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5 de Sergio Chejfec en El Cultural de El Mundo

Josep Maria Nadal Suau dedica un excelente artículo a 5, de Sergio Chejfec, en El Cultural de El Mundo:

5, Sergio Chejfec

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Nada en la literatura de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) parece definitivo, o tal vez sea mejor decir que todo es definitivo sólo por un instante, como las apariciones espectrales o los relieves de la orografía. Sin ir más lejos, el título de su último libro publicado en España, 5, fue distinto en otro tiempo: cuando apareció por primera vez, en 1995, lo hizo con el marbete Cinco, que definitivamente no es lo mismo aunque lo parezca.

Ese libro original era una narración, inasible como todas las del argentino, que ahora reaparece como ‘Cinco’, primera parte del volumen que tenemos entre manos; la segunda parte es una larga ‘Nota’ que regresa a las condiciones en las que fue escrito el texto precedente, durante una estancia en la residencia para escritores de una ciudad “abstracta”, industrial pero de ritmo provinciano, atravesada por el viento y definida por los astilleros de su estuarios (nadie escribe los espacios urbanos en lengua castellana como Chejfec, nadie como él logra recuperar el paseo de las garras del cliché para devolverlo a la literatura). El resultado es un conjunto desconcertante en el que territorio, memoria y sueño convergen en una forma de realismo indeter5-coverimageminado. 5 nos lleva de la mano por calles que parecen tomar forma a medida que son recorridas, nos presenta a personajes cuya “coreografía” queda descrita con precisión cinematográfica, y reincide en la idea de escritura que caracteriza cada nuevo libro del autor: una forma de topografía, la conversión del texto en mapa. Pero eso sí, teniendo en cuenta que ese mapa aspira a “refutar” el territorio, y que en las escasas ciento ochenta páginas de 5 aparece en dos significativas ocasiones el adjetivo “insondable”. Como dije, tampoco los mapas son definitivos en la narrativa de Chejfec.

Si todo esto les sugiere una literatura exigente, es una impresión exacta. La anécdota en estas páginas, aunque existe, no permite hilvanar una sinopsis tradicional: digamos que 5 es la historia de una voz que devanea por una población desconocida, por algunos recuerdos propios o inventados (por ejemplo, se menciona la muerte del padre en una reyerta muy novelística), y hasta por la superficie de los textos que escribió en el pasado. Chejfec dice muchas cosas sobre muchas cosas, y el diseño excepcional que Jekyll & Jill pone a su servicio le ayuda a decirlas (sólo un detalle maravilloso: la diferente calidad del papel en el que están impresos ‘Cinco’ y ‘Nota’), pero es inevitable concluir que cada apunte, pasaje o inflexión de la trama apuntalan una reflexión constante sobre la escritura.

Sin embargo, esa escritura no sucede en el vacío, sino que está enmarcada por un conjunto de circunstancias externas que conforman lo que podríamos llamar el “estatus” del escritor. Ese marco es también escrutado en este libro, puesto que el programa de residencia que organiza la ciudad convierte al autor en una figura socialmente reconocible, productiva: es una fuente de prestigio y capital simbólico para la localidad.

A cambio de su estancia, además, tiene que someterse a una serie de rigores: escribir una obra que aluda al lugar, recibir un trato protocolario preestablecido o, en los casos más exitosos, quedarse a vivir allí tras mimetizarse con el entorno. El peligro de la jerarquía o la institucionalización acechando a la naturaleza abierta de la literatura. Pero Chejfec no dice esto, sólo lo narra, recordándonos que el acto narrativo va mucho más allá de una estructura señalizada de acciones y personajes dirigiéndose a una conclusión. 5 es electricidad sin prisas.

