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Los desechables de Eduardo Halfon en Infobae


Los desechables, texto perteneciente al libro Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon (Jekyll & Jill, 2018), en el diario digital argentino Infobae.

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El escritor Eduardo Halfon, con un grupo de hombres y mujeres en rehabilitación, en la Biblioteca Puente Aranda (Foto: Margarita Mejía)

LOS DESECHABLES, Eduardo Halfon

Les dicen los desechables porque ya no sirven para nada. Yo los conocí mi última tarde en Bogotá, en una localidad industrial llamada Puente Aranda, bajo una llovizna etérea, casi invisible, que ni siquiera mojaba.

Llevaba una semana en Bogotá, contando los días para volver a casa, donde mi hijo estaba a punto de nacer, mientras participaba en eventos de tantas bibliotecas y librerías que ya todas empezaban a parecerse. El mismo público. Los mismos temas. Las mismas preguntas. O más que las mismas preguntas, las mismas respuestas mías. Unas respuestas trilladas, mecánicas, ya depuradas y practicadas hasta saber perfectamente cuál detona una risa, cuál empatía, cuál silencio. Pues un escritor, con los años, va desarrollando el discurso público que sustenta no sólo su obra, sino su razón de ser escritor. Va puliendo su mito fundacional (cómo empezó a escribir, por accidente, para salvarse), los detalles de su rutina un tanto excéntrica (escribir todas las mañanas, en soledad, con el gato a la par del teclado), su falsa modestia (es que, en el fondo, no entiende cómo hace lo que hace), su mejor pose de escritor cínico (mano en el mentón, pierna cruzada, mirada humilde y a la vez segura y profunda, es decir, los ojos cerrados a medias). Y es que no es lo mismo sentarse y tratar de expresar en palabras una idea o una emoción o una historia, que es- tar luego de gira tratando de explicar esas palabras, de darles sentido o al menos alguna semblanza de orden. No es lo mismo escribir que ser escritor.

Íbamos en el carro camino a Puente Aranda. Yo estaba sentado en el asiento de enfrente, a la par de un conductor amable, cincuentón, llamado Fredy (No, Fredy, me corrigió tajante cuando al verlo en el lobby del hotel lo llamé Alfredo), quien durante una hora de tráfico me había ido mostrando y explicando distintos puntos de la ciudad. El cerro de Monserrate. La candelaria. El parque de los novios. La mejor, según él, venta de arepas de huevo. El mejor, según él, club nocturno de Chapinero. Un edificio altísimo, aún en construcción, llamado Bacatá: palabra de la lengua muisca o muysccubun, no me quedó muy claro, y que es, me dijo, el origen del nombre de Bogotá. Me dijo que Puente Aranda era ya una zona principalmente industrial, y que se llamaba así debido a un puente que siglos atrás se había construido en la hacienda del terrateniente Aranda. El puente ya no está, me dijo. Ni tampoco don Juan Aranda. Pero aquí siguen con nosotros él y su puente, me dijo sonriendo. Al menos en nombre.

Se estacionó frente a un edificio comercial de dos niveles, mal pintado color crema, y apagó el motor. Le pregunté si la biblioteca pública quedaba cerca. Es ésa de ahí, me dijo, señalando la puerta de vidrio oscuro de uno de los locales comerciales del edificio. ¿Ese local es la biblioteca pública?, le pregunté, viendo los barrotes de hierro negro detrás del vidrio. Lo acompaño, dijo Fredy, abriendo su puerta. Le dije que no se preocupara, que no hacía falta, que podía entrar solo. En esta zona, dijo, mejor si lo acompaño.

El café estaba fuerte y chocolatoso y la porcelana tibia se sentía bien en mis manos. Más que un café, yo quería un cigarrillo. No me gusta tomar café en las tardes. Pero me dijeron que debía tomarme uno, pues el de ahí era el mejor café de Puente Aranda. ¿Sabroso, no?, me preguntó el encargado del evento de la biblioteca. Se llamaba Andrés. No tendría aún treinta años. Me había salido a saludar a la calle antes de poder entrar yo al local, a decirme que aún teníamos unos minutos para irnos a tomar un café. Le dije que sí, que muy bueno. Es famoso el café de este sitio, dijo Fredy, quien había aceptado acompañarnos. En el centro de la mesa había un clavel falso, un plato con galletas de almendra, otro plato con galletas de jengibre. La constante llovizna era ahora una brisa suave y agradable que entraba por la puerta abierta de la pequeña cafetería. Andrés de pronto alzó ligeramente la mano y la dejó en el aire, como jurando lealtad o como pidiendo la palabra. Quería hablarte antes del evento, Eduardo, me dijo, y yo tomé un trago largo de café, anticipando ya la misma agenda de siempre, las mismas preguntas de siempre. Quería contarte, continuó Andrés, que el público entero de hoy estará compuesto por habitantes de calle. Bajé despacio la taza de café. Son todos del Centro de Autocuidado Óscar Javier Molina para la rehabilitación de drogadictos, dijo. Espero eso no te moleste. ¿Quieres decir que son indigentes?, le pregunté. Así es, dijo, pero aquí se les llama habitantes de calle. O desechables, susurró Fredy tras dar un sorbo de café. Porque ya no sirven para nada.

