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Cosmotheoros en Revista de Letras por Antonio Tamez Elizondo



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Existe una anécdota, seguramente apócrifa, en la que Joseph Conrad hizo girar un globo terráqueo con la intención de dirigirse a cualquier región del mundo que estuviera en blanco, pues la oferta era demasiada. Debe haber otras versiones de la misma escena, tal vez incluso con otro personaje, pero el punto sigue siendo el mismo: esto no es algo que se pueda hacer hoy, al menos no en la Tierra. El misterio de los espacios desconocidos, dónde existen reinos secretos o gente extraordinaria, ha quedado en los libros de aventuras y los mapas dónde las regiones en blanco prometen que ahí viven los dragones. Es solo en las periferias de la investigación ortodoxa, en la criptozoología, la historia alternativa y otras herejías que no gozan del buen trato en los medios y en los círculos académicos, dónde se encuentran vestigios de misterio. No del práctico y científico que resulta en una nueva tecnología y en la actualización de los libros de texto, sino ese que sirve de alimento para la imaginación.

La idea de otros mundos habitados viene de lejos y su carácter ha sido más o menos constante. En Grecia tenían una función más bien filosófica, diferente a las consideraciones astronómicas que siguieron a Nicolás Copérnico y su modelo heliocéntrico. Desde entonces muchos creyeron ver en la Luna ciudades y canales, obras de seres racionales, y solo fue lógico imaginar el resto de los planetas como si estuvieran habitados. Con el tiempo la idea, conocida como Pluralismo o la pluralidad de los mundos, fue tomando matices más técnicos y científicos, aunque limitados por los alcances del conocimiento disponible por aquel entonces. Y no es que hoy día los límites ya estén superados, es solo que las herramientas son un poco más sofisticadas. El universo como lo entendemos es una minúscula franja lumínica que parece absoluta, cuando en verdad su mayoría es inabarcable. Puede ser que ya no haya dragones aquí abajo, pero al menos podemos pensar que están allá arriba.

Hace ya tres siglos apareció en inglés y latín Cosmotheoros: Conjeturas relativas a los mundos planetarios, sus habitantes y producciones, de Christiaan Huygens, diseñador del primer reloj de bolsillo, fabricante de telescopios y primer autor de la teoría ondulatoria de la luz. Fue una publicación póstuma, escrita como una carta en dos volúmenes para su hermano, Constantijn, que por aquel entonces estaba fuera de casa cumpliendo sus labores como secretario del rey Guillermo Tercero. Hace unos meses Jekyll & Jill la ha traído al presente con una traducción de Rubén Martín Giráldez, dando así la oportunidad para conocer uno de los primeros intentos rigurosos por imaginar la naturaleza de la vida en los mundos de nuestro sistema solar y en los del resto de las estrellas.

La primera parte es el grueso del texto y es la lectura más interesante y ligera dónde se encuentra casi toda la especulación. La segunda está armada de solo algunas páginas y es algo más técnica. Es aquí dónde Huygens explica por primera vez su método para estimar las distancias estelares, además de apuntar varios datos hasta entonces observados sobre los seis planetas conocidos (Urano no sería encontrado sino hasta 83 años después de la publicación).

