Sergio Chejfec
«Apuntes para un panfleto»
© A. J. JOJI
Nacido en 1956 en Buenos Aires (Argentina), Sergio Chejfec empezó a publicar en revistas literarias al tiempo que se desempeñaba de librero, taxista u oficinista. Se trataba, en sus propias palabras, de «compatibilizar el “estudio” y la subsistencia». En 1990 se mudó a Caracas, donde formó parte de la redacción de la revista cultural y de ciencias sociales Nueva Sociedad. Radicado en Venezuela, Chejfec fue desplegando desde su país natal una bibliografía que, inaugurada con las novelas Lenta biografía y Moral —ambas aparecidas en 1990—, se compone fundamentalmente de obras narrativas, aunque también incluye la poesía —Tres poemas y una merced (2002), Gallos y huesos (2003)— y el ensayo —El punto vacilante (2005), Sobre Giannuzzi (2010)—. A sus dos primeras novelas de 1990 le sucedieron títulos como El aire (1992), Cinco (1996), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000), Los incompletos (2004), Baroni: un viaje (2007), Mis dos mundos (2008) o La experiencia dramática (2012), así como los cuentos de Modo linterna (2013). Ha recibido prestigiosas becas literarias como las concedidas por la Civitella Ranieri Foundation, la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de Saint-Nazaire o la John Simon Guggenheim Foundation. Desde 2005 vive en Estados Unidos y ejerce la docencia en el programa de Escritura Creativa del Departamento de Español y Portugués de la New York University (NYU), donde es Distinguished Writer in Residence. Sus últimos libros, característicos de la hibridez genérica y la renombrada incertidumbre referencial que singulariza la literatura de este autor, son Últimas noticias de la escritura (2016), El visitante (2017), Teoría del ascensor (2017) y 5 (2019).
En su último libro, 5, que se propulsa narrativamente a partir de Cinco, un texto originalmente publicado en 1996 gracias a una residencia literaria en Francia, se desliza la idea de que sus primeras obras —Lenta biografía, Moral y El aire— componen una especie de protohistoria personal. ¿Podría describir de qué naturaleza era su imaginación literaria durante aquella época?
Supongo que en ese momento estaba captado, probablemente sin advertirlo, por cuestiones amplias. La memoria y la herencia, la constitución de la escritura, el espacio de la ciudad. Me parece que son novelas indagatorias, y además que están asociadas a la adquisición de una lengua de escritura, por lo menos al intento. Son un poco tentativas y enfáticas a la vez; novelas de alguien que comienza. También es verdad que no me abandonó la sensación de comienzo, debe ser porque he tenido con la literatura una relación de ajenidad.
La imaginación literaria ha sido un poco cerrada, o directamente reducida. Sigue siendo así. Me siento ajeno de la idea de peripecia. Aunque muchas veces la disfrute frente a buenos libros, es un terreno un poco vedado para mí, quién sabe por qué. Diría que más que literaria, mi imaginación es narrativa, y aun así es bastante acotada. Es una imaginación más volcada a la idea de relato, en general y casi abstracto. Una enunciación que puede asumir distintas formas. Una imaginación asociada al relato, por lo tanto una imaginación relativa…
Su primera novela, Lenta biografía, suele catalogarse como una novela de la «posmemoria», es decir, esa memoria de segunda generación que, en el caso particular de su libro, aspira a verbalizar el pasado de un padre judío empeñado en no recordar el Holocausto. Y todavía en Los planetas, de 1999, la huida de la persecución nazi se vincula con el terrorismo de Estado en Argentina. Este tipo de coordenadas más o menos heredadas y de carácter histórico se fueron adelgazando posteriormente en sus libros. ¿Cuál fue el detonante que le condujo a explorar la memoria y la identidad por otros medios y estrategias?
No creo que hayan sido completamente heredadas. Al contrario, supongo que esos otros medios y estrategias obedecieron al peso real, emocional y perentorio, de estas cuestiones. Me parece también que la distancia narrativa respecto de la dimensión más testimonial buscaba no rebajarlas como problemas ni como temas, y asignarles una dimensión dramática por otras vías.
En el contexto de la literatura argentina, Ricardo Piglia o Graciela Speranza han subrayado el florecimiento de ciertas poéticas narrativas que, especialmente a raíz del Proceso de Reorganización Nacional, reaccionaban frente a la narrativa del Estado, cuya monolítica voz aspiraba a controlar y centralizar las historias que circulaban en su seno. ¿Proviene de tal circunstancia su elección de ese «tono menor» (Enrique Vila-Matas), conjetural y prolijo, capaz de obrar un llamativo extrañamiento de la realidad circundante?
