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Saturno de Eduardo Halfon en Mortal y Rosa



Mario Guerrero recomienda Saturno, de Eduardo Halfon, en su blog Mortal y Rosa.

¿Aún no te cantan los pájaros en griego?

Eduardo Halfon, Saturno

Saturno (Jekyll&Jill, 2017), de Eduardo Halfon, es un libro que me pareció extraño desde un primer momento. Apareció ante mí en diferentes redes sociales y blogs literarios, siempre llamándome la atención y reclamando mis ojos ávidos de lectura. No sé cuándo ni por qué, pero terminé cayendo en sus garras. Lo compré y nunca imaginé que fuera tan pequeño y breve, pero me gustó, porque si es bueno y breve, dos veces bueno.

En esta novela, un protagonista un poco desesperado, pero sin prisas por relatar su trastorno vital, narra con cierta lamentación la vida que le ha dado su padre, de insultos, de gritos, de silencios obligados, de miradas feroces… Al principio, el protagonista cuenta cómo el padre le enviaba cartas donde solo escribía su nombre, escrito con rapidez, lo cual no puedo evitar que me cause un escalofrío, por la manera tan sosegada con la que parece contarla el protagonista, casi como si pudiera escuchar su voz ronca, con silencios de por medio.

Dentro de la carta también iba un cheque con dinero, pero al protagonista lo que le importaban eran las palabras que le enviaba su padre, las cuales nunca llegaban, por lo que llegó a la conclusión de que el padre es un nombre. Esa es la conclusión de la novela, en la que el padre del protagonista es considerado por este como un tirano, y a lo largo de esta breve novela le hace recrisaturno2edminaciones, una tras otra, sobre lo que ha sido el padre para él.

Paralelamente a esto, el protagonista también nos va contando los suicidios (no las muertes, los suicidios) de numerosos escritores y escritoras, algunos más detallados que otros. Por ejemplo, cuenta el suicido de Hunter S. Thompson, Sylvia Plath, Alfonsina Storni, Gilles Deleuze, Rainer Maria Rilke, Virginia Woolf, Harold Hart Crane, Emilio Salgari, David Foster Wallace, Ernst Toller (este se suicidó tras, la noche anterior, haber criticado a los suicidas), Antonin Artaud, Primo Levi, Sergey Yesenin, Cesare Pavese, Jack London, Alejandra Pizarnik, Malcolm Lowry, John Kennedy Toole (el genio injustamente tratado), Stefan Zweig, Horacio Quiroga, Klaus Mann, Leopoldo Lugones, Ernest Hemingway o, precisamente, Yukio Mishima (del que hablo en la reseña inmediatamente anterior a esta).

Me ha sorprendido que no hablara sobre el suicidio de Sándor Márai, que, aunque, se suicidó con ochenta y ocho años, al fin y al cabo se pegó un disparo en la cabeza. Cuenta el de Hemingway en apenas dos páginas de una manera que es imposible no sentir un estremecimiento interior. El padre de Hemingway se suicidó de un disparo, y su hijo aprendió de ello e hizo lo mismo. Así que, a partir de este hecho, el protagonista le pregunta a su padre qué le ha enseñado él.

El protagonista le sigue recriminando a su padre que no le prestara atención, y le reclama, más que el dinero, la figura del padre, ese que solo le prestaba atención a los negocios e ignoraba a su hijo. Le pregunta a su padre, más adelante, si siente asco de él por haber sido poeta y por no haber llorado en su funeral. Le hace, en definitiva, muchas preguntas, que concluyen con un final sosegado y tremendo donde el protagonista escucha multitud de voces que le llegan de todas partes, las mismas voces, quizás, que escuchaba Virginia Woolf cuando se suicidó, o las mismas que escuchaba el protagonista de Plegaria por un Papa envenenado, de Evelio Rosero.

“¿Recordó usted [al morir] los desayunos perdidos, todos los gritos e insultos, todos los años de silencio, todo aquello que nunca logramos conocer? […] Usted se marchó sin jamás haber estado”, es una de las recriminaciones textuales que le hace el protagonista a su padre, aunque, “más que un padre, usted era un tirano”, asegura, al igual que afirma que “tristemente, padre, nadie gana las guerras”. Por eso su padre no ha ganado, ni tampoco él ganará pese a las reclamaciones que le hace.

Es inevitable pensar en la imagen goyesca de Saturno devorando a su hijo cuando el protagonista narra aquella vez que Virginia Woolf intentó suicidarse tirándose sin éxito desde el balcón (unos meses después lo lograría hundiéndose en el río Ouse) y en la que, al parecer, la escritora inglesa invita a matar al padre antes de que el padre nos mate a nosotros (la escritora “abandonó el apellido del padre”, que era Stephen, dejándose el de su marido, y sentía una gran admiración por su padre). La misma Woolf fue la que empezó a escuchar, además de voces, a pájaros cantando en griego. Por eso el protagonista, en cierto momento de su desquiciamiento, se pregunta si él también empieza ya a escuchar a los pájaros cantar en griego.

También es inevitable no pensar en la historia mitológica de Zeus, condenando a ser comido por su padre, Cronos, y salvado por aquel pastor y amamantado por aquella oveja en una remota cueva. El protagonista de esta obrita parece haberse librado de ser comido por su padre, aunque ahora es él el que no lo deja vivir en paz, quejándose una y otra vez de su actitud cuando él era un niño.

No me esperaba una obra de este calibre, por eso me gustaría que todos la leyeran, por el contenido tan grandioso que contiene y por las breves trazas de vidas de escritores que se suicidaron. Saturno es el padre hasta que el hijo se convierte en padre, entonces el círculo se cierra, ¿o se abre de nuevo para abarcar nuevos horizontes familiares y que se repita la intrahistoria de un apellido?

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