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Entrevista a Eduardo Halfon en El Cultural de El Mundo


Eduardo Halfon: «Si la literatura es mi casa, entonces yo estoy alquilado»

Decir que es guatemalteco es como no decir nada. Eduardo Halfon nació en Guatemala pero pronto emigró a EE. UU, en donde, dice, nunca ha dejado de ser un invitado. Descendiente de judíos árabes y europeos, la mezcla es el todo en su literatura, como queda claro en Saturno (Jekyll & Jill) y Clases de chapín (Fulgencio Pimentel)

ALBERTO GORDO | 28/04/2017 |  Edición impresa

Foto: Lucía Corral

Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) es un escritor extraño. Para empezar, dice, su “lengua fuerte” no es el español, en la que escribe, sino el inglés, que aprendió a los diez años cuando emigró con su familia a USA. En Guatemala se había criado como un niño distinto, judío en un catolicísimo país: “Las tradiciones, las fiestas, los ritos, nunca fueron los míos”, dice. Allí sintió por primera vez el desarraigo. Su árbol genealógico nos da una idea: sus antepasados proceden de Beirut, Alepo, Alejandría y Lodz, en el caso de sus abuelos; y de Ucrania, Egipto, Palestina y España, en el de sus bisabuelos.

Tampoco su historia es la del escritor cuya vocación lo llamó desde niño. Halfon, ingeniero como Benet, era el “primogénito biemportado” de su familia hasta que descubrió los libros.

Tenía treinta años. Publicó una novela breve durísima, Saturno, que cayó como un hachazo en su familia: una carta al padre en la que, como Kafka, cortaba de raíz con su vida anterior. Se publicó en Guatemala en 2003. “Se agotó y nunca llegó a salir del país”, recuerda ahora. “Aún hoy es un libro prohibido en mi familia, del que no se habla. Ahora lo miro con simpatía, porque fue como entrar gritando en la literatura”.

Gracias a la editorial zaragozana Jekyll & Jill, Saturno se podrá leer ahora en España. Con éste coincidirá en las librerías Clases de chapín (Fulgencio Pimentel), que incluye tres antologías, dos de ellas tempranas: Clases de machete, Clases de dibujo y Clases de hebreo.

Desde su propia biografía, Halfon trata en sus libros los grandes temas de la narrativa judía. Está la búsqueda de la identidad, la relación entre padres e hijos, la diáspora, la asimilación, el baile entre lenguas. Hoy vive en Nebraska con su mujer, que es bióloga, y con su hijo Leo, que tiene seis meses. Desde allí conversa con El Cultural.

Pregunta.- Leído junto a Clases de chapín, uno siente que Saturno, aunque sea anterior, tiene mucho más que ver con sus libros posteriores, los que forman parte de su gran proyecto narrativo: El boxeador polaco, Monasterio o Signor Hoffman. ¿Está de acuerdo?
Respuesta.- Sí, la voz de Saturno es la de mis últimos libros. Ahí está, desde mi primer libro, la voz del narrador que ahora me acecha. Aunque aún no tiene nombre. Veo los cuentos de Clases de chapín, en cambio, como un taller de escritura en el que trato de descifrar cómo se escribe un cuento. Percibo ahí a un escritor buscando su pluma: está tanteando, está experimentando con diferentes técnicas, tiempos, voces y temas.

Se podría decir que Halfon despertó dos veces a la literatura. La primera en 2003, con Saturno. La segunda, cinco años más tarde, cuando decidió contar la historia de su abuelo polaco. De niño pensaba que lo que su abuelo tenía tatuado en el antebrazo era un número de teléfono que no quería olvidar. Pero un día, no mucho antes de morir, su abuelo le llamó, lo sentó a su lado y le contó su historia. Que era también la historia de cómo sobrevivió en Auschwitz gracias a un boxeador al que los nazis mantenían con vida para que los entretuviera peleando. Un día Halfon le habló de esa historia a Andrés Trapiello, que reaccionó así: “Si no la escribes tú, la escribo yo”.

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P.- ¿Sin la historia de su abuelo no sería el escritor que es?
R.- Es que mis temas, si están antes de El boxeador polaco, es por accidente. Es en ese libro cuando tomo conciencia de lo que quiero o debo escribir, y con el tiempo se ha convertido en mi libro madre. Yo no sé cómo llamarlo: no es un estilo, no es un tono. Es una especie de voz que de pronto encuentro y de la que no puedo desprenderme. Ahora en otoño se publicará el quinto libro de esa serie: Duelo.