No creo. Supongo que más bien se relaciona con las lecturas amadas y una forma de mirar en particular. También con una confianza negativa en la literatura o la narración. No tanto como instrumento para describir la realidad como para preguntarse sobre ella.
Desde el principio, el espacio se configuró como uno de los aspectos esenciales y más problemáticos de su literatura. Ya en El aire, el paisaje de Buenos Aires acusaba la ausencia de la mujer del protagonista, revelándose nuevas dimensiones del diseño urbano a causa de ella. En 5, su último libro, las deambulaciones del narrador por Saint-Nazaire, una ciudad francesa de astilleros y vinaterías, continúan vertebrando el discurso. Estos lugares se alzan como agentes provocadores de la narración y se convierten progresivamente en su asunto principal. Pero también parece que, de alguna manera, al transustanciarlos en literatura, se convirtieran en un lejano y sospechoso recuerdo. ¿Hasta qué punto su escritura clausura de forma consciente esos espacios o se distancia sentimentalmente de ellos?
Mi impresión es que la narrativa depende demasiado de la idea de cronología para contar una historia. Nuestra percepción de los hechos es más simultánea que secuencial, aun cuando precisemos de las secuencias para que lo real sea comprensible. Me gusta pensar mis relatos en términos de espacio, más que de progreso temporal. La ilusión es que se liberen de ese modo de las presiones hacia una forma de representación unívoca.
Supongo que para mí el espacio en los relatos es un ardid para evadir el tiempo. El recuento de lo que ocurrió antes y de lo que vino después. Es verdad que no es claro apartarse de eso, pero me gusta pensar en otros ejes para desarrollar un relato. El espacio, en sus distintas configuraciones, podría ser uno de ellos. Porque brinda la posibilidad de suspender el tiempo.
Tal vez sea en Mis dos mundos donde ha problematizado en mayor medida la tradición moderna del flâneur y del paseante urbano. Allí, las excursiones en torno a un parque brasileño no implican ninguna revelación o hallazgo, más bien sumen al narrador en la asfixiante e intermitente vida de la ciudad contemporánea (fundamentalmente de la urbe latinoamericana). ¿Puede relacionarse este hecho con la suburbanización de estos espacios, es decir, con la transformación de una parte del mundo en una sucesión de barrios descoyuntados, slums y bidonvilles?
Puede y no, no lo sé. En cuanto al flâneur, para mí es una figura residual que encarna la decepción. Seguir levantando al paseante como un icono de la modernidad en realidad es un intento de dar oxígeno a una actitud agotada e imposible. Muchas veces se ha convertido en un lugar común que permite el desarrollo de historias llenas de guiños culturales inútiles y de tics previsibles, porque aluden a un paisaje meramente voluntarista.
Unos apuntes incluidos en Teoría del ascensor profundizan en una actitud vital que usted ha designado como «deserción psicológica» y que considero esencial para comprender su literatura. Se trata de esa especie de «frontera interior» respecto del mundo cotidiano que suelen establecer sus narradores y personajes. ¿Es su literatura una consecuencia de la conciencia hiperselectiva, defensiva y a menudo paranoide que suelen desarrollar quienes viven en un país extranjero?
No creo que un personaje deba tener atributos de la literatura del siglo xix, expresados en términos de transparencia social y psicológica. Creo que la deserción psicológica sirve para refutar buena parte de las coordenadas dominantes. En esas deserciones encuentro más posibilidades literarias que en procesos de elocuente identificación con algo en particular.
Modo linterna reúne nueve textos que trasladan su poética al ámbito del cuento literario. Si, por lo general, su literatura tiende a lo deambulatorio y lo divagatorio, ¿qué espacios concretos o qué acechanzas específicas le permite encarar este género?
Son relatos cortos que podrían haber sido extensos. A lo mejor en algunos casos con una extensión más novelística. No los diferencio gran cosa de los relatos extensos. Sencillamente en cierto momento decidí que hasta ahí habían llegado. Me muevo de forma intuitiva, y atendiendo un poco al deseo de seguir o no con eso. Lo que uno busca es más o menos igual en los relatos cortos o extensos. Para mí, se relaciona con la memoria del lector. No me interesa tanto que vaya a recordar una historia como que tenga la sensación de haber asistido a un momento desplegado a lo largo de cierta cantidad de páginas.
