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Paco Inclán en Valencia Plaza

Lidia Caro entrevista a María Bastarós, Kike Parra y Paco Inclán para hablar sobre la reivindicación de los relatos. En Valencia Plaza:

Cuentistas: la reivindicación de los relatos

dadas-las-circunstanciasCuentan que Julio Cortázar afirmó que “La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”. El escritor argentino continuó el símil pugilístico diciendo que “El buen cuentista es un boxeador muy astuto, muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando las resistencias más sólidas del adversario”.

El género de la narrativa más o menos breve, los relatos o cuentos, tiene tanta validez como la novela, sin embargo, se publican muchas más novelas que libros de relatos. ¿Se le da más valor a la novela? ¿Parece que el relato sea una narrativa de principiantes? ¿Son estas preguntas una tontería?

María Bastarós es escritora e historiadora del arte. Ha publicado la novela Historia de España contada a las niñas (Fulgencio Pimentel), el libro de relatos No era a esto a lo que veníamos(Candaya) y los manuales de historia Herstory: una historia ilustrada de las mujeres, y Sexbook: una historia ilustrada de la sexualidad (Lumen).

Sus primeros gestos como cuentista se remontan a los doce años. “A los doce años comencé a asistir a un Club de escritores en mi colegio, una actividad extraescolar que no gozaba de ningún éxito. Creo que en total éramos unos seis participantes. Yo era la más pequeña y la única de mi curso en asistir, así que mi vergüenza era inmensa. Lo llevaba un cura al que recuerdo —contra todo pronóstico— como un personaje nada oscuro. Recuerdo una ocasión concreta en la que nos pidió un relato sobre «el chico o la chica que os gusta» (reitero lo de que el cura no era un tipo oscuro porque este último dato le hace flaco favor a esa afirmación). Mi cuento comenzaba con una adolescente —yo—, que está preparando un bizcocho antes de ponerse a escribir un relato que le da mucho apuro, y continuaba con la posterior quema de dicho bizcocho, el humo en la cocina, las llamas ascendiendo por el techo —evidentemente mi yo de doce años no entendía el funcionamiento de los hornos—, los bomberos y, por supuesto, ni palabra del chico en cuestión. La literatura siempre te ofrece una estrategia para el disimulo, hasta para el disimulo con salero”.

Kike Parra, el autor de Ninguna mujer ha pisado la luna y Me pillas en mal momento(Relee) comenzó su singladura con una historia de aventuras: “Tendría once o doce años y en esa época imitaba a Enid Blyton. Iba de una chica a la que se le escapa el perro mientras dan un paseo por la montaña y lo encuentra dentro de una cueva en la que hay un tesoro y unos malvapaco-inclan_forCropdos que llegan para llevárselo”. Para Parra existe cierta situación novela versus relatos “Pierde el relato y pierden los lectores y las lectoras. Por un lado, hay una opinión generalizada de que es más complicado escribir una novela que un libro de relatos, por otro, aún hay novelistas que miran a los escritores de relatos por encima del hombro y, por último, está la realidad impuesta por la mayoría de editoriales, que apuestan por publicar novelas antes que relatos, incluso aún las hay —de las que llamamos grandes— que ocultan al lector que está ante un libro de relatos. Con este panorama, el hábitat creado es el de que la novela es lo que se tiene que leer, lo demás, como existe menos, se queda fuera”.

No opina así María Bastarós “Nadie pierde. Todo el que lee sabe que hay novelas y cuentos extraordinarios, y también ensayos y fanzines y poemas y cómics y fotonovelas. Uno puede rastrear la belleza en una canción de trap y en las instrucciones de una bolsita de ramen precocinado. Pensar en formatos como criterio de valoración me parece un error. Es cierto que mucha gente da prioridad a la novela sobre el relato, que sienten que con quinientas páginas pesando en las manos invierten su tiempo en algo más importante o trascendente. En mi opinión hay relatos que en veinte páginas te han volado la cabeza con un disparo más certero que el de cualquier novela, y también hay novelas que te cambian la vida, y cuentos que te ofrecen una mirada sobre el mundo tan singular que nunca olvidas determinadas frases, determinados desenlaces. Hay mucha literatura y, por mi parte, muy poco interés en dividirla en nichos”. Tampoco Paco Inclán, el autor de los libros de relatos Tantas mentiras, Incertidumbre y Dadas las circunstancias, publicados por la editorial Jekyll&Jill. “No lo veo en términos de competencia. Ambos géneros tienen suficientes rivales externos para además tener que competir entre ellos. Cualquier género es bueno siempre que lo que se cuente también lo sea”. SEGUIR LEYENDO

La canción de NOF4 en Valencia Plaza



Eduardo Almiñana reseña La canción de NOF4 en Valencia Plaza:

‘La canción de NOF4’, la locura de escribir

Raúl Quinto da forma a la vida incierta de Fernando Oreste Nannetti, quien aquejado de esquizofrenia y mala suerte, acabó confinado y contando su historia en más de setenta metros de muro.

Fernando Oreste Nannetti fue lo que en otros tiempos se definía como un loco, y aquejado de esquizofrenia y de una penosa mala suerte, acabó encerrado en un pabellón penitenciario del manicomio de Volterra tras decirle una palabra más alta que la otra a un agente de la autoridad especialmente rencoroso: allí, en aquel lugar terrible en el que la condición humanalacanciondenof4 era destruida a base de fármacos y terapias propias de una película de horror, Nannetti se convirtió en NOF4, y objeto punzante mediante, habitualmente ayudándose de la punta metálica de la hebilla de su uniforme de preso, escribió su historia —la que él quiso— a lo largo de más de setenta metros de muro poco consistente. Esto lo narra con gran acierto el poeta Raúl Quinto en La canción de NOF4 que publica Jekyll & Jill en una de sus habituales ediciones excelentes, con fantástica ilustración de cubierta de Alejandra Acosta, e incluso una fotografía desplegable de la obra de Nannetti en el muro que lo encerraba y le daba alas, unas alas que no deberíamos romantizar, pero que le permitieron sobrevivir, en palabras certeras del autor, en el desierto de lo hiperreal.  SEGUIR LEYENDO

Rafa Cervera recomienda Dadas las circunstancias de Paco Inclán



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Rafa Cervera recomienda Dadas las circunstancias, de Paco Inclán, en CulturPlaza, de Valencia Plaza.

«Acabo el último libro de Paco Inclán, Dadas las circunstancias. Adoro lo que escribe Paco. Me parece tan único, tan dueño de su propia visión que no puedo dejar de admirarlo. De hecho, mientras corrijo este texto, me doy cuenta de que yo bien podría ser el personaje de uno de sus relatos, que hablan de extravagantes que viven felizmente refugiados en sus cráneos, quizá trastornados por un mundo que siempre será más extravagante que ellos.»

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Distraídos venceremos de Andrea Valdés en Valencia Plaza


Eduardo Almiñana reseña Distraídos venceremos. Usos y derivas en la escritura autobiográfica, de Andrea Valdés, en CulturPlaza de ValenciaPlaza:

En las fronteras de lo autobiográfico con Distraídos venceremos de Andrea Valdés

Foto: Xuan Álvarez

 

La librera y escritora recopila un menú de referentes de la escritura autobiográfica que con algunas licencias, trasciende el yo literario habitual en esta era dorada de la autoficción

No hay manera de escribir sobre uno mismo sin mentir, sobre todo porque decir la verdad implica un grado de autoconocimiento que nadie puede ni quiere alcanzar. Dentro de esos márgenes, uno puede desconocer la realidad, omitirla, ocultarla, apostar por la autoficción e incluso por la autofricción, un género signo de los tiempos muy practicado por escritores y periodistas: en el caso de estos últimos la tendencia vino para desmantelar todo aquello de la supuesta objetividad que solo era una forma equivocada de referirse a la honestidad que se le presupone a un profesional de la información y también la distancia respecto al contenido; por supuesto el periodista siempre ha sido un filtro y por tanto ha existido contacto con los acontecimientos, digestión y narrativa, pero es que ahora el reportero-personaje es la noticia y sus tribulaciones e impresiones los hechos de interés público, el quid del relato, lo que importa y hay que conocer. Las redes sociales jalean las pasiones del especialista en autofricción, que necesita que le ocurran todo tipo de disparates y participar en situaciones cuanto más inverosímiles mejor, hasta tal punto que llega a parecerse a esa Jessica Fletcher de Se ha escrito un crimen peor que una peste, que allá a donde llegaba siempre acababa alguien fiambre. No es sencillo ser protagonista de momentos divertidos, duros o que inviten a la reflexión una vez por semana. Llega la fecha de entrega, y algo hay que hacer. Ni Hearst habría soñado tanta fantasía.

Lo autobiográfico es el alimento de la bestia social de la que somos células, esa Bestia Colmena del libro homónimo del asturiano Pablo Und Destruktion: minuto a minuto los servidores echan chispas con todo lo que tenemos que decir sobre nosotros mismos. Las charlas TEDx y los pechakuchas acumulan ingentes cantidades de visionados gracias a testimonios que hablan de gente que nunca habría imaginado que estaría aquí, o que ahora está aquí gracias a un terrible fracaso, gente experta en fraccionar el discurso con apelaciones a la audiencia y pausas dramáticas teatrales que duran un poco más de la cuenta, un par de segundos más de lo necesario. Ay si apareciese por allí algún verificador de la International Fact-Checking Network. Los colmillos se le estirarían hasta la cintura. Con este día a día sería fácil pensar que lo más relevante en materia de contar el uno mismo lo encontraremos en una conversación digital o en un perfil, por suerte Jekyll & Jill viene a refutarnos esta intuición con el nuevo título de la colección Fontanela, Distraídos venceremos. Usos y derivas en la escritura autobiográfica, de la librera y escritora Andrea Valdés, una antología de lecturas y visitas literarias a aquellos que exploraron las caras más abruptas o inesperadas de la poliédrica autobiografía, a veces por la forma en que lo hicieron a veces por el instante del que parten sus relatos, justo ahí donde todo el mundo preferiría encapuchar el bolígrafo o bajar la tapa del portátil. Comienza Valdés autobiográfica también y pronto se adentra en las vidas de los demás, recorriendo injertos dermatológicos y filiales, la biografía aventurera de Lucio V. Mansilla, los treinta y siete prólogos de Héctor Libertella, el encierro de Rosa Chacel. Episodios de la existencia ajena que se van conectando según el designio de la autora: hay un eje común, sí, aunque se nos olvida bastante rápido mientras dejamos que se nos descubran esas historias de otros que no conocemos, algunas nos dejan fríos, otras a temperatura ambiente, otras nos hacen apuntar referencias en notas o en un correo que nos automandamos para que no se nos olvide que hemos sabido de algo que es bueno, en este caso bueno e inusual pero no atronador: la colección de vidas de Distraídos venceremos carece de esa histeria de la comunicación cultural que asegura que cualquier cosa es una gran revelación. La suya es una selección de vivencias que tocan sin estridencias: no se busca el clickbait, el anzuelo, solo dejar constancia de lo que ha sido en alguna parte, en algún lugar.distraídos

