Joan Flores Constans reseña Magistral, de Rubén Martín Giráldez, en su blog Je dis ce que j’en sens:
«No hay peor idea que dejar la lengua en manos de profesionales.»
Un incontinente, verborreico y maleducado narrador -volveré más tarde sobre esto- inunda las compactas páginas de este artefacto en forma de libro de un discurso a ratos dócil a ratos inasible en el que se lamenta hiperbólicamente del estado de una lengua cuya morfología se ha convertido en un traje con tendencia a quedarse estrecho para un cuerpo semántico que se halla en constante expansión. Hablando más que escribiendo -no sé por qué los monólogos me han parecido siempre eminentemente orales; profundidad de gargantas aparte, teniendo en cuenta que el narrador es un descarado pornógrafo-, sus frases, en plena sinergia física aristotélica, suman más que la suma de las palabras que contienen, y van cayendo, inclementes, en las orejas del lector, insisto, orejas, con la regularidad y la cadencia de los golpes al yunque del herrero, clang, clang, clang, CLANG; clang, clang, clang, CLANG…
«¿Un lector qué es? Lector es quien no escribe lo que lee. Se podría pensar, entonces, que lo opuesto a un lector es un escritor. No. Lo opuesto al lector es el bardólatra. Bardólatra y lector, ambos igualmente despreciables; al final los unos y los otros son secuaces de los unos y los otros.»
Y cuando digo oral no quiero decir solamente ni vocal ni bucal, también me refiero a la musicalidad; la música escrita no suena ni que sea Wagner, la música sorda no se oye ni que sea Cage. Me refiero al ritmo de las palabras, no a aquello de la-rima-y-el-ritmo con que nos cuelan literatura infantil bajo el nombre de poesía, pero también al uso recreativo de las larvarias polisemias y a los ludicoulipianos malabarismos con las alteraciones léxicas, como si tuviera en sus manos la redefinición semántica de una neolengua que, paradójicamente, se cae a pedazos no de puro antigua sino por desaprovechada; rust never sleeps, el orín destruye más y más rápido que la fatiga de los materiales. La simplificación sólo es productiva en matemáticas, y únicamente para no tener que operar con magnitudes inmanejables.
«Cuando una lengua sirve para decir una cosa y la opuesta con idéntica formulación, cuando la expresión ambiciosa no se distingue de la adocenada, se hace imperiosa una reforma.»
La lengua, de la cual el léxico es solamente una manifestación ectoplasmática que acude cuandoledalagana al conjuro con copa y con puro de los realacadémicos, se suele emplear -esa sería, al parecer, su función literaria- para recrear una historia, adaptándose a unos factores que son legión, igual que la pintura figurativa recrea la realidad pelo a pelo del pincel. Pero algunas veces la lengua se recrea a y en sí misma, y en un paroxismo onanista, al-hamadea, llega, avanza, se lanza, finta, acelera y se detiene, salta y bucea, aparece y desaparece quién ve do va para volver a manifestarse después, se deja coger y se escurre; es decir, la lengua -los antiguos lo llamamos estilo- como objeto, el lienzo como fin, el sonido como obra acabada.
«La mediocridad se acerca. Alguien la trae a cuestas. Con ocarinas sonoras y pífanos profanos y con caballos excesivos traen una venganza carca y virulenta.»
El caso es que el narrador… Bueno, ya va siendo hora de dejar de hablar del «narrador» para referirse a la entidad que nos interpela a través de las páginas porque, a diferencia de lo habitual, esta figura acostumbra a tener una identidad -no sólo quién soy yo sino también qué soy yo- que se disuelve en el tipo de Magistral: es el que cuenta, es cierto, el que ametrallea opiniones dum-dum y bombardea veredictos de fragmentación, pero, a semejanza de un innombrable beckettiano, más que un personaje es una Voz; presumida, prepotente y pretenciosa, pero con la volatilidad de aquello que basa su fuerza en su inmaterialidad, en su capacidad para herir sin dejar rastro físico.
«Uno es quien es cuando escribe.»