Jekyll&Jill

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Desde nuestra perspectiva actual las ideas de Huygens pueden parecer ingenuas, incluso infantiles, pero no por eso carecen de razonamiento. Para él la vida en los mundos del Sol es una obviedad pues, alegando razones teológicas, Dios no se hubiera molestado en crear un universo tan amplio sin más testigos, además de nosotros, que pudieran apreciarlo. Esta convivencia intelectual de la ciencia con la teología y el misticismo, que hoy parece tan contraria, era común entre las clases educadas de aquellos años. Isaac Newton será recordado por sus estudios de la luz y óptica, el desarrollo del cálculo, sus leyes de gravitación y la mecánica, pero casi nadie habla de sus intereses en alquimia y profecías bíblicas. ¿O qué tal Kepler y sus ángeles que llevaban los planetas por sus orbitas? Hay quienes dicen que incluso Copérnico fue sacerdote y si quisiéramos encontrar paralelos modernos es gracioso que otro sacerdote, Georges Lemaitre, fuera el principal arquitecto de ese gran modelo que ha revolucionado el entendimiento del universo: el Big Bang. Esta dualidad de pensamiento es una de las primeras cosas que se descubren al leer los muchos pies de página que acompañan al texto, que contrastan los descubrimientos modernos en física y astronomía con la ciencia de aquel entonces y también ofrecen biografías mínimas y necesarias de algunos de los demás científicos y filósofos que Huygens menciona cada tres palabras. Es una lástima que solo sean líneas de texto y no hipervínculos, aunque es cierto que la experiencia de leer este libro en formato digital no hubiera sido comparable a la sensación de tener esta edición física tan bien trabajada.

La vida extraterrestre que Huygens concibe tiene poco que ver con las formas del imaginario actual; ahí no hay duendes grises de cabeza y ojos enormes, tampoco cosas gelatinosas o hechas de luz. Según su razonamiento la inteligencia y la curiosidad, al querer saber más sobre los astros, dotan a la vida de las herramientas corporales necesarias para obtener ese conocimiento, herramientas que siempre son iguales o parecidas a los órganos y extremidades de nuestros cuerpos: brazos con manos y dedos, un par de ojos en una posición superior que permita ver las estrellas, piernas para el desplazamiento, etc. Incluso, partiendo de la descripción física de un telescopio, él pasa a justificar toda la anatomía, ciencia y matemática de la humanidad, igualándola con la de los habitantes posibles de los demás mundos. Estos planetarios —cómo les llama— pueden ser los prototipos de las diferentes razas humanoides que pueblan el universo melancólico de Star Trek, o las fantasías ufológicas de George Adamski y Billy Meier. Extraterrestres de cuerpo y rostro demasiado humanos para nuestro gusto contemporáneo.

Eso no significa que sea una propuesta despreciable. Lo desconocido se alumbra con lo mundano y lo familiar, además de tratarse Cosmotheoros de un ejercicio de la imaginación demasiado ambicioso dentro de los parámetros impuestos por su autor. Tal vez sin que fuera su intención, Huygens termina por hablar de nosotros mismos en su intento por hablar de los otros, allá arriba en alguna estrella, y en el proceso también muestra lo contradictorio de su pensamiento moral. Mientras que en unas líneas milita por un humanismo cósmico, pidiendo respeto y amor a todos esos habitantes planetarios, no tiene problemas en comentar de vez en cuando sobre las limitaciones intelectuales y las costumbres de los pueblos bárbaros de la Tierra.

A las láminas originales de la primera edición las acompañan las imágenes de la artista Alejandra Acosta, que dan la impresión de un mundo paralelo al que se entra en sueños u otros estados de consciencia. Cuando Huygens habla sobre la existencia de una escritura planetaria ajena a lo conocido en la Tierra, es fácil pensar en los seres de las ilustraciones como los autores del hasta hoy indescifrable Codex Seraphinianus, de Luigi Serafini, otro libro que bien podría ser complemento a la lectura de este, además de las Crónicas marcianas de Bradbury.

Existe una cantidad inmensa de material visionario en la tradición de Cosmotheoros, desde bestiarios medievales hasta manuales de anatomía y alquimia, pero por el momento lo mejor que se puede hacer es viajar a bibliotecas y tramitar permisos para estudiarlos por un tiempo, ya no se diga leerlos en caso de estar escritos en latín o alguna forma antigua de las lenguas modernas. Solo queda esperar que Jekyll & Jill hagan un trabajo igual de magnífico con otros títulos de aquellos tiempos. Tal vez algún tratado mágico de John Dee, el Opus Maius de Roger Bacon o mejor, una versión anotada del Manuscrito Voynich, aunque buena suerte en traducir eso. Uno siempre puede soñar.

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