Por cierto: el marcapáginas que se inserta en el segundo título de la colección Fontanela sirve de manifiesto; en su primera acepción fontanela es cada uno de los espacios membranosos que hay en el cráneo del recién nacido antes de la osificación completa, pero después la definición sigue, y fontanela es, en la época de la perversión del término librepensador a manos de los defensores (a veces involuntarios) del pensamiento único, una interpelación a esos “lectores dispuestos a hacerse una biblioteca que no confunda las nociones de dúctil y dócil”. En el catálogo perfecto de los nuevos cuadernos de Anagrama hay un título que sirve de apoyo intelectual a esta colección: una lectura de Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta de Lucía Lijtmaer basta para conocer la cuestión en su acepción más profunda: el corrector se esmera en hablar de escritura pero sugiere escrotura, hoy en día defender una causa legítima es motivo de mofa y una agresión al débil pasa por defensa de la libertad de expresión, son tiempos oscuros, la extrema derecha maneja los códigos con entrenamiento imperial y su mensaje cala en las víctimas, dice Lijtmaer: “como en el caso del Fiero Analista contra el Ofendidito, la táctica es la misma: el políticamente incorrecto es percibido como un outsider, un rebelde alejado de la política tradicional. Se lo concibe como un político no profesional, fuera del discurso dominante, y se le atribuye una capacidad de conectar con los hombres blancos de las clases populares precisamente por esa característica […] el analista tiene siempre los medios de comunicación a su alcance para decir lo que le venga en gana; no así el ofendidito, que debe acudir a las redes o a la legalidad que lo ampara”. Cada cual que extraiga sus propias conclusiones, y en esas, que no se extinga la voluntad de emplear el cráneo para algo más que sujetar unas gafas, o rematar de cabeza.

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Eduardo Almiñana reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición…



Eduardo Almiñana reseña Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez en Valencia Plaza:

Por qué la literatura experimental amenaza a Jonathan Franzen pero no a Martín Giráldez

La editorial Jekyll & Jill estrena su colección fontanela con un primer libro que es toda una declaración de intenciones, un zarandeo cogiendo de las solapas al lector que cree que siempre tiene la razón

VALÈNCIA. A la literatura la acompañamos en su lento y pesado caminar un microbioma de adláteres necesitados de carnaza que procesar, un enjambre zumbante en el que las categorías se transponen y hoy eres esto y mañana aquello y hoy el asunto clave es uno durante todo lo que dé de sí un hilo de Twitter, que es mucho más rápido y directo que una correspondencia de réplicas y contrarréplicas en revistas especializadas o en artículos de opinión. La literatura avanza, se para, espanta a algunos con el rabo; a veces da un par de pasos eléctricos seguidos en la buena dirección hasta que se vuelve a detener, pero el enjambre, el enjambre no deja nunca de agitar frenéticamente sus alas. Si uno se fija bien, es el propio enjambre el que da forma e insufla movimiento a la literatura, la literatura es el enjambre o mejor dicho, lo útil del mismo con entidad propia. Este fenómeno de simultaneidad permite que un ejemplar vibrante de la nube aporte jalea real a la literatura y excrete desperdicios inútiles a su alrededor. Así, alguien puede contribuir a la buena salud de las librerías con una historia magnífica, al mismo tiempo que invierte mucha energía en generar clasificaciones estériles y supuestas dualidades que en verdad solo existen en la soledad de sus días de leer la página ajena y apretar los puñitos preso de una irresistible y repentina inseguridad.

Le pasa a todo el mundo. Nadie es tan egocéntrico como para no darse cuenta de que por muy bien que lo haga, siempre habrá alguien haciéndolo también muy bien muy cerca; uno puede encajar esto con alegría, celebrando la literatura, o bien frunciendo el ceño y sacando brillo al aguijón. Para esto de asustarse y enfadarse, la fama o el éxito no sirven como profilácticos: al parecer, a Jonathan Franzen su trono no le acaricia el lomo lo suficiente como para no sentir miedo de las hordas de desarrapados experimentalistas que conspiran a los pies del zigurat. A Franzen, los experimentos literarios le dan miedo: ¿qué es todo eso de no escribir como él? Franzen no lo entiende, y poseído por una furia canónica incontenible, arroja sus voluminosos libros sobre los insectos allá abajo, pero por más ejemplares de sus ediciones interminables que lanza y por más insectos que aplasta, los experimentos continúan. ¿Por qué? ¿Por qué no pueden simplemente respetar las estructuras que siempre nos han ido bien?, solloza Franzen. Que me quede como estoy, se dice. Toda la vida se ha hecho así, una palabra detrás de la otra, introducción, nudo y desenlace, personajes con conflictos internos muy humanos, secretos inconfesables, rencillas familiares que subyacen a la normalidad, aspiraciones que se truncan, deseos turbios, episodios claros. Una novela como dios manda, vaya.

Ah pero amigo, a los sucios experimentalistos, la kryptonita de los realistas, no hay forma de meterlos en vereda, y se atreven incluso a publicar artículos y libros enriqueciendo esos artículos, como este Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen y la vida tal y como la conocemos, de Ben Marcus, con unos pinitos en pedantería a cargo de Rubén Martín Giráldez que no solo tiene un título que revienta cualquier posibilidad de concisión en las redes sociales, sino que además se ha envuelto en unas cubiertas que recuerdan a las santas colecciones de antaño, de los viejos tiempos, pero oportunamente pervertidas por la mente enferma de algún editor –Víctor Gomollón, de Jekyll&Jill– capaz de arriesgarse a vender algo así. De locos. Realistas contra experimentales, Marvel o DC, Nintendo o Sega, Xbox One o PS4: el que no se deja la piel en un debate que no existe es porque no quiere. Marcus, que participa en dos terceras partes del libro, le da un buen repaso a Franzen. Calidad y fama no van de la mano tampoco ahora en era de followers. Franzen, a tus zapatos: que tú no comprendas a un autor o que no te guste no significa que haya que apilar todos sus libros en la plaza del pueblo de la crítica y prenderles fuego con un espumarajo rabioso.

Con todo y con eso, Franzen es solo una excusa en este primer ejemplar de la colección fontanela, porque PQLLEACDLEAJFYLVTYCLC va más allá de la respuesta de Ben Marcus, va incluso más allá de las gloriosas aportaciones de Martín Giráldez a la cuestión, de su pirotecnia verbal, más allá todavía del punto donde deja al lector la broma final de Marcus, que regresa antes de dar por concluido el libro. PQLLEACDLEAJFYLVTYCLC es un manifiesto político, uno con el que abofetear al lector no solo en sentido figurado. El lector [golpe] no siempre [golpe] tiene [golpe] la razón [golpe final más sonoro]. La lectura no tiene por qué ser un pasatiempo ligero, la lectura merece ser difícil de digerir. Leer no siempre es divertido. “Leer mucho” no te hace un buen lector. Leer muchas páginas no es sinónimo de leer bien. No pidas que la literatura baje de nivel: aprende. La función de la literatura no es entretenerte, y mucho menos entretenerte solo a ti. Las fórmulas de los grandes almacenes que se queden en los grandes almacenes. La profusión de libros no literarios y el mimo interesado de las editoriales a sus clientes -que no a los lectores- ha creado la falsa sensación de que airear un libro de tapa dura unos minutos cada noche o durante un par de semanas en verano te convierte en una autoridad en la materia con derecho a exigir. El lector [preparado] es, como dice Giráldez, una especie moribunda.

El móvil cargando en la mesita de noche -a punto para perder el tiempo fisgoneando stories o algunas páginas de memes antes de dormir- ha asestado un duro golpe al hábito de leer: el golpe ha sido tan fuerte que hasta ha resucitado algo tan improbable como los audiolibros. ¿Escuchar literatura será la solución? ¿Podrán competir los audiolibros con las series? Seguramente no. Pero es que ni la lectura tiene que pelearse con el visionado de series ni hay que ponerle parches al hábito: la literatura es lo que es, y como afirma Giráldez, “no puedo imaginarme qué clase de persona no estaría a favor de tener la lengua más alta que el culo”.

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Fábula de Isidoro de Julio Fuerte Tarín

Fábula de Isidoro de Julio Fuertes Tarín en Cultur Plaza

Eduardo Almiñana reseña Fábula de Isidoro, de Julio Fuertes Tarín, en CulturPlaza (Valencia Plaza):

Que alguien le dé un premio a ‘Fábula de Isidoro’ de Julio Fuertes Tarín

Cosa bárbara esta historia que vulnera las leyes literarias de la continuidad y la coherencia con la intención de contar una historia donde lo básico y lo complejo caminan de la mano hacia el fin del mundo

11/06/2018 – VALÈNCIA. Por qué esta la historia del niño Wynston de Chile, de Colombia, de Perú, no había aparecido antes por aquí es todo un misterio, o no: hay libros que caen en las grietas que se abren entre un libro y el siguiente, entre un libro empezado y una obligación, entre dos obligaciones, entre acabar unas páginas para un artículo y un fin de semana de merecido asueto mental acompañado de la destrucción de un número razonable de neuronas y sinapsis -no hay problema hasta cierto punto gracias a esa capacidad del cerebro para restablecer vías a la que llaman plasticidad-, entre que llega el sobre, lo abres y llega otro y otro más. La cuestión es que el niño Wynston, el niño aficionado Wynston, trasunto del Oliver japonés que corría con el balón en los pies por las calles animadas de la ciudad de Nankatsu en la prefectura de Shizuoka, el niño Wynston que por encima de todo quiere conocer el resultado de un penalti a lo panenka tirado por Messi el “fenomenal pillastre” Messi para Julio Fuertes Tarín, pechofrío para muchos frustrados espectadores albicelestes de eventos mundiales pasados, ha demostrado tener una capacidad especial para aguardar el momento apropiado en el que dejarse caer de la estantería directamente hasta unos ojos y de ahí convertido en interpretación muy subjetiva hasta la pantalla en la que ahora se manifiesta.