El humo del diablo, dijo, y a mí se me ocurrió, viendo cómo le colgaban la camisa y el pantalón de lona, que estaba vestido con la ropa de alguien más grande y más gordo, o que tal vez ésa sí era su ropa pero todo él se había convertido en una osamenta de lo que algún día fue. Así le dicen al basuco, dijo. El humo del diablo. Yo tenía quince años cuando alguien del Bronx me lo presentó, dijo, y ahí me quedé. Ya nada más salía del Bronx para pedir limosna o para robar. Casi siempre a la Caracas, pero también a la Carrera Décima, a la 19, a la 13. Luego regresaba al Bronx a vender cualquier cosa en los puestos de la entrada y directo a comprar basuco en una de las taquillas. En la taquilla del Mosco, en la taquilla Nacional, en la taquilla Morado, en la taquilla Manguera, en la taquilla América, en la taquilla Escalera, en la taquilla de Homero, que se llama así por Homero Simpson.

¿Qué cosa podría decirme usted hoy, como escritor, para ayudarme?

Empecé en esto frecuentando el Bronx, dijo un señor ya viejo o que parecía ya viejo, de bigote canoso y des- cuidado. Mientras hablaba desde su silla de plástico, mantenía las manos juntas, palma contra palma, como si estuviera rezando. El Bronx, dijo, para que usted entienda, es una olla en el centro de Bogotá, llena de drogadictos, alcohólicos, vendedores de droga de todo tipo, ladrones, comerciantes de armas, trata de blancas, antisociales de bajo y alto calibre. Todo el Bronx son sólo tres cuadras, pero son las tres cuadras más custodiadas del país. A una cuadra está la Dirección de Reclutamiento del Ejército, a dos cuadras está la Policía Judicial y el comando de la Policía Metropolitana, y siete cuadras al oriente está la sede de la Presidencia de la República. Hasta Dios mismo lo custodia, dijo con una sonrisa. En la parte de atrás, dijo, desde la basílica del Sagrado Corazón de Jesús.

¿Escribir, para usted, es como rezar?

Durante años mi vida tenía una misma finalidad, dijo. Reciclaje, robo, retaque, consumo de basuco, pegante bóxer, marihuana y otras drogas. Ya no me importaba comer ni beber agua. Sólo conseguir droga. Cualquier cosa por conseguir droga.

¿Usted cree que consumir drogas puede ayudar a un escritor?

Yo conocí a Óscar Javier Molina en la olla El Cartucho, dijo, antes de que las autoridades la desmantelaran y así se creara el Bronx, y también antes de que él se reformara y dejara la calle. Aunque en realidad nunca la dejó. Ahí se mantenía siempre, en la calle, en las ollas, ayudando a cualquiera que necesitara ayuda. Honramos a Óscar Javier en el Centro de Autocuidado del cual somos parte, y que ahora lleva su nombre.

¿Y usted a quién honra cuando escribe?

Yo soy de un pueblo llamado Ocaña, dijo. Pero ahora mi casa es donde me coja la noche. A veces en la olla San Bernardino, o en la Quiroga, o en la Cinco Huecos. Pero conocí la droga en la olla Diana Turbay, que es un barrio en el sur de la ciudad, en la localidad Rafael Uribe Uribe. Imagínese usted que hoy una olla de la ciudad tiene el nombre de una periodista famosa, secuestrada y asesinada en los años noventa (su historia, me susurró Andrés, sentado a mi lado, la cuenta Gabriel García Márquez en Noticia de un secuestro). Pues ahí, en Diana Turbay, conocí el basuco. Pero antes, de joven, yo quería ser músico, dijo. Me gustaba el rock, dijo. Igual que a Óscar Javier.

Si usted no tuviera comida, ni dinero, ni casa, ¿seguiría escribiendo?