 

Un invitado en la tierra

P.- ¿Cuándo cree que terminará su obra en marcha?
R.- No lo sé. Creo que hay dos posibles finales: o mato a ese otro Halfon narrador, o él me elimina a mí. O muere él o muero yo. No hay otra manera de salir de este embrollo.

P.- La infancia es una constante en sus libros, pero está muy presente en Clases de chapín. ¿Cómo vuelve a la infancia como escritor? ¿A través de traumas, de desvelamientos…?
R.- Siempre vuelvo a la infancia. Es algo que no pienso, que surge. Me interesa el momento en que abandonamos la infancia, cuando dejamos de ver el mundo como niños y nos despertamos a la realidad cruel de los adultos. Esa frontera está en Clases de chapín y estará en Duelo, en donde vuelvo a mi segunda infancia en Estados Unidos, al desarraigo, a cómo cambié de casa, de país, de lengua.

P.- ¿Es en esa mudanza cuando abandona al niño y adopta la mirada adulta?
R.- Algo sucedió ahí, sí. Aunque fue natural, no dramático. Nos mudamos al lugar en el que vacacionábamos, en Florida. Lo veía como una vacación larga, digamos. El trauma quizás me salió más tarde en forma de rechazo a Guatemala, e incluso a mi lengua materna. En Estados Unidos yo era también un desubicado. Pero siempre intentando aparentar ser norteamericano. Me comencé a vestir como los norteamericanos, empecé a hablar y a actuar como ellos. Es lo que hacemos los emigrados. Siempre he escrito desde ahí, desde fuera. Siempre he sido el extranjero. Por ahí aparece el judaísmo: el judío pertenece primero a una diáspora y luego al país donde nace.

P.- Steiner dice que el papel del judío es siempre el de ser un “invitado en la tierra”.
R.- Y de ahí su habilidad camaleónica, el hecho de poder adaptarse hasta físicamente. Como en Zelig de Woody Allen.

P.- ¿Cuándo le empezó a interesar el judaísmo como tema?
R.- Sólo cuando empecé a escribir. Es irónico que decidiese abandonar mi pasado por la literatura y que, más tarde, la misma literatura me lleve de vuelta a mis raíces. El judaísmo me interesa como narrativa, como búsqueda de una identidad, no como religión.

P.- ¿Es un tema que va ganando peso en su obra?
R.- Sí. Porque le he perdido el miedo.

P.- ¿A qué tenía miedo?
R.- Miedo a lo prohibido. Miedo a ofender a mi familia. Pero no sé si miedo es la palabra correcta. Hablaría más bien de un falso respeto. Fui quitándomelo poco a poco de encima hasta que en Monasterio lo traté de frente, haciendo un libro desde Israel, desde el Mar Muerto. Pero el miedo no me lo quito. Sigue conmigo, cada vez que escribo. Hay que escribir desde el miedo.

P.- ¿Su familia es religiosa?
R.- Más que religiosa, es muy tradicional. Está muy apegada a las tradiciones. Mi educación fue judía, me crie en un ambiente completamente judío. Cuando toco el tema sé que muevo esa higuera, sé que meto el dedo en la llaga. Y por supuesto ellos gritan.

P.- Ese es el gran tema de “padres e hijos” de los grandes narradores judíos, de Bellow a Philip Roth. ¿Se mira en ellos?
R.- Es algo más inconsciente. Ningún escritor católico se pregunta por qué es católico, qué significa ser católico. Los narradores judíos vuelven a eso una y otra vez. Si en algo nos parecemos todos es en que nos enfrentamos, quizás a nuestro pesar, a ese espectro enorme que es el judaísmo.

P.- ¿Por qué llegó un momento en que quiso recuperar el español, la lengua que previamente había rechazado?
R.- Fue algo impuesto. Tuve que volver a Guatemala al terminar la universidad. No podía quedarme en Estados Unidos: yo no soy norteamericano, todavía hoy sigo aquí como invitado, con una visa. Cuando regresé a Guatemala empecé a recuperar la lengua. Empecé a leer y a escribir y a trabajar la lengua de una manera más consciente para ponerla al servicio de la literatura. Fue todo un aprendizaje.