Pero las cosas pasan como pasan, y no de cualquier otra manera. El caso es que Fábula de Isidoro, del autor al que hemos mencionado en negrita unas líneas atrás, ha caído por aquí ahora, y no hace dos años, cuando la editorial Jekyll&Jill la publicó. Mejor o peor, más oportuno o menos, tanto da, porque la historia, como suele ocurrir con las historias que se imprimen, se ha mantenido fiel a los hechos que contaba en dos mil dieciséis, de tal manera que podemos disfrutarla por primera vez ahora, o por segunda o incluso más si se quiere sin perjuicio alguno; puede que hasta haya mejorado con los años la historia del niño Wynston y el diablo Isidoro, Isidoro “el de colérico temperamento”, Isidoro “el de las manos largas”, Isidoro “el de la pupila conjetural y avisada”, que así se refiere a él Fuertes el de todas las letras, Fuertes maestro de ditirambos, Fuertes apelativus rex. La fábula del autor de Cheste es cosa mayor, o como diría el presidente extinto, dicho de otro modo: no es cosa menor. En ella lo que sucede tiene valor, pero mucho más valor tiene cómo se nos cuenta lo que sucede. Fuertes muestra rápido casi todas las cartas: enseguida sabemos que nos dirigimos hacia un Día de los Hechos de tintes apocalípticos, no en vano todo arranca con un presidente, precisamente, que martirio y redención pirolítica mediante, despeja el camino a un viaje iniciático del pequeño Wynston, cuyo descenso a los infiernos desemboca en los vomitorios del Bernabéu.

El humor es una de las claves de esta fábula que solo alecciona en materia de cómo escribir bien: el humor marca el camino y decide el destino del comando deadpooliano que se cisca en los protocolos literarios episodio sí episodio también: “¡La continuidad y la coherencia son dioses menores y no hay que presentarles la mínima ofrenda!”, exclama Isidoro tras aparecer como si nada tras haber sido cosido a balazos sobre una embarcación que ya la querría Caronte para sus paseos aquerontianos o estigios en barca y haber caído al río Guadalquivir. Isidoro es una fuente constante de sabiduría. Dice Isidoro: “Ahora calla. Debemos bajar a los jardines y llamar a Gazel, el moro, que nos ofrecerá generosamente una divisa especial con la que pagaremos al Alférez. ¿Y sabes por qué lo hará, joven Wynston? -el niño calla-. Lo hará porque me debe favores, porque fue tentado como tú y obró con la misma sensatez que tú. Nuestras almas son un valor de cambio y sobre este mercadeo fundamos una fecunda sociedad: así se impulsa el progreso del hombre a velocidades apabullantes”. En verdad es demoníaco Isidoro en el sentido de que su conocimiento profundo de la naturaleza humana solo puede proceder del rey de los engaños, a veces, la más honesta de todas las voces.

Hablando de voces: qué gran acierto de Fuertes el introducir múltiples perspectivas sobre los mismos hechos, de este truco se sirve con gran talento para decir todo lo que le apetece y mucho más en pocas páginas -ojo, las justas, las necesarias, una más o una menos desequilibrarían la solución-. En una cita al inicio el libro, en la voz cursiva de Manolo, en una nota al pie, en un epílogo, en un apéndice teatral: cosa bárbara. Aquí no hay distancia que valga: el libro es Julio Fuertes Tarín a coro, aunque una obra coral, que se dice mucho ahora, no es. En Fábula de Isidoro habla sobre todo Isidoro: el resto de su caravana de malditos escucha, aprende, y con suerte, dice algo, más o menos coherente -pero ya hemos visto que la coherencia es un duende molesto y doméstico del que más vale librarse a veces en aras de un proyecto de interés. Llamar “observación” a la fórmula Alá es grande es de interés. Recurrir dos o tres veces al adjetivo “fenomenal” es de interés -si la memoria no falla también recurría a fenomenal el autor Mr. Perfumme en más de una ocasión en sus historias-, acudir a la muerte del genial astrónomo danés Tycho Brahe por culpa de una uremia provocada por un exceso de etiqueta como ruego para recibir permiso para ir al baño en clase es de interés, “una especie de gemido con la letra ‘u’, gemido grave, adulto y sindical, como de hincha del Atlético de Madrid” es de interés, decir que el sueño de alguien es “llegar a ser un futbolista de los que parecen algo inteligentes, es decir uno de esos jugadores de fútbol profesional que poseen uno o más títulos universitarios, que no destacan excesivamente en el campo pero compensan su falta de brillo genial con una sorprendente soltura en las ruedas de prensa, rara avis: el centrocampista defensivo con estudios superiores” es de interés.

Todo es de interés en el libro de Julio Fuertes Tarín, sin lugar a dudas lo son la edición y sus sorpresas artesanales, las ilustraciones de Irina Vólkova para Fábula de Isidoro resumida para niños que se encuentra al final de los últimos apéndices que van desadaptándonos paso a paso de la lectura como se desengancha un morfinómano de su adicción. Por eso, y por todo lo que las enmiendas a la santa continuidad nos permiten no decir, que alguien le dé un premio a este libro para que no pueda volver a esconderse nunca más.

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Versus de Karlos Linazasoro en CulturPlaza

Eduardo Almiñana dedica una excelente reseña a Versus, estampas de un náufrago, de Karlos Linazasoro. En CulturPlaza de Valencia Plaza:

LIBROS FACTOR CINCUENTA #5

El ruido ‘Versus’ las estampas de un náufrago de Karlos Linazasoro

El autor tolosano dibuja un paisaje insular a través de noventa y nueve estampas en el que el naufragio se hace persona y más que sobrevivir, practica cada día para cabalgar la nada 

30/07/2018 – VALÈNCIA. Los libros son islas, las lecturas, archipiélagos. Pero las islas, por mucho que se empeñe el verbo aislar, solo están desconectadas en la superficie, y ni siquiera. Las islas son una pieza más del engranaje terrestre-marino, lugares donde pasa todo, depende de para quién. Entre islas hay corrientes que mueven masas de agua y todo lo que ella contiene como larguísimas autopistas acuáticas: en la corriente de Humboldt viven pacíficos los calamares gigantes, Dosidicus gigas, jibia o potón, gigantes pero no tanto como sus primos de allende las profundidades; la corriente Circumpolar Antártica da vueltas en torno al continente que le da nombre y sentido poniendo en contacto partículas del Paso de Drake, las Malvinas, las islas Kerguelen -las Islas de la Desolación- y Nueva Zelanda. Con las islas pasa como con las islas heladas que son los icebergs: tendemos a creer en la parte por el todo, cuando el todo es de hecho poderoso, relevante, aunque oculto a primera vista para todos los descendientes de las primeras criaturas que se aventuraron a secarse al sol. Que el terracentrismo no nos impida ver el bosque de algas kelp.

Quizás la isla, si carece de valor para la explotación turística, todavía pueda ser emblema de la soledad: todavía quedan islas solo frecuentadas por albatros, cormoranes, petreles, leones marinos, focas y pingüinos. Las menos, sin duda, pero existir, existen. Islas en las que no querríamos retirarnos pero a veces sí perdernos y que funcionan de maravilla como acicate para la fantasía. ¿Qué nadas esconden? ¿Qué silencios proponen? ¿A qué velocidad pasan las horas en ellas? Si fuesen barridas por un tsunami, ¿pasaría la ola de costa a costa como un terrible y acuoso orgasmo purificador? ¿Afecta a sus habitantes nuestro ruido, el ruido interminable, físico, matérico, el ruido que arrasa con todo como una niveladora y que se ha convertido en nuestro más característico producto cultural? El ruido de la contaminación, de la quema de las posibilidades, de la destrucción hooligan de todo lo que es bello, de la estrechez de miras, del cortoplacismo ingenuo, del hablar en el cine. El ruido del trabajo, de la política, de la alimentación, de la televisión, de la opinión, de la ofensa, de la incomprensión, de la velocidad, de los sueldos, de las cuotas de autónomos, del miedo, de la competición, del optimismo maníaco, de los plazos, de la ignorancia, de la masificación, del aburrimiento, de la sensación abrumadora de ser una roca incandescente más en el flujo piroclástico que es el presente a medida que llega y es.

En la isla que propone Karlos Linazasoro (Tolosa, 1962) en Versus. Estampas de un náufrago (Jekyll & Jill, 2018), se puede ser nada y ser todo: diez metros de largo y cinco de ancho y una palmera de cuatro metros y treinta y cinco centímetros que no da frutos coronando el promontorio central, que si uno se la imagina no tarda en redondear la escena con un sol y unas olas de esas que dibujábamos cuando niños: soles y olas básicas, todo lo contrario a la soledad que dibuja Linazasoro para los ojos de Versus, el náufrago, que vive en una isla-náufrago o mejor, apunta el autor, en una isla-naufragio. En su isla, Versus recuerda, pero también se masturba con una disciplina marcial, come lo que llega, sea un pez volador que aterriza en su garganta o un ave que se ha esmerado en querer, mutila a una muñeca hinchable y arroja sus cuartos al océano como el villano celestial de una narración mitológica, piensa en la muerte y se cura un varicocele en un testículo, se plantea qué sentido tiene vivir de esa manera y descubre que ha olvidado el día adicional de los años bisiestos, regala monedas al mar, anhela un ascensor o un arca, distribuye el cansancio en siestas, trata de imaginar cuántas palabras nuevas habrán sido creadas desde que vive en el exilio, cubre la isla con periódicos, la amuebla con los pedidos que le entrega la marea, decide escribir una novela a su regreso, y como todo náufrago, escruta el horizonte en busca de una señal que permita el rescate, aunque para él el rescate sea ya más cosa del pasado que del futuro.

Porque Versus es ya parte de la isla, un fantasma, un enfermo terminal mirando desde la ventana. Versus desea la muerte pero es que igual ya no le hace falta: la isla es una fiesta, en cierto sentido. Una fiesta espectral. Si uno presta atención a las palabras de Linazasoro, en la isla no falta de nada, la isla nebulosa y palpitante del relato es San Borondón, una isla aspiracional, un tesoro enterrado por unos piratas sinápticos en la mente. El Sol sale por la espalda de Versus, se nos dice, y se pone por el lado del rostro. ¿Es Versus la propia isla? ¿Es Versus un dios olvidado de los naufragios? Versus no podría adivinarlo porque en su isla no hay espejos. En la isla de Versus solo hay tiempo, un tiempo viscoso por el que se arrastra la vida, cae por él como por un tobogán pero nunca llega a ninguna parte. Las estampas que exhiben la vida de Versus el personaje, Versus el náufrago, Versus la metáfora, suman noventa y nueve. Antes de llegar al siglo se detienen para dejarnos en la orilla y dejar a su protagonista contando aletas de tiburón entre las crestas espumosas del oleaje perpetuo. No es difícil generar tras los ojos el paisaje: la isla prototípica donde habitaban los integrantes de Tricicle y tantos otros perdidos de viñeta. Esa isla que permanece inmóvil en el tiempo aun a riesgo de quedarse atrás.

