vida de la ciudad contemporánea, privado de cualquier tipo de revelación o hallazgo y entregado a la deriva de la escritura fragmentaria e inconexa. Inacción, errancia y fractalidad definen el flâneurismo narrativo de Chejfec, quien ha convertido la caminata deambulatoria en su indolente abstracción literaria y su propia escritura, en un «réquiem impasible del paseante urbano clásico» (Graciela Speranza).

En las primeras obras de Chejfec, como Lenta biografía (1990), El aire (1992) o incluso Los planetas (1999), los lugares y espacios establecían una densa relación con la memoria personal y familiar, de manera que el recuerdo (o su imposibilidad) determinaba tanto la configuración del escenario urbano como el delineamiento de la propia identidad del narrador. Poco a poco, tales coordenadas más o menos heredadas y de carácter histórico (el pasado de un padre judío que escapó del Holocausto, la desaparición de un amigo durante la dictadura militar argentina) dieron paso en la trayectoria de Chejfec a relatos quegravitaban sobre un puñado de modestas peripecias vitales, a través de cuya minuciosa narración comenzarán a desprenderse leves indicios, tímidas conjeturas sobre la propia identidad y el sentido que ésta puede encerrar. Radicado en Nueva York, adonde llegó después de vivir durante tres lustros en Caracas, la literatura de Chejfec responde a una actitud vital que él mismo llegó a designar como «deserción psicológica» en Teoría del ascensor (2016): a resultas de su condición extranjera y del medio multilingüístico que habita, Chejfec ha ido creando, como sus reconocibles narradores, una «especie de frontera interior, silenciosa, paradójicamente por proximidad, del mundo cotidiano», es decir, una conciencia hiperselectiva y a menudo paranoide en relación con todo lo que le rodea (y que, en cierta medida, gracias a su extranjería, convoca en el lector el recuerdo de esa galería de exiliados de la literatura de Nabokov: seres espectrales que, desposeídos de todo cuanto un día fue suyo, pierden incluso la certeza de la realidad de su propio yo).

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Y tal vez éste represente el aspecto más cautivador de la literatura de Chejfec: su meticulosísima enunciación de cuanto sucedió o pudo haber sucedido, lo cual le confiere a cuantos libros publica su particular cualidad divagatoria y acechante, como si el fenómeno de la escritura se estableciera como un genuino mecanismo de alerta o precaución. De todas formas, esta cautela que pone en marcha la escritura chez Chejfec nunca se ve satisfecha; más bien sucede todo lo contrario, pues a medida que se profundiza en la descripción de los detalles y vislumbres se multiplican, inevitablemente, las sospechas. Quizá fuera en La experiencia dramática (2012), más aún que en Los incompletos (2004), donde este autor supo conjugar de manera más precisa su puntillista descripción del comportamiento de los personajes y, al mismo tiempo, convertir la narración en una permanente y admirable exploración de contingencias. En general, este breve repaso a la trayectoria de Chejfec debería resultar significativo, ya que 5, el libro que nos ocupa, es el testimonio de un momento decisivo en la escritura de este autor y acaso recrea su más determinante punto de inflexión.

Cumple referir desde el principio que, en puridad, 5, el último título publicado por Sergio Chejfec, constituye un díptico narrativo. Así, en primer lugar, figura un texto que, denominado «Cinco», fue el resultado de un periodo de residencia literaria de la que disfrutó Chejfec en 1995, concretamente en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de la ciudad bretona de Saint-Nazaire. Por este motivo, «Cinco» delinea una sucinta trama provinciana de aire inequívocamente francés, muy próxima a las asordinadas atmósferas de la nouvelle vague: tanto el carácter de sus personajes como el conflicto narrativo responden a la naturaleza portuaria del lugar, que convierte la original «Cinco» en una historia a medio camino entre aquellas protagonizadas por esos personajes de Éric Rohmer que de repente deciden espiar y seguir a algún desconocido en la calle y una imaginaria adaptación de alguna novela —tal vez nunca escrita— de Simenon. La narración aspira a encontrar en esos rastreos una verdad puramente sentimental sobre un puñado de personajes, es decir, una verdad conjetural, efímera e incompleta.

