Ricardo Menéndez Salmón reseña Los hombres de Rusia de Reinaldo Laddaga



Ricardo Menéndez Salmón escribe sobre Los hombres de Rusia, de Reinaldo Laddaga, en el diario La Nueva España:

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Huestes oscuras

RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

Una técnica de prestigio dentro de la tradición literaria, la del manuscrito encontrado, sirve a Reinaldo Laddaga para destilar un cóctel de ensayo político y novela de formación en Los hombres de Rusia, obra que por subtítulo lleva el marbete «documento», como si su autor quisiera adherirla antes al ámbito epistemológico de la historia de las ideas que a la indagación pura y dura, sin aristas, en el terreno de la ficción. No en vano, el redactor del manuscrito del que Laddaga se vale para exponer sus propósitos confiesa que la realidad es mucho más difícil de relatar que la invención, pues «la lógica de la vida es menos clara que la de los cuentos».

La lógica de la vida que Los hombres de Rusia persigue ilustrar es sin duda inquietante. Lo que Laddaga propone, como una suerte de precipitado tóxico de las potencias maléficas que vertebran nuestra época, es la construcción de una fábula en torno a las fuentes que han servido de abrevadero a esa extrema derecha que, como un virus de irradiación frenética, infecta hoy el mapa conmovido del planeta. Esa fábula, representada por un grupo de fanáticos que llegan a un desolado rincón de Florida parapetados tras sus teofanías, sus drogas de diseño y sus conspicuos profetas, se alimenta del panteón de excéntricos que ha venido nutriendo el imaginario de las razas intactas, la espiritualidad de las naciones, los fulgurantes mitos de la pureza. 

Por las páginas de Los hombres de Rusia desfilan así el experimento protofascista de Gabriele D’Annunzio en Fiume y las aberrantes teorías de Cyrus Teed en torno a la Tierra hueca, encuentra acomodo Miguel Serrano, el jerarca nazi chileno que alumbró la tesis del hitlerismo esotérico mientras compartía mesa y mantel con Hermann Hesse, pero también Aleksandr Duguin, el Rasputín del Kremlin de Putin, dios tonante del renacimiento de la soberana Eurasia, y a la vez asoman la patita el Partido Republicano en los tiempos de Barry Goldwater, las maquinarias de la violencia que Carl Schmitt amparó mediante sus estudios constitucionales e incluso el barón Julius Evola, mandarín de la extrema derecha italiana que logró el círculo cuadrado de conjugar en su obra a Mussolini con la misoginia de Weininger y los goces del tantrismo con la decadencia de Occidente del apocalíptico Spengler.

Semejante compañía conduce por necesidad a una debacle de la razón. Es entonces cuando el texto de Laddaga muestra su engarce con el presente. Pues su alegoría halla un sustrato más que verosímil en la sensación, a menudo trágica, que al sujeto confiado en las estrategias del consenso y la universalidad de la inteligencia le acosa hoy en día, esa ominosa evidencia de que el mundo ha regresado a la senda del pensamiento mágico, los avatares de las creencias numénicas, la pestífera seducción de la oscuridad. Y es que, quizá, los campeones del irracionalismo nunca se habían ido del todo. Sólo estaban esperando para regresar disfrazados de hombres de Rusia, evangelistas de sonrisa tierna, presidentes pendencieros.

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