Saturno

P.- ¿Cómo funciona la autobiografía en sus libros? ¿Manipula los hechos, pero se mantiene fiel a las emociones, a las sensaciones, a los miedos?
R.- Así es. Mi biografía es un telón de fondo. Yo pongo, digamos, la escenografía: el poste de aquí es mi infancia, la luz de allá es mi rostro. Todos los elementos del escenario se corresponden con mi vida, pero el drama que sucede ante ellos, la historia que escribo ya no lo es. Ya es otra cosa. Es algo creado, artificial. Es ficción. No sé por qué lo hago así, no sé qué necesidad tengo de escribir de esa manera. ¿Verosimilitud, quizás? Es posible. Alguien lee Saturno y cree que yo, Eduardo Halfon, estoy al borde del suicidio. En mi familia lo leyeron pensando que era un ataque tremendo a mi padre. Esa es la lectura literal, pero creo que no es correcta. Aunque tampoco me molesta si sirve para que el texto pegue más fuerte.

P.- Sin embargo se ha señalado la falta de dramatismo en sus libros. ¿Es una decisión consciente, estilística?
R.- Eso es porque soy más cuentista que novelista. Yo escribo cuentos de hasta 130 o 150 páginas, pero son cuentos. Mi intención es cuentística: la acción permanece entre líneas, el drama no florece, sino que se mantiene en otro lado. Creo que ahí está la diferencia con la novela, y no en la longitud. En el cuento hay una intensidad contenida. Para que un cuento funcione ha de haber una bomba, pero esa bomba no puede llegar a explotar nunca. El cuentista ha de ser libre. Hace piruetas, te muestra un camino y después te lleva por otro. Así lo entiendo yo. Cuando me dicen que mis libros no terminan, o que tienen una estructura extraña, siento que no se han leído bien, o que se han leído con ojos de lector de novelas. Hay que cambiar de ángulo. Creo que la falta de dramatismo tiene que ver con eso.

 

“La literatura no es mi patria”

P.- ¿Qué cuentistas le interesan? No es fácil rastrear en sus cuentos las influencias obvias.
R.- He ido perdiendo las influencias a medida que hallaba mi propia voz. Leo todo el tiempo a los mismos: Carver, Cheever, Malamud, Williams. También a Chéjov. O al Bolaño cuentista, que fue importantísimo para mí. Pero no soy capaz de ver qué han dejado en mí. Creo que, sin darme cuenta, los he ido matando a todos.

P.- Dice que no sabe “cómo se siente una persona ligada a un pedazo de tierra”. Y que tampoco cree que la literatura sea algo así como su patria. ¿Puede el desarraigo llegar a ser total?

R.- No siento que la literatura sea mi patria, y lo siento cada vez menos. Cuando empecé sí tenía ese entusiasmo, esa esperanza de escritor joven. Cuando lees de joven eres un lector voraz, buscas todas las respuestas en los libros. Pero ese entusiasmo va menguando. Cada vez siento más que mi vida está por otra parte: escribo, leo, pero ahora soy padre. Esto tomó prioridad. Si la literatura es mi casa, entonces yo estoy alquilado. Estoy de paso por la literatura.

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Saturno

Eduardo Halfon

NADAL SUAU | 28/04/2017 |  Edición impresa

Desandar el camino en la obra de un autor es siempre una forma muy peculiar de diálogo: la mayor influencia que pesa sobre su lectura pasa a ser él mismo. En el caso de Eduardo Halfon, ese viaje nos lleva simultáneamente a corroborar la coherencia de su voz y la versatilidad que puede adquirir. Todo ello, en dos libros breves que le convierten en uno de los escritores mejor editados en España: tras Pre-Textos y Libros del Asteroide, las exquisitas Jekyll & Jill y Fulgencio Pimentel rescatan, respectivamente, Saturno y Clases de chapín (recopilación de los relatos contenidos en los volúmenes Clases de hebreo y Clases de dibujo, de 2008 y 2009, más los inéditos que se reúnen bajo el epígrafe Clases de machete).