Le sigue a este texto de 1995 uno nuevo, «Nota», que le confiere todo su sentido al conjunto. Mediante la rememoración de la época en que «Cinco» fue escrito y, sobre todo, del repaso de las ideas que para el autor convocaba por aquel entonces la práctica de la escritura, esta «Nota» se convierte en un texto esencial para comprender el quehacer literario de Chejfec. Entre otras muchas cosas, «Nota» relata: las rutinas de trabajo durante el periodo de residencia, la relación del narrador con las personas vinculadas a la institución, su propósito de escribir «antiliteratura», las deambulaciones por una ciudad de astilleros y vinaterías (y el retrato de quienes frecuentan estos lugares), las rutas de autobús por el extrarradio, y un breve romance entre sesiones de lectura de El mar de las Sirtes, de Julien Gracq. Pero, en lo esencial, la «Nota» conforma una oblicua poética literaria de Chejfec, ya que gravita en torno a una época cardinal para su proyecto: «Porque debo decir también que poco a poco he ido considerando la Residencia como la circunstancia en que me plegué a la escritura de una forma nueva —o abandoné la anterior—; el “almácigo” o incubadora de otro tipo de imaginación».

En otras palabras, 5 (el díptico formado por «Cinco» y «Nota») da constancia del momento en que Chejfec se cayó del caballo de camino a su Damasco privado, tanto que en sus páginas llega a afirmar que los libros escritos antes de aquella residencia forman parte de una protohistoria personal. En esa ciudad bretona se consolidó la renombrada incertidumbre referencial que caracteriza los libros de Chejfec, uno de los rasgos que este autor comparte con uno de sus maestros reconocidos, Juan José Saer, a quien ya homenajeó en uno de los cuentos de Modo linterna (2013). Con el autor de El entenado, Glosa o En la zona, Chejfec parece asumir la distinción que Walter Benjamin estableció entre el novelista y el narrador, es decir, entre el sedentario y el viajero: «Yo tomé esa afirmación como una metáfora del novelista que está instalado en una teoría ya consolidada, y el narrador como el que viaja, el que explora y trata de modificar las formas, las posibilidades de su instrumento narrativo» (Saer). En congruencia con esto, desde entonces los libros de Chejfec se han erigido en seductoras tentativas narradoras de acceso a lo real, aunque sus aproximaciones pueden ser tan remiradas y prolijas que, paradójica y felizmente, obran un audaz extrañamiento de todo lo circundante, que queda distorsionado por un hiperrealismo sentimental y desestructurador.

A lo largo de estos años, el proyecto de Chejfec ha ido presentando pequeñísimas variaciones, al punto que, a tenor de su estricta y reconocible poética, pronto el hecho de titular sus libros podría dejar de tener sentido, ya que cada uno de ellos no es más que otra muy reconocible faceta de un núcleo esencial. Los riesgos de semejante escritura son evidentes, entre los que ciertos recelos acerca de lo previsible o pronosticable de su escritura no dejarán de ser esgrimidos por parte de algunos lectores. Sin embargo, estos riesgos son inherentes al sobresaliente desafío que representa la literatura de Chejfec en el contexto de la lengua española. Se trata de instalar entre el mundo y su representación una higiénica incertidumbre mediante la que la narración se galvaniza por mor de todas las tensiones que, de súbito, se anudan en torno a ella, especialmente en los lugares donde suceden: «El autor tenía la idea de que la misión de las novelas era revelar un espacio más que contar una historia», se decía ya entre los apuntes de Teoría del ascensor (2016). Deudora de Handke, Di Benedetto, Gracq, Saer o Sebald, la literatura de Chejfec representa una valiosa tentativa de agotamiento de lo representable, amén de una siempre sugerente propuesta ética. Entre sus muchas virtudes debe reseñarse el delineamiento de una admirable parcela de la sensibilidad contemporánea: la dizque deserción psicológica desde la que Chejfec escribe sus libros constituye una firme y admirable toma de posición a favor de una actitud de repliegue que, frente a lo que dictan la propaganda comercial y política, es mucho más común de lo que se piensa, o al menos debería serlo, así como otra poderosa razón por la que la lectura de este autor resulta prácticamente inexcusable.

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