El océano y el verano maridan a la perfección con este libro que cuenta con las portadas más bellas y relajantes de lo que va de año: Versus insta a ser leído, pero también a ser tocado, portado, expuesto, admirado. Es un libro factor cincuenta con todas las de la ley, una sombrilla de papel para desviar los rayos cancerígenos de la normalidad sofocante de una estación que es fértil para el balconing pero también para la nostalgia productiva.

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Eduard Aguilar entrevista a Eduardo Halfon en Alicante Plaza

Eduard Aguilar entrevista a Eduardo Halfon con motivo de la publicación de Biblioteca bizarra (Jekyll & Jill, 2018) y lo somete a un interrogatorio que gustará mucho a los bibliotecabizarradictos. En Alicante Plaza y Valencia Plaza:

SED BUEN@S Y LEED A LA SOMBRA: DIÁLOGOS ESTIVALES

Eduardo Halfon: «Nada les gustaría más a mis editores que una novela larga»

29/07/2018 – ALICANTE. Leer, leer, leer, escribir, leer, escribir, escribir, verbos que se conjugan con vicio, con el convencimiento de una trascendencia que no siempre ratifica la realidad editoEstebanCh_NoticiaAmpliadarial. En el caso de Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), el camino desde el aprendizaje de la escritura de un ingeniero, por el mecanismo inmersivo de la lectura, ha dado como resultado una sólida carrera hacia el canon, hacia un canon, pero no ciertamente hacia la canonización. Halfon es huidizo a su pesar, migrante obligado por fuerzas tan grandes como la violencia. Transita como un flâneur literario por los entresijos de su memoria familiar y afectiva, picotea aquí y allá y vampiriza su legado cultural para construir una de las más sólidas trayectorias literarias de la actualidad.

Escribía Alberto Manguel en La biblioteca de noche que “los que me visitan me preguntan con frecuencia si he leído todos mis libros; generalmente contesto que, sin duda, los he abierto todos. Lo cierto es que, para ser útil, una biblioteca no necesita ser leída en su totalidad: a todo lector le conviene un equilibrio razonable entre el conocimiento y la ignorancia, entre el recuerdo y el olvido”.

Y como un equilibrista entre el recuerdo y el olvido, Halfon ha reunido seis crónica literarias y personales de su relación con su entorno, con su país de nacimiento, con el lenguaje, con los libros, y los ha empaquetado junto a Víctor Gomollón, editor de la zaragozana Jekyll & Jill, en un garboso volumen envuelto en una camisa a todo color, desde la que nos mira socarrón el guardaespaldas de Mario Sandoval Alarcón, fundador del Movimiento de Liberación Nacional y padrino de los escuadrones de la muerte, fotografiado en plena campaña electoral de 1981, por la reportera gráfica Jean-Marie Simon.

En una conversación off-line/on-line transatlántica, Alicante-Nebraska, Eduardo Halfon nos habla de ficción, de memoria, de autores, escritores, editores y lectores. Algunas de las preguntas de este cuestionario son sugerencias del lector, filólogo y profesor de literatura Rafa Teruel (Puente de Génave, 1970)

—¿Dónde se encuentran las influencias de Eduardo Halfon? ¿Cual es su filiación literaria? ¿Qué lees, qué escuchas, qué ves que luego se vierta en tus escritos?
—Las influencias son fuerzas, decía Raymond Carver, irresistibles como la marea. En mis primeros libros, en Saturno, en El ángel literario, incluso en De cabo roto, es evidente que lo que me estaba influenciando era mis lecturas. Tanto como lector —actividad en la que estaba muy entusiasmado, hasta un tanto enloquecido—, como por mi condición en aquel momento de profesor de literatura. Todo eso se iba metiendo en mi obra. Pero luego hubo un cambio. En 2007 me marché de Guatemala, a España. Renuncié a Guatemala, renuncié también a la docencia, y empecé a dedicarme sólo a escribir. Surge entonces El boxeador polaco, un libro que más que beber de influencias literarias empieza a beber de las influencias vivenciales. Es ya mi vida la que va marcando lo que escribo. Y digo mi vida muy ampliamente. Desde entonces, en esta última década, todos mis libros y cuentos y aun ensayos han sido producto de experiencias vivenciales. Una conversación con mi padre, algún viaje, recuerdos de la infancia, el nacimiento de mi hijo. No estoy retratando mi vida en mi obra. No estoy escribiendo mis memorias ni mi autobiografía. Sino que hay chispas de mi vida diaria que irresistiblemente me mueven a escribir. Las influencias, por tanto, ya son más vivenciales que literarias. Al menos por ahora.

—Pre-Textos, Fulgencio Pimentel, Libros del Asteroide, Jekyll&Jill, Páginas de Espuma, Alfaguara, Anagrama, AMG… ¿hay como un anhelo de libertad en esta dispersión bibliográfica?
—No sé si es un anhelo de libertad. No lo planifiqué así. Nunca fue mi intención buscar tantas editoriales distintas. De hecho, al mirar una estantería, me gusta cuando son iguales todos los lomos de los libros de un autor. Es muy agradable, como lector y comprador de libros, entender el conjunto de un autor como una obra única, visualmente. Pero en mi caso no se dio así. Quizás hay una razón: no creo en el matrimonio entre escritor y editor, entre autor y editorial, sino más bien en el matrimonio entre manuscrito y editorial. Cada manuscrito necesita su propia casa. Yo tengo libros muy particulares que requieren a un editor que sepa presentarlos y mimarlos de una manera bastante especial. Saturno, por ejemplo, es un libro breve y extraño que necesitaba un Jekyll & Jill, donde supieron darle a ese texto la presentación que requería: el diseño de la cubierta, las dimensiones del libro, etcétera. El ángel literario, publicado en 2004 por Anagrama, es un libro muy literario, metaliterario, híbrido de géneros, muy en la línea editorial de Anagrama, al menos la Anagrama de aquel entonces. No es un anhelo por la libertad del autor, entonces, sino un anhelo por la libertad del manuscrito. Hay que buscarle a cada manuscrito su mejor casa, su lugar en el mundo.

—¿Para cuándo subir un ocho mil narrativo, una novela larga? ¿O todo lo publicado hasta ahora se puede considerar capítulos de una gran novela?
—Nada les gustaría más a mis editores que una novela larga. Es lo que se vende. Es lo que los editores y libreros quieren. Incluso es lo que los lectores quieren; lectores de novela larga, épica, que valga los quince o veinte euros que han pagado por ella. Pero ese no soy yo. Yo soy un escritor de distancia corta. Me siento muy cómodo en lo breve, en historia cortas, ya sean estas de un folio o de cien. Duelo, por ejemplo, es para mí un cuento de cien páginas, para ser leído de una sentada, con esa intensidad de lectura. Y la verdad es que, mientras estoy escribiendo, poco me importa lo que quieran vender los libreros y los editores. Yo tengo que escribir lo que tengo que escribir, no lo que se tiene que vender. Pero sí, si juntas mis libros, si reúnes y ensamblas todos esos pequeños libros, la suma es un solo libro. No me atrevo a decir una sola novela, o capítulos de una sola novela, porque la idea de novela es otra. Tal vez una novela episódica, fragmentaria, de las andanzas de un mismo narrador. Pero sí es un solo libro el que estoy escribiendo, y lo voy publicando por entregas, sin planificación, sin saber hacia dónde va, ni qué historia va a crecer, ni qué personaje me visitará de nuevo, de cuándo terminará o terminaré.

—¿En algún momento habrá un Halfon utilizando el inglés como lengua literaria? ¿Sería el mismo Halfon que en castellano?
—El inglés siempre está muy presente cuando escribo. Muchas veces sé lo que quiero decir en inglés y debo buscar las palabras para decirlo en español. Pasé mi infancia y adolescencia en Estados Unidos. Estudié ingeniería en Estados Unidos, antes de volver finalmente a Guatemala. Ahora estoy de vuelta en Estados Unidos: desde hace ocho años vivo en Nebraska, vivo nuevamente en inglés. Mi lengua literaria, no obstante, es el español. Sólo escribo en inglés si alguien me lo solicita. Por ejemplo, “Mejor no andar hablando demasiado”, el texto que cierra Biblioteca bizarra, es una crónica que me fue solicitada en inglés, la escribí en inglés, y después, para el libro, yo mismo la traduje al español, modificándola un poco, tomándome algunas libertades, no sólo con la historia sino también con el lenguaje. Pero incluso ahora, viviendo aquí en Estados Unidos, sigo escribiendo únicamente en español. Aunque escriba sobre experiencias en Estados Unidos, sigo escribiéndolas en español. No sé por qué. Tal vez porque es la lengua de mi infancia.

—¿Parte de tu obra se puede enmarcar dentro de la “literatura del lager”, a la manera en que lo es parte de la obra de Sebald, por ejemplo?
—Lo primero que se me viene a la mente cuando leo “literatura del lager” es literatura que sucede dentro del campo de concentración, dentro del lager, y en mi caso no es así. En mi obra nunca llega el lager. Aunque siempre está ahí, rondando, como una especie de fantasma. Estoy escribiendo sobre los campos de concentración nazi debido a mi abuelo polaco. Esa es mi herencia, mi obligación. Pero nunca he escrito desde adentro del lager. No soy quien para escribir sobre un campo de concentración nazi, sobre ese sufrimiento humano que experimentó mi abuelo. Pero sí puedo escribir sobre el lager en la distancia, a través de mi abuelo, desde el punto de vista de un nieto que ve ese lager con la mirada de su abuelo. Esto es algo que tenía muy presente cuando escribí el cuento El boxeador polaco. Durante años llevaba ese cuento metido en la bolsa, pero no sabía cómo contarlo, o quizás me daba miedo contarlo. Tardé mucho tiempo en lograr escribir ese cuento de apenas diez folios, y en parte creo que fue porque no quería escribir dentro de un lugar que yo no conocí personalmente. Resolví el cuento apropiándome de la mirada de la experiencia ajena, de la experiencia de mi abuelo, y entendiendo que en el fondo no era un cuento sobre el lager. No es literatura del lager, sino de algo más profundo y rabioso y universal.

—Obras como Signor Hoffman, Monasterio o Duelo, ¿crees que pueden ser lecturas para alumnos de 4o de la ESO o Bachillerato, 15, 16 o 17 años, obras para seducir en la lectura?
—Aunque breves, no son libros fáciles, no son obras cerradas que se autoexplican. Son obras que requieren una lectura muy atenta, de un lector muy participativo, y creo que en eso reside su clave. Hay lectores pasivos que quieren que les des la historia, que se las cierres, que se las expliques, que se las sirvas sólo para comérsela mientras vuelan a la Riviera Francesa o a Cancún. Pero en mi caso no es así. Creo que tiene que ver con que soy en esencia un cuentista, que escribo con la intencionalidad de un cuentista. El cuento funciona en un plano más cercano a la poesía que a la novela. Hay algo que un lector debe sentir en el cuento, más que pensar o descifrar. Signor Hoffman, Monasterio, Duelo, Saturno, Biblioteca bizarra, requieren de un lector muy atento, muy participativo, tenga 15 ó 40 años. No es tanto la edad como el tipo de lector, su disposición. Si el lector joven o de bachillerato llega a entender esto, si su profesor logra inculcárselo, la literatura puede ser una experiencia muy enriquecedora. Y el lector entonces se vuelve mi cómplice, mi socio, y vamos escribiendo juntos.

