El escritor Miguel Ángel Órtiz Olivera (La inmensa minoría, Fuera de juego), reseña Menos joven (Jekyll&Jill, 2013) y Magistral (Jekyll&Jill, 2016) en su blog El alumno de Amalfitano:
DANDO MUERTE A LOS ÍDOLOS
El albarán de examen es una de las cosas buenas que tiene trabajar de librero. Buena para el librero, quiero decir, y quizás no tanto para los escritores. Al menos para aquellos que escriben con el objetivo de que sus libros copen las escuálidas listas de ventas. Una venta, ya se sabe, en estos días de mercadotecnia, no es nunca desdeñable. Para los soñadores que todavía escriben sus biblias con la intención de que se lean lo máximo posible y cambien, en la medida de sus posibilidades, el horrendo mundo en el que vivimos, el albarán de examen les parecerá una opción plausible. Consiste en sacar el libro, leerlo con sumo cuidado para no estropearle las tapas —aunque él te estropeé tus interiores— y devolverlo en el mismo pulcro estado en que te lo llevaste de la librería. Así de sencillo puede parecer el acto de leer a simple vista. Otro tema es cómo te devuelva el libro a ti a la librería.
Eso he hecho para leer Menos joven, la primera novela de Rubén Martín Giráldez. En realidad, es lo que vengo haciendo con todos los libros leídos desde hace varios meses. Antes no podía leer uno y no quedármelo. Antes, hay que aclarar, no trabajaba de librero. Ahora, ni los jugosos descuentos de trabajador compensan las abismales diferencias con sueldos anteriores. Supongo que a Rubén Martín poco le importará: su escritura, ya de entrada, habrá echado para atrás a muchos posibles lectores, así que quizás sea uno de los que prefieren el albarán de examen. A saber. En mi defensa añadiré que su segunda novela, Magistral, fue la última adquisición para mi humilde biblioteca particular. Y de no ser porque estoy ahorrando para las vacaciones, Menos joven también se hubiera venido para casa.
«Elimine a uno de esos ídolos que humillaron su inteligencia postadolescente hasta el punto de obligarle a usted a camuflar su domesticación con gratitud fingida». Cómo resistirse, con semejante eslogan, a no escuchar la retransmisión de El peinado de Calígula, el primer espacio radiofónico en el que los adultos se dirigen a los niños como si fuesen adultos. En dicho programa, su verborreico presentador-narrador-locutor invita a los oyentes-lectores a seguir de cerca la triunfal cabalgadura del concursante —en este programa en concreto, el joven Bogdano, que repite participación tras haber estrujado a Anton Webern en un programa anterior— en busca de los que hasta ese día habían sido sus ídolos. Esos que, como sentencia el locutor, «impiden el desarrollo de una verdadera infancia».
Matar al padre se ha convertido en una práctica facilona demasiado extendida. En cambio, los ídolos que marcaron la infancia han terminado convirtiéndose, con el paso de los años, en algo así como complejos. Hay que acabar con ellos para que no se transformen en monstruosas obsesiones. Para terminar, de un plumazo, con la infancia, porque «si hay un proceso que rebele cada día su índole traicionera, es el de reelaboración que hacemos de la infancia». Debemos dejarla atrás en nuestro camino. Como en todo aprendizaje, lo más importante no es el final del viaje sino la profundidad de las huellas. Mientras Bogdano cabalga su propia cabeza por surrealistas paisajes, se cruzará con viejos escritores a los que un día creyó idolatrar, campesinos copófragos, actrices venidas a menos y, sobre todo, con sus secretos más oscuros. Como el de crecer en una casa en la que los libros apenas contaban.
Dejo de lado los comentarios hechos a lápiz por un supuesto lector en los márgenes. Esto de que aparezcan libros pintarrajeados cuando son supuestamente nuevos, suele ocurrir en las librerías. Nunca hay que fiarse: yo los intenté borrar con una goma. No lo intenten, no malgasten su goma en una misión destinada al fracaso; forman parte de la lectura. Hojeándolo, descubrí que había dibujos, párrafos de extraña tipografía y caricaturas de los héroes tras los que, horas más tarde, cabalgaría siguiendo al parlanchín jamelgo de Bogdano. Juegos como los que había visto en Magistral. Pero Menos joven esconddía una sorpresa más, tras la última página: la calcomanía de los ídolos perseguidos por Bogdano.