En la permanente imbricación entre memoria e identidad que distingue su literatura, resulta llamativo constatar que, pese a que sus libros suelen gravitar sobre estos ejes, no creo que se pueda afirmar que el lector conozca o acceda finalmente a las interioridades de los narradores y personajes, cuya actitud es con frecuencia dubitativa, insegura, elusiva o desconfiada. Son, como el título de uno de sus libros, Los incompletos. El lenguaje, obviamente, representa un problema para ellos. Pero, como dijo Richard Poirier, «el lenguaje es el único modo de sortear los obstáculos del lenguaje». ¿De qué modo el lenguaje les permite (o no) conjeturar su arduo lugar en el mundo?
El tono es importante. Mi idea es la de un tono conversacional, que de este modo se aproxime al soliloquio. Otro elemento acaso sea la actitud hacia la narración, que tiende a ser reflexiva. Mis narradores no se preocupan tanto por lo que ocurre sino por el significado de ello. Es que, en definitiva, tiendo a creer que la narración se trata del despliegue del pensamiento. A lo mejor por eso me siento más identificado con la dimensión ensayística de un relato, que le permite liberarse de los mandatos del sentido en términos de acción o resultados.
La ficción constituye literalmente un problema en Baroni: un viaje a la hora de representar a la singularísima y multidimensional Rafaela Baroni, pero también para describir la amalgama de tradiciones artísticas, creencias religiosas, paisajes y fenómenos paranormales que se entrelazan con la vida de este personaje. Sin duda, ese libro eleva varios interrogantes acerca de la naturaleza de la creación artística. ¿Es esa incertidumbre ante lo descrito, ese indefinido vaivén genérico (ficción, ensayo, relato de viajes, écfrasis) el inevitable corolario de una realidad múltiple y escurridiza, refractaria a toda representación fija o estable?
La pregunta que traté de hacerme en Baroni pasaba por entender de qué modo tan profundo me sentía yo atravesado por un arte que es más elocuente que sofisticado. Ello me llevó a la descripción de cosas relacionadas con el arte de esta artista, con su vida y su paisaje. Fue también una suerte de despedida de Venezuela, país en el que estuve quince años. Tanto el impacto de conocer a Baroni como el hecho de separarme de tan bello y escurridizo territorio me pusieron en el trance de la descripción. Sentía que si «contaba», violentaba. Y que si describía, ponía a mi relato fuera de las luchas explícitas por el significado legible. Aun cuando, claro, el significado siga siendo, espero, un interrogante fuerte en el libro.
Y en relación con la pregunta anterior, ¿cómo se relacionarían las estrategias de representación que ha ido desarrollando con su propósito explícito, durante la época de Cinco, de escribir «antiliteratura»?
La idea de antiliteratura no tiene nada de novedoso ni excepcional. Es algo muy básico, casi inocente. Pasa por contestar, en la medida de lo posible, el peso institucional de lo literario. Traicionar o rebatir un mandato de legibilidad, de intencionalidad, de circulación, de corrección, etcétera.
En medio de esta encrucijada de discursos y géneros, ¿qué otra disciplina artística considera que ha marcado en mayor grado su escritura y su dicción?
Me gusta escribir sobre poetas y artistas plásticos. Acaso porque, en general, ambos tienen una relación con la temporalidad, en sus obras, que yo añoro para la narrativa. La relación es de mayor inmediatez con la percepción, no tanto con el desarrollo.
Finalmente, dado el carácter performativo de su obra (donde se combinan y ensamblan géneros, materiales e incluso imágenes), cada libro que publica parece alzarse al cabo como una faceta, tesela o capítulo de un episódico libro de artista. Es obvio que ponerle un título a semejante obra sería demasiado comprometido. Pero, si aceptamos que esto es así, ¿qué lema o subtítulo (provisional, si quiere) podría rotular este work in progress?
Elegiría el propio título de una cosa que termino ahora: «Apuntes para un panfleto». No está en la naturaleza de mi escritura asumir una voz alta, pero a la vez existe un deseo de operar en términos de disolución. Quisiera que mi literatura fuera más destructiva de lo que es. Por eso apuntaría a un panfleto imposible, porque carece de volumen acústico y debe conformarse con los apuntes.