“Les dicen los desechables porque ya no sirven para nada. Yo los conocí mi última tarde en Bogotá, en una localidad industrial llamada Puente Aranda, bajo una llovizna etérea, casi invisible, que ni siquiera mojaba”, así empieza el segundo de los seis textos que forman Biblioteca Bizarra, el volumen de Halfon editado por la editorial Jekyll & Jill, Los desechables, originariamente publicado en el libro Bogotá contada 4, por el Instituto Distrital de las Artes, en 2017. Doce páginas y una fotografía de grupo con los “desechables”, entre los cuales no sabemos identificar al preguntador con alma de entrevistador, el lanzador de las preguntas que Eduardo Halfon intenta responder a continuación, en diferido, tiempo después de haberlas intercalado en el relato, interpelaciones a bocajarro.

Preguntas ‘Biblioteca bizarra’ 

(Extraídas del texto Los desechables):

—¿Qué cosa podría decirme usted hoy, como escritor, para ayudarme?
—No crea en la certeza. No crea que toda decisión es definitiva. No me crea nada.

—¿Escribir, para usted, es como rezar?
—No, escribir es mucho más religioso.

—¿Usted cree que consumir drogas puede ayudar a un escritor?
—No, si quiere escribir mejor. Sí, si quiere mejor sexo.

 —¿Y usted a quien honra cuando escribe?
—Al lenguaje, nada más.

 —Si usted no tuviera comida, ni dinero, ni casa, ¿seguiría escribiendo?
—Sí, pero por las noches, al volver de mi trabajo como ingeniero.

 —¿Cuál diría usted que es su infierno?
—Mi propia mente. Ahí me construyo y destruyo a mí mismo.

—¿Cree usted que se puede escribir honestamente de la muerte de un hombre si nunca se ha visto a un hombre morir?
—Honestamente, no. Literariamente, sí. No es lo mismo. La honestidad de la literatura reside en saber mentir hasta que ya nadie recuerde y a ni le importe que aquello que has escrito es una mentira. Y un hombre muerto en la página, entonces, se convierte en mucho más que un hombre muerto.

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Rafa Cervera escribe sobre Bowie en Valencia Plaza



Rafa Cervera escribe sobre la vida sin Bowie en su sección Los recuerdos no pueden esperar, en CulturPlaza (Valencia Plaza).

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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Año II después de David Bowie

VALÈNCIA. El próximo 10 de enero comienza el año II después de David Bowie. Su muerte no ha hecho más que incrementar su presencia en nuestra vida cotidiana. Nadie pudo prever que su desaparición tendría semejante efecto. Y sin embargo, ese efecto es completamente lógico. Atención: este artículo contiene un spoiler o dos.

A medida que concluye la secuencia final del tercer capítulo de Mindhunter, comienza a sonar una canción titulada ‘Right’. Aparecen los créditos y la voz y la música de David Bowie siguen escuchándose, creando una sensación turbadora. Desde el 10 de enero de 2016, cada vez que una canción de Bowie es extraída de su contexto natural (un disco, un concierto, una playlist), esta llega revestida de una nueva carga emocional. Antes de esa fecha se trataba sobre todo de canciones, ahora también son mensajes de ultratumba. Es lo que ocurre con ‘Five Years’ en un capítulo de Fear The Walking Dead, y también al despedirse Ray Donovancon ‘Rock & Roll Suicide’. Las canciones de Bowie han sido incorporadas a películas y series docenas de veces, pero desde su muerte, lo que canta parece provenir de otra dimensión. Nada que ver con Seu Jorge versionándolo a destajo en The Life Aquatic de Wes Anderson, porque cuando se estrenó, Bowie estaba vivo. Nada que ver con los homenajes de American Horror Story y el personaje de Elsa Mars encarnado por Jessica Lange, porque cuando se emitió, Bowie aún no había muerto. Nada que ver con esas otras canciones suyas sonando en capítulos de Los Simpson, Dexter o Mad Men, todos ellos anteriores a enero de 2016. Nada ha cambiado. Todo ha cambiado.

Año cero

Según la acertada definición que hicieron Nacho Canut y Alaska cuando el ídolo murió, el año que acaba de comenzar sería el año II después de Bowie. Dos años. En el siglo XXI, ese tiempo puede ser el equivalente a media vida. Cada vez que vayamos adentrándonos en el futuro, iremos descubriendo nuevos matices al analizar la cuestión de nuestro mundo sin Bowie. Por ahora, el gimoteo masivo se ha ido apagando. Cada tanto hay un ilustre difunto al cual llorar; como se trata de que nos compadezcan, vale prácticamente cualquiera, el único requisito es que sea conocido y críe malvas. Ahora que el llanto general por Bowie es menor y algo lejano, resulta algo más fácil intentar vislumbrar por qué resulta tan profundo ese vacío. Por qué escuchar ‘Right’, que me ha acompañado cientos de veces, me conmueve de una manera tan inesperada. Posiblemente sea porque aparece al final del capítulo de una serie, que siempre es un momento muy emocional. Pero también porque, de golpe, la canción me recuerda que su autor está muerto.

Agente Philip Jeffries

Llevo más de dos años analizando los motivos de esa devastación, que para mí comenzó a finales de 2013 con la muerte de Lou Reed. Es un sentimiento privado y personal, pero a la vez, es algo que le ocurre a más gente, quizá no a tanta como parece. Le ocurre a Loles, lo sufre Remi, le pasa a Juande o le pasa a Paula a la cual no conozco pero que el otro día comentaba en Twitter que temía el momento en que empezaran a aparecer artículos como este. El 10 de enero de 2016 Bowie protagonizó su propia versión de The Leftovers. Desapareció repentinamente, casi inexplicablemente, de este mundo con un involuntario golpe maestro. Un acto digno de Houdini, sólo que realizado a la inversa. El colofón de una carrera que, salvo en unos episodios muy concretos, fue monumental. Oímos el rumor desde el control de tierra y muchos pensamos, no, no digas que es cierto. La despedida ha concluido pero la sensación de ausencia es perenne. Cada tanto algo nos recuerda que el personaje que durante más tiempo amplió el poder y la semántica de la música pop, se ha ido para siempre. En la tercera entrega de Twin Peaks,  David Lynch le homenajeó a su eléctrica manera. Phillip Jeffries, personaje con una  brevísima aparición -y mucho más misteriosa desaparición- en Fire Walk With Me, adquiría un papel fundamental. Al igual que ha ocurrido con Bowie, Jeffreys está presente en la serie sin aparecer apenas en ella. Al igual que dicho personaje, viajó a un rincón del universo desconocido para nosotros.

Año uno

La muerte de Bowie duele porque dejó un poco más solos y vulnerables a aquellos que le seguimos con fascinación. Con su obra nos ayudó a contemplar el mundo al que pertenecemos. También logró que este resultara más soportable. El filósofo Simon Critchleyexplicaba en el ensayo David Bowie que “fue alguien que hizo de la vida algo menos trivial durante un periodo de tiempo tremendamente largo”. Luego corroboraba lo que el propio artista dijo en ‘Blackstar’: “No soy una estrella de pop”. Para Critchley, para mí y para sus fans, fue mucho más que eso: “Fue alguien que, simplemente, nos hizo sentir vivos”. Lo hizo, por ejemplo, al intentar describir la confusión que nos asedia sin descanso, en ‘Life On Mars?’ (“mira al hombre de la ley golpeando al tipo equivocado”) y mientras lo hacía, nos daba pistas para que intentásemos esbozar nuestra propia poesía. Es el horror de saber de qué trata este mundo, dijo en la letra de ‘Under Pressure’. Es la lucha entre lo sublime y lo horrendo, la sensatez y la paranoia, la inocencia y la malicia, y la inevitable desesperación para intentar discernir una cosa de la otra. Bowie, como cualquier otro artista de la música pop, implica muchas cosas –diversión, fantasía, osadía-, posibilidades que se convierten en armas y refugios para intentar comprender la vida. Su muerte plantea una cuestión alrededor del enigma que nadie sabe contestar. Él también se hizo esas preguntas mientras estaba aquí, y las expresó a través de su obra. Ahora que quizá sepa las respuestas, no nos las puede contar.

A nivel personal, la muerte de Lou Reed fue un acontecimiento desolador. Aunque sus problemas de salud habían sido difundidos públicamente, nunca me planteé que pudiera fallecer. Fue el artista que me alumbró en la oscuridad y la confusión de la adolescencia y me hizo ver que había un espacio en el cual, algún día, yo podría ser la criatura que estaba llamado a ser. A partir de cierta edad, la muerte deja de ser una fantasía para pasar a formar parte de lo cotidiano. La de Lou Reed marcó un punto de inflexión. Dos años después, la desaparición de Bowie corroboró que así había sido. Aquellos que me proporcionaron fe, autoestima, felicidad y conocimiento, también se van. A los 50 años posiblemente no los necesite tanto como a los 16, pero sí que necesito que sigan aquí, conmigo. Pero se van.  Después de habernos ayudado a entender y soportar la vida y la muerte, se van.

Año dos

La muerte de Bowie me impulsó a recuperar una novela cuya reescritura había abandonado. Sabía que, trabajando en la dirección correcta, podía sacar de ella la historia que necesitaba hacer. Él era uno de los protagonistas de la trama, una ficción que transcurre en València y El Saler. Es una historia de inocencia y perversión que construye una versión paralela de lo que pudo haber sido mi adolescencia. Mi adolescencia transcurrió en la playa de Pobla de Farnals. Eran pósteres de Lou Reed lo que había clavados en las paredes de mi habitación. Escuchaba sus canciones e indagaba en sus letras como podía, yo solo, en mi cuarto, con la ayuda de un diccionario de inglés americano que me trajo mi padre de un viaje a Estados Unidos. Escuchaba  a Reed con fervor y, a medida que su mundo me absorbía, fantaseaba con encontrármelo por Valencia, de incognito, como si hubiese decidido viajar hasta un sitio tan remoto sólo para darme la oportunidad de que me cruzase con él. Lou Reed fue el filtro que elegí para interpretar la realidad. Las primeras decepciones sentimentales. Los interrogantes del sexo. Los caprichos del alma humana. Lou Reed fue la puerta para cruzar al otro lado de la realidad. Si ingresaba allí, me decía mi instinto, podría empezar a ser yo mismo a pesar de todo. Cuarenta años después he publicado una novela que habla, entre otras cosas sobre eso. Si Lou Reed no hubiese existido, seguramente jamás la habría escrito. Si David Bowie no hubiese muerto, seguramente nunca la habría terminado.