Para eso sirven las primeras novelas: para matar la infancia. En la segunda, Rubén Martín Giráldez no se conformó con matar a los ídolos literarios para cabalgar raudo hacia un estilo tan particular. La voz de su narrador quiso acabar incluso con la lengua en la que la escribió Magistral.
DANDO MUERTE AL CASTELLANO
Magistral es un libro que habla de sí mismo. Entendámonos: no un libro con boca y manos que él se lamenta de no tener; sino un libro en el que la voz de su narrador —que no la del autor real— habla sobre la acogida que ha tenido la publicación de uno de sus libros titulado Magistral. No hay trama ni personajes ni espacio ni ningún otro andamio narrativo que sujete el texto exceptuando esa voz de hipnotizador de culebras. Además, Magistral contiene una parte de otro libro ya publicado en América pero no traducido al castellano: Notable American Women, de Ben Marcus. Leánlo y me entenderán.
Uno de los temas cruciales es la muerte del castellano. ¿Se puede insuflar vida a un lenguaje que apenas respira? El narrador articula su voz a través de una original mezcla de ese castellano muerto con el refinado y sobrecargado lenguaje del Barroco. Magistral aúlla contra a las «prosas estercolares», clama contra una lengua que necesita frotarse a conciencia las fórmulas narrativas heredadas. No solo pillan cacho los escritores españoles. Hay para todos, incluidos los lectores en potencia: «¿Qué va a hacer un lector español en la última página de un libro, si es algo que no debe de haber visto en su vida?». Aunque, como la misma voz afirma, tampoco espera que Magistral se aúpe a la cabeza de las listas de libros más vendidos: «Libelo breve y ambicioso, un masaje de tortura para doscientas y pico personas». Una de ellas, para alegría del autor, yo mismo.
Bardólatras, farsantes, escritorzuelos, esa crítica «uniforme y adocenada», traductores y pseudolectores «probadores de venenos», todos se llevan su esputo de bilis. Torrencial e impertinente, el narrador —como el de su primera novela— no admite bozales ni correas, se revuelve contra los pilares de la novela convencional y los sacude para derribarlos. Pregona que su novela es la novedad más fresca del panorama literario actual pero, de repente, sucumbe ante su propia frescura: ya hubo antes una de Ben Marcus que hizo lo mismo. El propio narrador, estupefacto, prestará ese libro al lector; un ejemplar, por cierto, sacado de una biblioteca pública e incrustado en el corazón de Magistral.
Ese libro fascina tanto al narrador que le hace pensar que Magistral, quizás, no sea tan magistral como vaticinaba desde el título. Mediante fragmentos de la novela de Ben Marcus, el narrador reflexiona sobre la traducción, trabajo del autor del libro, que no debemos confundir con la voz narradora. «Nuestra palabra ya no es de libelista, que qué es eso y qué vale, sino de traductores, y así nuestra palabra es ley y pirula y todo lo que a ella escapa, aventura, picadillo palare y fabla rucia y bable gramática parda». Ahí también comienzan los juegos con la estructura del texto que ya había incorporado en Menos joven.
¿No es eso la literatura, juego? Unos lo odiarán, otros lo alabarán. La historia de siempre. Unos dirán que no es una novela, otros que sí. ¿No cabe todo en su saco? Yo simplemente lo he leído y he disfrutado, reído y también bostezado con las peroratas de una voz singular. Los libros, si el lector quiere escucharlos, son amigos que te cuentan sus historias.
Un último aviso a los osados probadores de veneno del futuro: Magistral no termina de masticarse cuando se acaba la lectura. Se lleva en la boca durante varios días, como un chicle al que le aguanta el color, que masticas y masticas y sigue supurando sabor. Un chicle que, si te descuidas, acaba fagocitándote como la Gran Boca Norteamericana al castellano.