A mí me salvó Óscar Javier, dijo, su mirada hacia abajo, toda su postura hacia abajo, como derritiéndose entero. Al nomás empezar a hablar, se había quitado la cachucha de béisbol. La sostenía en sus manos. Él mismo me sacó del Bronx, dijo, cuando la cosa ahí dentro se puso muy caliente. Seguía entrando a realizar su labor social, a pesar de las amenazas y de la lluvia de basura que le tiraban desde las ventanas de los edificios. Al pobre le tocaba salir en pura a refugiarse debajo de un puente o de alguna carreta del mercado. Seis años llevaba trabajando ahí dentro. Llegaba con nosotros los ñeros y nos ofrecía un plato de comida caliente, ayudarnos con un servicio de salud, trasladarnos a un hogar. Él conocía bien ese infierno, y sabía por experiencia propia que era posible dejarlo. Hermanito, si yo pude, usted puede, me decía. Véame a mí, hermanito, es posible cambiar. Así me decía. Pero a los jefes del Bronx no les gustaba que Óscar Javier les estuviera quitando a los clientes. Una noche, un par de sicarios entraron a su casa en La Aurora y le metieron tres tiros en la cabeza.

¿Cuál diría usted que es su infierno?

Sayayines, les llaman, dijo. A uno le decían Lalo. Otro era El Negro. Otro era Valderrama, por su tremenda melena. Otro, don Saúl, es el que dicen mandó a matar a Óscar Javier. Un sayayín es como un soldado del Bronx, el que controla todo ahí dentro. La seguridad. La prostitución. El mercado de las armas. Las taquillas. A los jíbaros que venden la droga y a los sicarios que cobran las deudas de los drogadictos. Dicen que si un drogadicto no pagaba su deuda, don Saúl desaparecía el cadáver fumándose los huesos.

¿Cree usted que se puede escribir honestamente de la muerte de un hombre si nunca se ha visto a un hombre morir?

Unas horas antes de que lo mataran, dijo desde el fondo del salón, Óscar Javier me había dado agua de panela. Fue un sábado. Cuentan que esa mañana, mientras Óscar Javier instalaba una carpa de peluquería gratuita para los habitantes del Bronx, se le habían acercado cuatro tipos, le habían tirado huevos y bolsitas con materia fecal y le habían advertido que no regresara más. Óscar Javier se fue a limpiar a un jardín infantil del sector y después regresó al Bronx y nos repartió agua de panela a algunos habitantes. Esa misma noche lo mataron en su casa. Cuarenta años tenía.

El sobreviviente. Así le decíamos algunos de sus amigos, dijo, a Óscar Javier.

Yo quería ser Nadia Comaneci, dijo sonriendo como con pena. Eso me decía a mí misma, para mis adentros, de niña, creciendo en el Muzú, porque me gustaba la gimnasia olímpica y me gustaba la Nadia Comaneci. Pero cuando murió mi mamá me sumí en el trago y la droga y ahí sigo metida. Y es que un drogadicto nunca deja de serlo. Puede reformarse. Puede dejar de consumir droga. Pero siempre será un drogadicto. Yo tengo sesenta años y le pido que no nos olvide. Sólo eso le pido.

Y usted, como escritor, ¿qué consejo le daría a un drogadicto?

Era ya el final de la tarde. Seguía cayendo una suave llovizna. Estábamos todos de pie en la calle, fumando en la semipenumbra, a la espera del autobús que los llevaría de regreso al Centro de Autocuidado. Ellos me invitaron a visitarlos al día siguiente, para ver cómo vivían y trabajaban ahí dentro, y yo les dije que al día siguiente volaría ya de vuelta a casa, donde mi hijo estaba a punto de nacer, pero que haría lo posible por llegar antes de marcharme al aeropuerto. Alguien sugirió que debíamos hacernos una foto de grupo. Lancé mi cigarrillo a la calle y empezamos a formarnos frente a la puerta abarrotada de la biblioteca, algunos hincados en la primera fila, otros de pie en la segunda. Yo estaba en el centro, como rodeado y custodiado por ellos. Uno de los jóvenes se distanció del grupo y dijo que no quería salir en la foto y ninguno de nosotros logró convencerlo (luego me explicaría Andrés que era porque le daba vergüenza la condición de su rostro). Desde lejos, Fredy nada más nos observaba con desdén o quizás impaciencia. Y ya estábamos ubicados y listos para sonreír cuando de pronto todo se hizo silencio. Un silencio desabrido después de tantas palabras, como si las palabras fuesen aire y el mundo un globo flácido y desinflado. Y mientras yo intentaba sonreír en medio de ese silencio, bajo la lluvia casi invisible, sólo podía pensar que cada uno de ellos un día fue hija o hijo de alguien, que cada uno de ellos un día fue el bebé recién nacido de alguien, que cada uno de ellos un día fue arrullado por alguien con todo el amor de un padre o de una madre que sostiene en sus brazos una vida nueva, una vida llena de luz, una vida que apenas empieza.

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