Saturno asume convincente y equívocamente la herencia de la Carta al padre kafkiana para proponer una voz en primera persona que se dirige a su progenitor en tono recriminatorio, dolido, exacerbado. Esa voz oye otras muchas voces que rememoran el amplio catálogo de escritores suicidas que pueblan la literatura universal.

Así, la herencia familiar, que llevada a la síntesis perfecta no es sino la vida, y la muerte escogida, que es el suicidio, se entremezclan en un texto breve muy denso. Hay una decodificación inmediata que reconoce a Saturno como dios devorador de sus hijos o bien como emblema de la melancolía, y ambas lecturas están presentes en las sesenta páginas insomnes que lo llevan por título; sin embargo, hay más elementos en juego, siempre traspasados por cierta ambigüedad.

El narrador alude a la literatura y el lenguaje como “el mundo de la madre”, inaccesible para el hombre práctico y ejecutivo que fue el padre, ¿pero no es la literatura una devoradora de hijos a su vez? Por otra parte, el lenguaje o la literatura sirven al escritor para hablar del padre (“nunca pudo comprender que mi escritura era toda sobre usted”), pero a fin de cuentas, nos dice él mismo, “el padre es un nombre”, lenguaje en definitiva, aunque eso sí: el lenguaje de la tradición y la ley (“usted era la ley, padre”). El padre es identidad y fiscalización de esa identidad, un camino por el que el texto desemboca en lo judío y enfila su camino hacia un final sobrecogedor.

Clases de chapín también es magnífico, y presenta los registros halfonianos que más me han sorprendido. Que tanto el título como los epígrafes aludan al concepto de “clase” sólo puede remitir a la idea de aprendizaje (falso: también puede ser una referencia a la existencia de categorías), y ese es uno de los asuntos de estos relatos, entrelazado íntimamente con la presencia constante de niños o el peso reiterado de lo familiar entendido como conflicto, como Leviatán de imposible superación para el individuo. Un buen ejemplo de ello es el relato “Un buen machete”, en el que una adolescente que está desarrollando un desasosegante odio hacia su hogar descubrirá las amenazas que existen fuera de él.

Si los familiares son Leviatán, dejarlos atrás es entrar en territorio de lobos, lo cual remacha el concepto institucional, restrictivo pero proveedor de ley y orden, de la familia. Por cierto, en Clases de chapín las mujeres (o las niñas) están especialmente amenazadas en cuanto trasgreden las fronteras paternas. La alteridad, ya tenga la forma de una mano con muñones o de vecino nazi, está fuera del hogar, pero también dentro (puede ser una culebra, o un sapo negro). A esta dialéctica, Halfon le da una forma narrativa intensiva, que en el estilo se permite derivas no especialmente halfonianas, como en el transpirante “Mucho macho”. En todos sus matices, Clases de chapín y Saturno son libros admirables.

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Teoría del ascensor de Sergio Chejfec en El Cultural



Sergio Chejfec Foto: Lisbeth Salas
Sergio Chejfec. Foto: Lisbeth Salas

Josep Maria Nadal Suau reseña Teoría del ascensor, de Sergio Chejfec, en El Cultural de El Mundo:

El lector de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) reconocerá enseguida las pautas, y buena parte de los temas, que recorren Teoría del ascensor, su segunda publicación en el sello Jekyll & Jill: la presencia de Juan José Saer como piedra angular de la propia interpretación del canon argentino y latinoamericano; la cuestión territorial, que empieza con el recorrido de las ciudades chefjequianas (Buenos Aires, Caracas, Nueva York, París) y a partir de ahí va concentrándose en la contemplación de los espacios limítrofes, periféricos, íntimos o ausentes; un cúmulo siempre creciente de preguntas sobre la relación entre literatura y experiencia, o fenómeno y representación; el paseo como exigencia para el surgimiento de lo literario; lo anecdótico como disparadero de la reflexión, aunque a menudo no sea lo explícito de la anécdota aquello sobre lo que se piensa, sino más bien lo que se deriva de ella; etcétera.