El Saler es un buen sitio para muchas cosas, por eso lo elegí como escenario de ciertas escenas de la novela. Es un lugar perfecto para mirar, pensar, y no tener prisa para hacer nada. Es un sitio idóneo para perderse y olvidarse del resto del mundo, que acaba precisamente allí mismo. Un territorio impregnado por el sexo que se practica secretamente en sus bosques y  dunas, un contrapunto de carnalidad en medio de la belleza mística del paisaje. El Saler también es un buen sitio para ser invisible y llorar. Para escribir. Para vivir lejos de todo, anotando cosas en una libreta que sabe más de mí que nadie en el mundo. Un remolino de silencio en el cual sumergirse para soñar con lo irreal, como cuando tenía quince años. Para escribir sobre una mañana de verano, cuando la niebla flota a ras del suelo. Y a medida que esta se disipa y el sol se va elevando sobre las copas de los pinos, ver a David Bowie, despertando aturdido de un letargo. Está torpemente atado al tronco de un pino, rodeado de otros árboles y plantas. No muy lejos, en una situación similar, está Lou Reed. Al despertar contempla la vegetación que le rodea mientras intenta recordar qué le ha ocurrido y se deshace de la cuerda flácida que apenas le mantienen sujeto al tronco. Hay un tercer hombre que abre los ojos después de haberlos tenido cerrados más tiempos del que puede calcular. Andy Warhol balbucea algo mientras se desprende de las inocentes ligaduras y comienza a caminar colocándose bien la peluca. Los tres saben algo que ningún ser vivo puede saber. Si me quedo quieto donde estoy, acabaremos encontrándonos y me lo contarán.

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La coronación de las plantas en Valencia Plaza

Eduardo Almiñana reseña la novela La coronación de las plantas, de Diego S. Lombardi, ilustrada por Claudio Romo, en Valencia Plaza. 2/10/2017

‘La coronación de las plantas’ de Diego S. Lombardi, intoxicación por literatura psicoactiva

El escritor argentino es el responsable de esta novela que combina lo botánico con lo mágico, la cábala con el amor incipiente, el jazz con los sonidos de la noche rural, la ignorancia con la omnisciencia

VALÈNCIA. Si se piensa detenidamente, la historia que sucede entre los primeros recolectores y nuestros modernos supermercados a rebosar de alimentos está sembrada de muertes, de indigestiones y de malos viajes. Ahora resulta bastante evidente que no es recomendable llevarse a la boca frutos verdes de cicuta, prepararse unas Amanitas phalloides a la plancha, aderezar una ensalada con semilla de ricino o merendar un smoothie de adelfa, pero no siempre fue así. Hasta llegar a las precauciones actuales, el método del ensayo y el error ha ido dejando por el camino a un buen número de foodies curiosos. La naturaleza es bastante traicionera en lo referente a los venenos; a pesar de todo eso de los colores amarillos y negros, rojos o verdes que nos enseñaron en la escuela, la verdad es que la mayoría de vegetales letales no solo pasan perfectamente por comestibles, sino que de hecho, a simple vista, pueden resultar muy apetecibles. Dilucidar qué oscuras tendencias de la evolución han llevado a esta circunstancia puede llevarnos a una serie de conclusiones que no siempre resultarán halagüeñas para nuestra especie: ¿son esos colores llamativos y esas formas esponjosas o turgentes un cebo? En caso afirmativo, ¿por qué? ¿Qué podría desear un árbol repleto de neurotoxinas como el cinamomo -muy común en nuestras ciudades- de nuestro cadáver?

Nutrientes. Es una idea. O bien algo más elevado, restablecer un orden, un estado inicial más justo en el que los Homo sapiens no gozábamos de tanto protagonismo en la roca que habitamos todos -de momento-. Por suerte para nosotros, la vegetación con la que convivimos no es capaz de agredirnos como sí lo hacían los trífidos alienígenas de la novela del británico John Wyndham, que allá por mil novecientos cincuenta y uno concedió una victoria simbólica, literaria, al mundo vegetal en su novela El día de los trífidos. Quizás llegue un día en que El incidente de Shyamalan se haga realidad, pero no parece probable. Pero, ¿y si hubiésemos infravalorado históricamente a todas esas especies que a día de hoy empleamos con fines alimenticios u ornamentales, y si la lavanda o el tomillo fuesen simples máscaras tras las que se ocultasen poderes fuera de nuestra comprensión? Algo así nos plantea el bonaerense Diego S. Lombardi en su alucinógena novela La coronación de las plantas, que acaba de publicar el sello Jekyll & Jill, que por cierto, se pone cada día el listón más arriba en lo que a editar de maravilla se refiere. A la historia de Lombardi le acompañan las ilustraciones del chileno Claudio Romo, responsable de un trabajo excepcional que empieza en la sobrecubierta y sigue en el interior del libro.

Que lo dicho anteriormente no condicione la lectura de esta sorprendente novela, que deambula entre lo costumbrista y lo cósmico, que se sumerge en el abismo entre lo uno y lo otro. Precisamente ese lo que sea que pueda ser que pudiera existir al margen de las dualidades tiene un papel fundamental en los hechos que se narran a veces de soslayo, mientras se sugiere que puede estar sucediendo algo más grave, de mayor entidad que lo que se cuenta. Porque lo que se cuenta empieza siendo lo que ahora llamamos una escapada rural; una estancia en pareja en un pequeño pueblo, un amorío en su primera fase vivido por dos vecinos que casi no se conocen pero que se atraen lo suficiente como para tolerarse las rarezas que chisporrotean y prenden a veces entre sexo y sexo, entre conversación y silencio, entre paseo y cumplimiento de las obligaciones que uno se impone incluso de vacaciones, como ensayar con la trompeta, en el caso del protagonista. En ocasiones Lombardi nos quiere hacer creer que todo va a seguir así, que lo inquietante es un pretexto para hablar de lo mundano, del hastío, de los cambios, de los pronósticos funestos elucubrados en los días brillantes en que nada debería quitarnos el sueño.

Pero otras veces reaparece lo extraño, en forma de esas fichas de plantas cabalísticas que nos describen sus misteriosas propiedades de las que antaño hacíamos uso pero que ahora hemos olvidado, así como los rituales que podemos llevar a cabo con ellas; encantamientos arcaicos y modernos, embrujos para adquirir alas en la espalda, para escuchar los pasos del enemigo, para presenciar el origen de la cultura, para ver al hombrecillo de pan. Lo incognoscible irrumpe también en la propia estructura del relato, en sus aliteraciones burbujeantes de pócima en preparación -Uriburu, Guriburi-, en sus caligramas, en sus omisiones explícitas, en sus poemas humorísticos y trágicos, en sus rupturas, en sus saltos de narrador en narrador. Lombardi se regodea en las descripciones musicales y en la música de las palabras que arroja: “El berrinche de semicorcheas, plagado de cromatismos, y aquel tritono que cubría el pasaje de una lobreguez extravagante fueron dibujando un rostro, difuminando una nota para crear un sombreado o dándole vigor al ataque para resaltar los trazos más representativos. La escala magiar tocada con staccato y descendiendo en terceras menores trabajaba más allá de las paredes de la cabaña”.

La prosa de Lombardi actúa sobre el cerebro como un hongo seco que cuesta tragar al principio, pero que garantiza viajes fabulosos una vez se empieza a digerir. La estimulación llega a niveles psicotrópicos, los protagonistas se funden con lo que pasa al otro lado del telón de fondo, el pueblo cae y nos desorientamos, ellos y nosotros, y seguimos leyendo creyendo que ahora llegará la gran revelación, que llegar llega, en forma de bug que recuerda a la Ciclonopedia del iraní Reza Negarestani; aquí y allá asociaciones estridentes, antiintuitivas, poéticas, absurdas, cibernéticas. Llegamos al final con una intoxicación lombardiana galopante, en estado crítico, pidiendo oxígeno, donuts y un refresco. Al borde de dar por concluida la última página, la historia se vuelve caleidoscópica en la memoria reciente -porque este libro es aconsejable leerlo de una sola dosis-, y al cerrarlo, con la mente abotargada, pensamos: ¿qué ha pasado? ¿Qué me ha pasado? Me han echado algo en el libro. Y entonces nos acordamos de los rostros de las plantas maléficas, y nos preguntamos si no habremos sido víctimas capítulo a capítulo de su terrible influjo de seres preternaturales y antiguos.

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Rafa Cervera y Lejos de todo en Valencia Plaza

Rafa Cervera escribe sobre el génesis de su novela Lejos de todo. Publicado el 1/10/2017 en Valencia Plaza.

LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Cómo escribí ‘Lejos de todo’

VALÈNCIA. Mi primera novela llegará a las librerías con el título de Lejos de todo, el resultado de un largo proceso de escritura que finaliza mi primera novela. Se materializará con una portada maravillosa a cargo de Roberta Marrero (siempre imaginé este libro ilustrado por una obra suya) y lo hará en Jekyll&Jill, la editorial con la que soñaba estar desde que la descubrí por culpa de los libros de mi admirado Paco Inclán. Lo que viene a continuación son algunos apuntes sobre cómo la escribí.

Una mañana de otoño, hace algo más de 10 años, me encontraba junto a las Torres de Serranos, monumento que antaño fue una puerta a la València antigua. Era la fiesta de Todos los Santos. Noviembre acababa de hacer acto de presencia pero aquel fue un día casi primaveral. Sentado frente al volante de mi coche, esperaba a unos amigos para irnos a comer a El Palmar. Así que allí estaba yo, distrayéndome con la estampa festiva que ofrecía la calle en una mañana tan pura. Los días de fiesta alegres y soleados hacen que me sienta como un forastero en el mundo. Un desconocido se acercó a la ventanilla. Era un hombre mayor que yo, el pelo y la barba casi blancos. Su rostro tenía una expresión bondadosa, pero transmitía algo más profundo y complejo. Bajé el cristal como si le conociera de siempre y a continuación le oí decir: «¿es usted Miguel Genovés? «La pregunta me desconcertó. Respondí que no, que yo no era esa persona a la que él esperaba. Asintió algo desencantado. Lo cierto es que mí también me decepcionó no poder serle de más ayuda. El hombre del pelo blanco se despidió educadamente. Lo vi regresar al borde de la acera y siguió atento a los coches que circulaban frente a las Torres de Serranos. Estuve unos minutos observándole pero él ya me había olvidado. De repente aparecieron mis amigos y poco después estábamos saliendo de la ciudad. Pasamos la tarde en L’Albufera, rodeados por un paisaje perfecto. En otoño, las luces del lago imponen sus propias leyes. En medio de aquel estado de placidez, paseando y hablando con quienes estaban conmigo, no pude dejar de imaginar cosas acerca de aquel desconocido. El hombre que hizo que sintiera no haber sido la persona a la que esperaba.