Hay que volver otra vez -¿revolver?- al símil musical, e insistir en el hecho de que la experiencia oyente no se encuentra en la partitura, el material que precede, persiste y permanece, sino en la ejecución, etérea, inestable, única. Una Voz justiciera que busca argumentos en Thomas Bernhard -ahí está la Voz Reger, sentado delante de Notable American Women con barba blanca de Tintoretto Marcus, renegando de la Kunsthistorischesliteratur- pero los enuncia con educación victoriana -pasada por el tamiz de Monty Python, ahí es nada su equilibrio entre erudición y disparate- irreverentemente explícita. Hablar de ajuste de cuentas sería demasiado piadoso, no se trata tanto de devolver golpe por golpe como de pura aniquilación, sangre, sudor y babas, un furibundo ahoraeslamíatevasaenterar al que no le duelen prendas a la hora de ajusticiar al adversario.
«Hay en la literatura española mil tragabolas por cada tragasables.»
Como era de esperar, pocos actores, nunca mejor dicho, implicados en la cuestión literaria española, si es que existe esta entelequia más allá de una lengua de expresión común, y aún, salen indemnes de la bilis, pues pura bilis es, de La Voz, que se ensaña con particular furia contra los escritores, los autores de La Gran Novela Amable©, y los críticos que, en mesa camarilla, aplauden y corean a los autores del entretenimiento.
En realidad, el material de fondo acaba siendo un solapamiento de algarabías cuando a la charlatanería insustancias de los chamarilleros de La Literatura Amable©,
«No hay vida después de la cortesía, quiero decir con esto; no hay literatura amable [©]»,
charla vacua e improductiva, se le suman las loas y los panegíricos de la crítica oficialista, los corifeos estomagoagradecidos que van tejiendo su red de complicidades, protectora por si en algún salto les falla el pie y acaban precipitándose en caída libre en las inflexibles fauces de La Literatura: autores y críticos entrelazados en un valse circular perpetuum mobile de 3/4 ahoraporti mañanapormí pasadoporambos, comiéndose sus órganos sexuales externos ad maiore patria gloriam y para deleite del conventículo.
Es en ese ruidoso ambiente de sorbetones seminales y orgasmos fingidos donde se manifiesta con chocarrera presencia el poder crítico del silencio: para desenmascarar la apariencia, para evidenciar la vacuidad del discurso, la impostura de los razonamientos, la falsedad de las máscaras: el problema del sexo de pago es que, por más que finjan los intervinientes, todos saben que es una cuestión de dinero.
«Ya se sabe que lo que más debilita a un libro es la lectura. La lectura y la cálida acogida, la admiración incondicional: cuando el odio y la envidia dejan de formar parte de las estridulaciones del panorama patrio, malo: muerto el perro, se acabó el lenguaje. ¿Qué son nuestros libritos? Nada de lo que haya que avergonzarse: productos de ocio, animales inanimados de compañía para la muerte.»
¿Y la literatura? La literatura, bien, gracias, aquí, ya ves, anar fent… Desde que el californiano de la Nueva Era descubrió que su cerebro tenía un componente emocional -sí, sí, lo sé, eso es otra historia, pero dejadme que me recree un poco en lo que los americanos postskinnerianos entienden por psicología-, parece que la literatura ha hecho presa en esa parte del cerebro y, simplificando que es gerundio, se ha dedicado a ser un alburrotador de emociones, cuando lo que debería ser es un procreador de conmoción: que actúe dirrectamente sobre las intrañas del lector y deje en paz el sentimiento; que requiera procesamiento intelectual, no reacciones primarias; cuando se consigue aislar de la obra literaria -¿literaria?- la totalidad de los elementos ornamentales, los que solamente tienen la función de asombrar al lector corriente -es decir, al lector ordinario pero también al lector TDAH que busca una traición en cada capítulo, una intriga en cada página, un asesinato en cada párrafo, una mentira en cada línea, mierda en cada palabra-, debe quedar el esqueleto, más aún, la médula; o, si se prefiere, las heces, ese «fondo del orinal» que La Voz cita, donde se esconde/enmascara/oculta la verdad…seguir leyendo