VALÈNCIA. Si se piensa detenidamente, la historia que sucede entre los primeros recolectores y nuestros modernos supermercados a rebosar de alimentos está sembrada de muertes, de indigestiones y de malos viajes. Ahora resulta bastante evidente que no es recomendable llevarse a la boca frutos verdes de cicuta, prepararse unas Amanitas phalloides a la plancha, aderezar una ensalada con semilla de ricino o merendar un smoothie de adelfa, pero no siempre fue así. Hasta llegar a las precauciones actuales, el método del ensayo y el error ha ido dejando por el camino a un buen número de foodies curiosos. La naturaleza es bastante traicionera en lo referente a los venenos; a pesar de todo eso de los colores amarillos y negros, rojos o verdes que nos enseñaron en la escuela, la verdad es que la mayoría de vegetales letales no solo pasan perfectamente por comestibles, sino que de hecho, a simple vista, pueden resultar muy apetecibles. Dilucidar qué oscuras tendencias de la evolución han llevado a esta circunstancia puede llevarnos a una serie de conclusiones que no siempre resultarán halagüeñas para nuestra especie: ¿son esos colores llamativos y esas formas esponjosas o turgentes un cebo? En caso afirmativo, ¿por qué? ¿Qué podría desear un árbol repleto de neurotoxinas como el cinamomo -muy común en nuestras ciudades- de nuestro cadáver?
Nutrientes. Es una idea. O bien algo más elevado, restablecer un orden, un estado inicial más justo en el que los Homo sapiens no gozábamos de tanto protagonismo en la roca que habitamos todos -de momento-. Por suerte para nosotros, la vegetación con la que convivimos no es capaz de agredirnos como sí lo hacían los trífidos alienígenas de la novela del británico John Wyndham, que allá por mil novecientos cincuenta y uno concedió una victoria simbólica, literaria, al mundo vegetal en su novela El día de los trífidos. Quizás llegue un día en que El incidente de Shyamalan se haga realidad, pero no parece probable. Pero, ¿y si hubiésemos infravalorado históricamente a todas esas especies que a día de hoy empleamos con fines alimenticios u ornamentales, y si la lavanda o el tomillo fuesen simples máscaras tras las que se ocultasen poderes fuera de nuestra comprensión? Algo así nos plantea el bonaerense Diego S. Lombardi en su alucinógena novela La coronación de las plantas, que acaba de publicar el sello Jekyll & Jill, que por cierto, se pone cada día el listón más arriba en lo que a editar de maravilla se refiere. A la historia de Lombardi le acompañan las ilustraciones del chileno Claudio Romo, responsable de un trabajo excepcional que empieza en la sobrecubierta y sigue en el interior del libro.
Que lo dicho anteriormente no condicione la lectura de esta sorprendente novela, que deambula entre lo costumbrista y lo cósmico, que se sumerge en el abismo entre lo uno y lo otro. Precisamente ese lo que sea que pueda ser que pudiera existir al margen de las dualidades tiene un papel fundamental en los hechos que se narran a veces de soslayo, mientras se sugiere que puede estar sucediendo algo más grave, de mayor entidad que lo que se cuenta. Porque lo que se cuenta empieza siendo lo que ahora llamamos una escapada rural; una estancia en pareja en un pequeño pueblo, un amorío en su primera fase vivido por dos vecinos que casi no se conocen pero que se atraen lo suficiente como para tolerarse las rarezas que chisporrotean y prenden a veces entre sexo y sexo, entre conversación y silencio, entre paseo y cumplimiento de las obligaciones que uno se impone incluso de vacaciones, como ensayar con la trompeta, en el caso del protagonista. En ocasiones Lombardi nos quiere hacer creer que todo va a seguir así, que lo inquietante es un pretexto para hablar de lo mundano, del hastío, de los cambios, de los pronósticos funestos elucubrados en los días brillantes en que nada debería quitarnos el sueño.
Pero otras veces reaparece lo extraño, en forma de esas fichas de plantas cabalísticas que nos describen sus misteriosas propiedades de las que antaño hacíamos uso pero que ahora hemos olvidado, así como los rituales que podemos llevar a cabo con ellas; encantamientos arcaicos y modernos, embrujos para adquirir alas en la espalda, para escuchar los pasos del enemigo, para presenciar el origen de la cultura, para ver al hombrecillo de pan. Lo incognoscible irrumpe también en la propia estructura del relato, en sus aliteraciones burbujeantes de pócima en preparación -Uriburu, Guriburi-, en sus caligramas, en sus omisiones explícitas, en sus poemas humorísticos y trágicos, en sus rupturas, en sus saltos de narrador en narrador. Lombardi se regodea en las descripciones musicales y en la música de las palabras que arroja: “El berrinche de semicorcheas, plagado de cromatismos, y aquel tritono que cubría el pasaje de una lobreguez extravagante fueron dibujando un rostro, difuminando una nota para crear un sombreado o dándole vigor al ataque para resaltar los trazos más representativos. La escala magiar tocada con staccato y descendiendo en terceras menores trabajaba más allá de las paredes de la cabaña”.
La prosa de Lombardi actúa sobre el cerebro como un hongo seco que cuesta tragar al principio, pero que garantiza viajes fabulosos una vez se empieza a digerir. La estimulación llega a niveles psicotrópicos, los protagonistas se funden con lo que pasa al otro lado del telón de fondo, el pueblo cae y nos desorientamos, ellos y nosotros, y seguimos leyendo creyendo que ahora llegará la gran revelación, que llegar llega, en forma de bug que recuerda a la Ciclonopedia del iraní Reza Negarestani; aquí y allá asociaciones estridentes, antiintuitivas, poéticas, absurdas, cibernéticas. Llegamos al final con una intoxicación lombardiana galopante, en estado crítico, pidiendo oxígeno, donuts y un refresco. Al borde de dar por concluida la última página, la historia se vuelve caleidoscópica en la memoria reciente -porque este libro es aconsejable leerlo de una sola dosis-, y al cerrarlo, con la mente abotargada, pensamos: ¿qué ha pasado? ¿Qué me ha pasado? Me han echado algo en el libro. Y entonces nos acordamos de los rostros de las plantas maléficas, y nos preguntamos si no habremos sido víctimas capítulo a capítulo de su terrible influjo de seres preternaturales y antiguos.
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