El hombre que cayó sobre València

Usé aquel episodio para escribir uno de los ejercicios del taller de escritura al que asistí en Madrid durante años. En menos de cuatro folios logré atrapar la sensación de aquel breve encuentro. Fue como extirpar un cuerpo extraño y colocarlo ante mí para poder examinarlo. Una vez escribo sobre algo que me perturba, la obsesión se transforma, y pasa a ejercer una pulsión diferente sobre mí. Así fue también en esta ocasión. Poco después opté por cambiar al personaje del relato que está sentado al volante. El protagonista pasó a ser David Bowie. No logro recordar cuál fue el motivo, aunque estoy seguro de que se me ocurrió escuchando Low. El David Bowie que, con todo mi atrevimiento, situé como una figurita imaginaria en las Torres de Serranos, es mi bowie favorito. Es el David Bowie del periodo 1976, el ser saliente de la piel del personaje del Thin White Duke. Es también el artista a punto de marcharse a Berlín y grabar el disco que le permitiría sumergirse en terrenos musicales más abstractos, los del mencionado álbum Low. De este modo supe que lo que había creado era, más que un cuento corto, el fragmento de la novela que a continuación tenía que escribir. Me olvidé del presente y de la realidad. Situé la acción en 1976 y seguí escribiendo. El mundo imaginario que durante años he ido elaborando está a punto de emerger a la superficie. Dentro de poco dejará de ser mío y pertenecerá a cada lector que se acerque a él.

Velocidad de la vida

Al principio, en la novela sólo estaba David Bowie con su atuendo habitual de la etapa de 1976 –pelo entre rojo y rubio, delgadez extrema, vestido de hombre europeo, con sombrero Fedora- sumergido en esa València que le era ajena. Entonces -y de nuevo sigo san saber ni cuándo ni por qué-, me di cuenta de que había otra narración posible que podía discurrir junto a la anterior. Rescaté a unos adolescentes de un viejo relato, los situé en El Saler, y a partir de ellos fabulé con el que fue el verano de 1977, un episodio clave en mi vida. Inicialmente, ese otro relato y el de Bowie discurrían paralelos. En una primera versión llegó a haber una tercera historia. Finalmente, y después de dársela a leer a muchos amigos que aguantaron pacientemente mis neurosis creativas, la novela se quedó reposando en un disco duro. No había ninguna editorial interesada en sacarla. Era muy posible que lo que creía haber hecho y lo que finalmente hice no fuese en absoluto la misma cosa. La realidad de la crisis económica impuso sus prioridades y, por cansancio y por inercia, fui olvidándome del manuscrito.

Resurrección y muerte de David Bowie

El trauma de la inesperada muerte de Bowie en enero de 2016 me hizo volver al texto casi sin darme cuenta. Publiqué uno de los capítulos de la novela en CulturPlaza (tres años antes ese mismo capítulo había aparecido también en Verlanga), acompañando el obituario que escribí sobre el artista. A partir de ahí, revisé el texto. Le quité más de 150 páginas y eliminé la tercera historia, que lastraba lo demás. Crucé las otras dos y de nuevo comencé a reescribir. Considero que la literatura, en la mayoría de las ocasiones, es una venganza contra la realidad. En este caso ya lo era antes del 11 de enero de 2016, pero después de ese día, lo fue más aún. Seguí escribiendo y reescribiendo. Y llegó un momento en el que comenzaron a suceder pequeños acontecimientos, cosas que hacen que ficción y realidad se fundan. Una energía con sus propias leyes, como las luces de L’Albufera que cada tanto aparecen en la narración.

Cosas extrañas que suceden en El Saler

En enero de este mismo año, Roberta Marrero vino a València para formar parte de un coloquio sobre Bowie en el IVAM. Ese día pude darle una versión cerrada del texto. Empezó a leerlo en un hotel junto a las Torres de Serranos. Cuando la terminó en Madrid me escribió para contarme sus impresiones y reiterar su disposición para ilustrar la portada cuando llegara el momento. También destacó algunos aspectos del texto que yo no había visto y que tampoco diré aquí para no condicionar a posibles lectores. Sí diré, porque estoy convencido de que son cosas que seguramente pasarán inadvertidas para quien lo lea (este tipo de asuntos sólo suelen ser importantes para el que escribe), que de una manera espontánea, ciertos detalles de la historia se repiten dos veces como un reflejo. Quiero pensar que El Saler es un personaje más en la historia. Un espacio abierto del que los adolescentes que lo habitan durante el citado verano, no pueden salir. Pienso en los secretos de esta novela que durante tanto tiempo me ha pertenecido exclusivamente a mí. Pienso en David Bowie contemplando las gárgolas de La Lonja. Imagino que hablaré de todas estas cosas durante las próximas semanas. Pero hay un ciclo que concluye aquí. El otro día vi un poste metálico, cerca de la playa, temblando sin ninguna explicación aparente. Los próximos meses los pasaré dando vueltas alrededor de él mientras voy escribiendo en mi cuaderno.

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Saturno

Saturno de Eduardo Halfon en Valencia Plaza



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Eduardo Halfon. Foto: Adriana Bianchedi

 

Eduardo Almiñana reseña Saturno, de Eduardo Halfon, en Valencia Plaza:

Eduardo Halfon devora al padre en Saturno, el nuevo libro de la editorial Jekyll&Jill

El escritor guatemalteco nos presenta el ajuste de cuentas entre un narrador atormentado y su padre, un narrador que a la vez se confiesa y se cobra una anhelada venganza literaria

3/04/2017 – VALÈNCIA. Según la mitología romana, Saturno fue concebido por el dios Caelus —el cielo, el firmamento— y por la diosa frigia Cibeles —para los romanos Tellus, la tierra—. A cambio de reinar en lugar de Titán, su hermano mayor y por tanto el legítimo heredero del trono divino, Saturno prometió no tener hijos, para que de esta manera, a su muerte, los hijos de su hermano continuasen la dinastía. Sin embargo, las palabras se las lleva el viento también en el reino celestial, y Saturno, lejos de respetar el pacto, lo interpretó a su manera: sí engendraba hijos, pero se los comía, en un terrible acto de canibalismo parricida que Goya o Rubens ilustraron con gran talento. Saturno, en cuyo honor se celebraban las Saturnalia —días de excesos, banquetes y regalos a propósito del solsticio de invierno coincidentes con nuestra Nochebuena y Navidad—, acabó sus días rendido y vencido por su hijo Júpiter, quien no se conformó con arrebatarle la corona y culminó su venganza mandando a su padre al inframundo, molesto por su feliz jubilación en el Lacio.

Un amigo especialmente sabio e iluminado, el escritor Carlos Lopezosa, me aseguró una Saturnovez que cualquier conflicto que podamos imaginar ha sido ya tratado en los mitos grecolatinos, que solo Cervantes ha sabido desde entonces crear algo nuevo en este campo, en el de los mitos —su aportación vino con El Quijote y guarda relación con el peso del tiempo frente a la modernidad—. Cuando uno hace el experimento se da cuenta de que hasta los miedos más actuales, al ser despojados de toda la parafernalia tecnológica, son muy similares a esas historias que tanto hemos oído; es realmente complejo el asunto, hasta el punto de que inventar un mito por completo original se presenta como una tarea titánica. Las relaciones paternofiliales más tormentosas no están exentas de este reflejo mitológico, por eso el escritor guatemalteco Eduardo Halfon tituló Saturno a esta nouvelle escrita en dos mil tres —hasta ahora inédita en España— que llega a nuestras manos ahora por obra y gracia de Jekyll&Jill, un sello gourmet siempre garantía de calidad literaria. La editorial de Víctor Gomollón nos ofrece esta vez un libro ligero que carga con una historia enorme, como Atlas y el peso del mundo sobre sus —cabe suponer— doloridas espaldas.

Si Júpiter enviaba a su derrotado padre al Averno, Halfon inicia su alegato aludiendo al abismo: parece inevitable hacer referencia a las profundidades más oscuras cuando se tiene que narrar el dolor provocado por un progenitor ausente. En Saturno somos testigos de una larga confesión, la de un hijo tratando de poner nombre a sus heridas, las que le dejó toda una vida de silencio e indiferencia paternal, cuando no de rechazo. “El padre es un nombre”, se repite nuestro protagonista como un mantra, en un esfuerzo por conjurar los demonios que invoca cada vez que piensa en cómo su vocación de escritor siempre fue ridiculizada, en cómo su padre le decía a sus amigos que su vástago era ingeniero para aliviar la vergüenza que sentía ante el oficio que en realidad había escogido. Los demonios emergen cada vez que recuerda el desprecio con que eran recibidos sus escritos, que se amontonaban en la mesita de noche de su padre, que se refería a ellos como artículos en lugar de cuentos -hasta ese punto ignoraba a qué se dedicaba-. Los dhiemonios aparecen más nauseabundos que nunca cada vez que la memoria recupera el nefasto día en que él, su poderoso y autoritario padre, en la última batalla que escenificaron, le recriminó su supuesta frialdad, distancia e ingratitud, tenedor en mano en un almuerzo. Allí, a los gritos, le reveló que sentía la necesidad de vengarse de él. Tras toda una vida de humillaciones, para colmo, el padre ansiaba vengarse del hijo.

Una tragedia familiar así puede desencadenar impulsos de todo tipo, y de entre todos ellos, el suicidio es uno de los más recurrentes. De ahí que el narrador devorado de la nouvelle de Halfon vaya tejiendo su monólogo acompañándose de imágenes prestadas de otras vidas zanjadas con mayor o menor brusquedad, pero siempre por voluntad del finado o la finada: desde Hemingway hasta Virginia Woolf pasando por Yukio Mishima, Yasunari Kawabata, Paul Celan, Hart Crane, Sylvia Plath, Cesare Pavese -autor de la cita que abre el libro-, Jack London, Malcolm Lowry, R.H. Barlow, Alejandra Pizarnik, Andrés Caicedo, Stefan Zweig, Vachel Lindsay, Horacio Quiroga, Pablo de Rokha, Hunter S. Thompson, Vladimir Mayakovsky, Tadeusz Borowski, Sergey Yesenin o Alfonsina Storni. La lista es tan larga que abruma. Confiesa nuestro protagonista con brutal honestidad que piensa a menudo en la posibilidad de quitarse de en medio, que al igual que tantos y tantas ha fantaseado con su propia muerte. ¿Qué tiene el oficio de la escritura que cuenta con tantos suicidas en su haber? ¿O es solo una ilusión, y el porcentaje no es tan elevado? ¿Cuántos corredores de bolsa se suicidan, cuántos jockeys, cuántos panaderos, cuántos policías?