En esta Teoría del ascensor, estas características se articulan en forma fragmentaria, a través de textos que a veces podrían pasar por narrativos y a veces, en apariencia con claridad, como ensayísticos: por ejemplo, aproximaciones a la obra de autores como Martín Caparrós, Mercedes Roffé, Sebald, Cortázar o el cineasta Béla Tarr. Y sin embargo, diría que las lógicas narrativa y ensayística se confunden en Chefjec, y que lo hacen de un modo deliberado e inquisitivo. Precisamente, el autor se refiere a la obra de Tarr en términos que no le sientan nada mal a su propia escritura: “Suele mencionarse la tendencia ensayística de Tarr. […] Creo que cabe otra idea de ensayo, menos formal y declarativa y notoriamente híbrida: más que intentos de respuestas, las películas de Tarr son interrogaciones sobre el realismo”. No creo que en estas líneas haya una voluntad apropiacionista sobre el referente del director húngaro, pero sí una más que razonable correspondencia.

A Chejfec le persigue la fama de escritor denso, incluso opaco; la contraportada de Teoría del ascensor recurre a unas palabras muy acertadas de Enrique Vila-Matas que se refieren a su “voz baja” y su “frío trato irónico”. Es todo cierto, y sin embargo nada más accesible que el universo particular de Chejfec, una vez se recuerda que el paseo es en él una clave estilística: callejeamos por un barrio porteño, por el listín telefónico o por un bucle mental del autor, pero callejeamos en definitiva.

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Y callejear tiene tanto de método como de azar. O, si no callejear, digamos con Chejfec que se puede ascensorear, una práctica que implica un desplazamiento vertical y automático, sí, y también un acceso solicitado o no a varios niveles. Acompañar a Chejfec es descubrir recorridos inesperados, como en el último y extraordinario texto del volumen: el autor estudia unas viejas postales de Caracas, y los agujeros que las termitas han hecho en ellas se le revela de pronto como “una elusiva acción connotativa” que conecta sorprendentemente todas esas imágenes, por otra parte tan fraudulentas como cabe esperar de la industria turística.

Los ensayos-no-tan-ensayos de Teoría del ascensor, tan valiosos como los anteriores cinco volúmenes de Chejfec publicados en nuestro país, exploran ideas sutiles y al mismo tiempo poderosas. Para cerrar, y a modo de ejemplo, sirvan dos citas lúcidas sobre el concepto de ruina: “Sé que el presente es reverberación del pasado. Pero a veces, gracias a la ruina, podemos plegarnos a la ilusión de que es a la inversa: el pasado como eco póstumo (o exhalación invertida) del presente”. Y “también es construida y puede estar arruinada nuestra forma de ver”. Un libro de Chejfec también es un territorio, también contiene pasadizos, también se ejecutan en él elusivas acciones connotativas. Es la literatura.

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Rubén Martín Giráldez en El Mundo Cataluña

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La máquina de hurras

Rubén Martín Giráldez revoluciona el panorama literario español con ‘Magistral’ (Jekyll & Jill), una novela que es una carcajada, una crítica feroz que carga las tintas contra todo lo imaginable.

  • LAURA FERNÁNDEZ 
Rubén Martín Giráldez, foto de Iván Cámara para El Mundo
Foto: ©IVÁN CÁMARA

He aquí la historia de un libro que es un puñetazo, un puñetazo Magistral. Un puñetazo novela, un puñetazo confesión: la de un narrador soberbio, tan soberbio que cree estar por encima del Bien y del Mal literario, un narrador que considera a los lectores «probadores de venenos», porque todo ahí fuera, cualquier cosa que puedan llevarse a los ojos, es «veneno», sobre todo, si es español, porque el escritor español es un mal escritor, y el idioma español, es un idioma inútil, porque se mal-utiliza o se utiliza de cualquier manera y de cualquier manera es siempre una manera horrible. «Al escritor español de hoy no hay por dónde empezar a matarlo. Hay que tener arrestos para escribir con el lenguaje crudo con el que uno piensa, y si uno piensa en el idioma de los informativos nacionales, quizás es mejor que pierda el tiempo en pérdidas de tiempo de muy otra clase», dice el narrador, que fue un autor genial, el autor de la genial Magistral, hasta que descubrió que su talento no era talento en absoluto si se lo comparaba con el talento de Ben Marcus. Ben Marcus existe, sí, y escribió un libro titulado Notable American Woman que fascinó hasta tal punto al soberbio narrador de Magistral que lo convenció de que lo suyo no era para tanto. Y, veamos, ¿quién es el narrador de Magistral? El narrador de Magistral es también el autor de Magistral, o, mejor, es el propio Magistral, el libro, que no tiene manos y las echa de menos, que ni siquiera tiene boca, así que no puede estar hablando, aunque cree que lo está haciendo y eso, quizá, le ponga triste, o le enfade o le asuste. ¿No se asustaría cualquiera al comprobar, un día, que no es más que un libro?

«Es una novela torrencial, para leer en voz alta, como Menos joven. Pero no tenía por qué llegar tan pronto. De hecho, después de Menos joven quise probar a escribir una novela convencional, una novela con estructura y personajes y todo eso porque temía que se me encasillara en la vanguardia, que se me etiquetara como experimental. Pero digamos que no soy un escritor disciplinado, que, cuando siento que está viniendo, me preparo y escribo, y que Magistral apareció y tuve que escribirla», cuenta Rubén, Rubén Martín Giráldez, el autor, que nada tiene que ver con el narrador de la novela, o un poco. «He metido ahí todos mis prejuicios, lo que he pensado alguna vez, lo que pienso de verdad, y cosas que, mientras escribía, me susurraba: ‘Esto no lo digas, no, ni se te ocurra’». Pero ¿es Magistral una novela, una novela en forma de libelo? «Magistral es la respuesta afirmativa a tres preguntas: 1) ¿Puede un discurso ser una novela?; 2) ¿Puede la recomendación de un libro ser una novela?; y 3) ¿Puede una poética ser una novela?», contesta. Y, también: «Magistral es una novela contra el elitismo, es una novela exigente, pero porque el narrador es un narrador soberbio, pero el humor desactiva la pedantería y la solemnidad. Si no te crees más listo que el lector no hay forma de que puedas resultar pedante». Al principio, Magistral iba a llamarse Menosprecio de corte. Luego iba a llamarse Hurra, porque «siempre me fascinó aquella expresión de Céline, la de la máquina de hurras», confiesa. Finalmente, se tituló Regüeldo y, en algún momento, se convirtió en Magistral. La novela es un ataque frontal («La auténtica literatura, o lo que es lo mismo: la literatura no española, no avisa de cuáles son sus planes») pero también es un juego (el narrador tiende al lector la contracubierta del libro que está leyendo, el libro de su admirado Ben Marcus, y lo hace literalmente, y eso, sí, es posible) que, por momentos, se vuelve inquietante. «Al final, quería que tuviera algo de novela de terror», dice. Y lo tiene. Al final, el libro, de repente, empieza a darte órdenes. «Después de todo», dice Rubén, «no soy más que un entertainner».

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Fábula de Isidoro Julio Fuertes Tarín

Fábula de Isidoro de Julio Fuertes Tarín en el Cultural

Fábula de Isidoro Julio Fuertes Tarín Josep Maria Nadal Suau menciona Fábula de Isidoro, de Julio Fuertes Tarín, en el artículo sobre El atasco y demás fábulas de Luis Goytisolo, en la edición impresa de El Cultural de El Mundo.

«Y ya que hablamos de vigencia, es otra ‘anécdota-pero’ que la reedición de las fábulas de Goytisolo coincida con la aparición en la exuberante editorial Jekyll & Jill de la Fábula de Isidoro, de Julio Fuertes Tarín (Valencia, 1989), otra fábula sin animales e idiomáticamente burra, que no es como las que nos ocupan pero puede entenderse con ellas, y que también parece intuir algún desajuste en las relaciones entre lenguaje y propiedad al afirmar que “la escritura puede cambiar el mundo (sobre todo la notarial)”.»

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