Pese a todo, Saturno no es la crónica de un suicidio anunciado, si no de una venganza jupiteriana, la que se cobra el hijo cuando por fin puede, cuando la sombra gigantesca del padre se diluye en la tierra. Cuando como el Henry James enloquecido al que se refiere en un pasaje del libro, coge su luto y se deshace de él, una farsa a medias, un montaje perfecto, un ritual necesario para expiar todos esos pecados que no cometió pero por los que tuvo que pagar. Cuánto habrá de Halfon en las voces que leemos en su relato puede intuirse aunque sin ningún tipo de certeza: compartir el dolor puede ser un ejercicio de ficción y resultar tan agotador como una migraña. Aquí asistimos a una moderna representación del mito del padre que devora y destruye hasta que el hijo se recompone y toma el relevo en la destrucción, a una alternativa a la Carta al padre de Franz Kafka: de lo que se trata es de destruir al padre, como hizo Louise Bourgeois, como algunos animales, incluido el humano.

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Teoría del ascensor de Sergio Chejfec en Valencia Plaza

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La mirada cuántica de Sergio Chejfec nos muestra lo que no vemos en ‘Teoría del ascensor’

La editorial Jekyll&Jill amplía su catálogo con una nueva obra del autor argentino, un volumen en el que se recoge su inequívoca vocación por detenerse en aquello que a otros pasaría desapercibido

9/01/2017 – 

VALENCIA. Se dice que la experiencia sensorial derivada de la vista es distinta para cada ser humano que cuenta con ella; ejemplo de ello son los enconados debates en torno a si un color se acerca más aquí, al verde, o más allá, al marrón. Este fenómeno ha sido protagonista incluso de modas virales recientes, como aquel vestido del que tanto se habló, sin ir más lejos. Constatar que el vecino navega en la misma realidad que nosotros pero con un radar diferente es algo que nos inquieta: ¿qué puede estar viendo que yo me estoy perdiendo? ¿Será mejor su opción o la mía? La incapacidad de trasladarnos y calzarnos su cuerpo remata la frustración. Qué fantástico sería poder introducirse temporalmente en otro ser y acercarnos a la realidad desde sus sentidos, descubrirlo todo de nuevo a través del tacto extraordinario de un topo, de la sensibilidad térmica de algunas serpientes, de la ecolocalización de los cetáceos, la electrocepción de los tiburones, la habilidad para entenderse con los campos magnéticos del planeta propia de algunas aves.

Como ocurre con esas historias abundantes en detalles las cuales pueden ser disfrutadas una y otra vez porque siempre se nos revelan nuevos matices en la relectura, podríamos percibir otras capas de la existencia que ahora nos resultan del todo invisibles. ¿En qué se convertiría la noche si nos guiásemos principalmente por el olfato? A veces no hace falta imaginar tanto: hay sujetos de nuestra especie que hacen gala de otro talento distinto pero con resultados similares, gente que emplea un sentido idéntico al nuestro de una forma distinta. Gente que mira de otra manera. Donde uno ve rutina, ellos ven ocasión. Donde otros sienten tedio, ellos encuentran un hecho digno de ser desmenuzado minuciosamente hasta comprenderlo y abarcarlo en su totalidad. Algo así le ocurre a Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), autor de Teoría del ascensor y de otros títulos como Mis dos mundos, Baroni: un viaje, La experiencia dramática, Lenta biografía, Sobre Giannuzzi o Últimas noticias de la escritura. En este compendio de reflexiones y visiones que es la última obra suya que nos ha llegado, gracias a la editorial Jekyll&Jill, Chejfec va iluminando parcelas de lo que se extiende allá donde la propiocepción -hablando de sentidos- nos dice que hemos terminado nosotros.

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Quizás de Japón y su idiosincrasia habríamos apreciado más otros elementos que su asombrosa tendencia al cero, una particularidad matemático-social que de pronto se torna un hecho muy tangible y verdadero una vez ha pasado por el particular filtro del autor. En este caso, el poso de quien escribe, su impronta, es más que evidente: es como una lente que ralentiza la llegada a una certeza, un cristal translúcido en ocasiones y en otras, tan transparente que podríamos chocarnos con él. Chejfec es un medio de transporte complejo al que hay que aproximarse con cierta precaución. La experiencia de leerle es difícil de explicar, algunos episodios -no son exactamente episodios- transcurren fluidos y reveladores, en otros corremos riesgo de quedar apresados por la densidad de la página. Enrique Vila-Matas vuelve a aparecer por estos pagos: si ya mencionamos su gusto por el bilbaíno Álvaro Cortina, autor de Deshielo y Ascensión, añadiremos ahora lo siguiente sobre Chejfec: “¿Es narrador o ensayista? Ahí a veces dudo, como ahora mismo; titubeo bastante, nunca sé qué decidir. Pero no importa. Después de todo, a él le atraen las indecisiones. Con todo, de algo creo estar seguro: en sus textos, poblados de fantasmas tenues y etéreos, acabo siempre de golpe comprendiendo que no pasa nada, pasa sólo que son excepcionales”.

Narrador o ensayista: Chejfec alterna entre un pelaje y otro sin prestar demasiada atención a la metamorfosis, su prosa se desenvuelve cómodamente en cualquier situación. Tan pronto nos informa de las mecánicas del premio literario que ideó junto a Alejandro Zambra y Guadalupe Nettel -el Alacrán-, como nos devuelve a esa época en la que las guías de teléfono -descritas con una maravillosa capacidad para poner palabras a algo tan cotidiano como el contraste entre robustez de estos tomos y lo aparentemente frágil de sus hojas- podían servir para localizar a escritores de la talla de Cortázar en mitad del caos y el frenesí de una gran metrópolis como el Buenos Aires que frecuenta en sus relatos. La mirada de Chejfec tiene una cualidad cuántica, sus ojos y su intención se posan en eventos discretos, en paisajes a los que ya estamos acostumbrados, y es allí, en estas normalidades, donde el escritor encuentra el material que requiere para desplegar su talento y su erudición.

Catalogar lo que nos ofrece el argentino es una tarea ardua; esta no es una obra recomendable para quienes busquen una única historia, ni tampoco para quienes deseen dedicar unas horas a la lectura de un ensayo al uso: en Teoría del ascensor las perspectivas se mezclan y los horizontes se difuminan. La ambigüedad a la que se le dedican palabras en el libro se mantiene presente en todo momento. Cita Chejfec a Walter Benjamin en uno de los pasajes del libro para compartir con el lector la semejanza entre la labor del escritor y la del cocinero: así como hay productos que crudos nos resultarían dañinos, y es el oficio del chef el que los hace digeribles y apetitosos, también sucede que muchos acontecimientos son anodinos o indigestos hasta pasar por las manos de un buen gourmet de la escritura, como en este caso sería Chejfec. Él puede transformar una reflexión en un capítulo perlado de grandes sentencias donde se nos enfrenta a nuestro propio idioma, de tal forma que conseguimos vislumbrar sus costuras, sus límites.

¿Y qué hay del ascensor? Dice el autor que los ascensores “ofrecen, para quien quiera encontrarlas, experiencias de la suspensión. El ascensor se manifiesta por sus efectos. No solo alude a la suspensión física de las cabinas cuando van de un punto a otro en la vertical, sino sobre todo a la pausa impuesta en el interior hasta que el tiempo corre de nuevo cuando la puerta se abre”. Un ascensor, un elevador que nos va parando en diferentes plantas de la literatura. Así es leer a este escritor que parece ser capaz de hacer grande lo más pequeño.

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Incertidumbre

Incertidumbre de Paco Inclán en Valencia Plaza



Paco Inclán. @Jose Bravo

 

Eduardo Almiñana dedica una excelente reseña a Magistral, de Paco Inclán, en Valencia Plaza:

«El periodista valenciano continúa con su labor de cronista de lo inesperado en esta obra marcada por aventuras apasionantes, ambiciosas, únicas y en muchas ocasiones, previsiblemente frustrantes»

«Las grandes marcas nos dicen a diario que la vida es ese recipiente que debemos llenar con experiencias increíbles, con viajes constantes a parajes exóticos. Carpe diem: si puedes, debes saltar en paracaídas. No seas cobarde. Tienes que correr al menos, una maratón al año. Tienes que llegar a lo más alto en tu trabajo, tienes que destilar cierta agresividad y emprender, emprender una y otra vez y no rendirte. A tu alrededor todo el mundo está alcanzando sus metas, consolidando parejas indestructibles, haciendo surf en playas del sudeste asiático, acumulando gatos fotogénicos, obteniendo enseñanzas imprescindibles de esas que cambian vidas, asistiendo a eventos exclusivos, viendo las películas más celebradas el mismo día del estreno, terminando los últimos capítulos de las series de moda. A tu alrededor todo el mundo es un proyecto de yogui, un experto en terapias que funcionan, un gastrónomo insaciable que se conoce al dedillo los mejores restauranteIncertidumbres para comer ceviche. El muro de tus redes sociales está copado por las imágenes y vídeos de un monstruoso otro que te hace sentir miserable y aburrido. Pobre, precario. No estás todo lo en forma que deberías. No te da tiempo a llevar a cabo planes tan fantásticos como los de los demás. Un año más no has recorrido en furgoneta las mejores playas del país. Pero, ¿cómo lo hacen? ¿De dónde salen sus ingresos? ¿Están todos abonados a Netflix menos tú?
No te preocupes, es todo una ilusión. Lo que ves es la acumulación de buenos momentos e imposturas de un sinfín de contactos arrastrados por la misma inercia. Nadie comparte algo como: “voy a bajar a pagar la luz”, o una foto de una estantería llena de polvo que hay que limpiar aunque no apetezca. En los planes de tus contactos no entra, al igual que tampoco entraría en los tuyos, hacer un álbum de la limpieza del baño. Ni un GIF de un desagradable encontronazo con un compañero de trabajo. Generalmente, la foto de perfil será la vencedora entre decenas de candidatas. Porque en las redes del espectáculo social en que tantas horas pasamos no mostramos la vida, sino una dosis concentrada de lo que querríamos que fuese siempre. Es como esa carcajada que escribimos en una conversación: sí, puede habernos hecho gracia cierta ocurrencia. Pero al otro lado de la pantalla nuestro semblante es serio en la mayoría de ocasiones. Por eso nunca han acabado de cuajar las videollamadas. Exigen demasiada coherencia.» ...seguir leyendo